Sir Cámara

LO NUESTRO

Martes, 04 de Octubre de 2016

Con los primeros días de octubre, con la caída de la gota gorda de sudor otoñal, me llegan noticias de una pareja de amigos, recién jubilados, que se han comprado una autocaravana para conocer mejor eso que los políticos pronuncian cada seis palabras y que lleva un Ñ. Sir Cámara

 

Precisamente con esa referencia,  empezamos a compartir el viaje vía email y WhatsApp, aunque yo, lamentablemente, de manera virtual por mi condición de autónomo estabulado. En ese peculiar viaje me empiezan a llegar fotos de amaneceres preciosos en esos sitios en los que en temporada alta no se ve el suelo y te tratan como si no pagaras o tuvieras menos derechos que el resto del año.

 

Inmediatamente, y a medida que la cosa va cogiendo carrerilla, me llegan referencias de lo esencial, de aquello que algunos nos atribuyen como el pensamiento único, lo que nos apasiona y lo que mi amigo, rutero jubilata, pone en escena con unos criterios que ya quisieran muchos profesionales: las cosas de comer.

 

De esta manera, me llegan comentarios envidiables del marisco de Rinlo, en la Mariña lucense que contrastan con los de un carnicero, ya en otra población, al que deberían haber dictado una orden de alejamiento de la carne por malos tratos; concretamente los cortes. De pena. Hombre, que la carne es débil… Incluso indefensa.

 

Sugiero a mis amigos que vayan a un restaurante que fue emblemático por todo entre la ciudadanía, del turismo y del camión durante varias décadas,  y leo comentarios en las redes totalmente actualizados y contrarios.

 

Siguiendo por la cornisa cantábrica con esa calma que propician las fechas, ya sin agobios turísticos, comprueban, una vez más, cuánto les gusta lo que por allí llaman paella. Un arroz con todo lo que sale del mar y del universo cárnico que, sí,  es comestible porque no lleva guarrerías,  pero que en nada se asemeja, ni de lejos, al emblemático plato levantino.

 

Es más, ese arroz rescata del recuerdo reciente otras paellas en lugares emblemáticos donde las avalanchas de guiris se la quitan de las manos al desganado cocinero. Eso es para denunciar lo que están haciendo allí y que no es otra cosa que ofender a lo nuestro. Que hasta con arroz de grano largo se ha visto la paella. ¡Incluso con chorizo! Y nadie ha denunciado esa agresión a nuestro embajador más valioso, la “¡¡paela, paela!!”, que dicen nipones, uzbekos y daneses.

 

Al regresar mis amigos de la autocaravana analizamos ese fenómeno tan nuestro, la verdadera marca España que no es otra cosa que destrozar lo nuestro, hacerlo de cualquier manera porque es para el turismo. ¡Pues precisamente por eso, creo, habrá que hacerlo bien! Noble deseo, pero poco más. Pero me tranquiliza, que no me consuela, saber que los riquísimos salchichones de Lyon y alrededores que comía de pequeño tampoco son de la misma calidad. Los hay muy buenos, sí,  pero muy distintos de aquellos de entripado irregular, deforme.

 

Y no es que la memoria sentimental me esté jugando una mala pasada, no. Estos fenómenos se repiten a diario y cuando encuentras el contraste positivo de lo que aquí se plantea, te emocionas y lo divulgas sin remilgos. Como las croquetas de bacalao de un restaurante perdido, en un polígono industrial de las afueras de Madrid, El Otoño, que son para hacer una bechamel y preparar otra crónica de emociones gustativas. Bacalao en cualquier manifestación, que son lusitanos, carnes, pescados y verduras muy bien tratadas. El Otoño, saliendo de Fuente el Saz hacia Torrelaguna, junto a Lácteas del Jarama, los que nos ponen la mozzarella en la pizza. No hacen falta más datos. A ver si vuelven los de la autocaravana y nos vamos de croquetas. Pues eso.

 

 

 

 

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