Capital de Brabante
Una escapada a Lovaina, ciudad de gastronomía rampante

Una nueva ola culinaria asciende en esta coqueta ciudad de Flandes, cuna de cervezas centenarias y vivero de chefs rebeldes. Estudiantil y bulliciosa, es una interminable barra de terrazas, conventos, bicicletas y jolgorios. Javier Caballero. Imágenes: Arcadio Shelk
No se tienen por pocos los encantos de Flandes, un destino en boga al que no se le termina su buena estrella. Entre los múltiples atractivos de la región belga –algunos muy visitados– se acurruca una ciudad relajante y bullanguera, diminutamente bella, preñada de gótico borgoñón donde hormiguean bicicletas y 40.000 universitarios de todo origen que se entregan a las cervezas locales tiradas como Dios manda (aquí el católico, como su antiquísima Universidad), a los paseos y la contemplación desde sus mil terrazas, con el tintineo de relojes y campanillas por banda sonora. Los españoles de esta urbe con dos campus (además, colegios Papal, Arras y Van Dale, Biblioteca Universitaria) se cuentan por muchedumbre, volviendo a poner picas donde antes las clavaron las huestes de los Tercios. Pese al trajín estudiantil, Lovaina teje su presente con la parsimonia de un pedaleo. Ciudad llana y sosegada, pareciera satélite del encorbatado funcionariado europeo que, a media hora en ferrocarril, trabaja en Bruselas. Acodado junto a la estación de tren, recibe al visitante la Martelarenplein donde se alza el Memorial de la Guerra Mundial para recordar viejas heridas en un territorio que en 1914 fue arrasado por el fuego alemán. El obelisco, marcial art decó, marca el punto de partida para la caminata que ha de conducir a cafés, restaurantes de autor, ciudadelas patrimonio de la Unesco, escasas pero estupendas chocolaterías, conventos y bares, cientos de bares. No tarda uno en darse cuenta que su urbanismo de nuevo cuño se levantó tras este primer desastre bélico, como reza la fecha en los frontispicios de la mayoría de las casas del casco histórico. Alrededor del Ayuntamiento (Stadhuis), pieza maestra del gótico flamenco, orbita la rutina de este enclave fundado tras ganar a los vikingos hace 1.000 años.
A las espaldas del consistorio late el Oude Markt, o plaza rebautizada como “la barra más grande del mundo” por su profusión de terrazas sin apenas separación. Si se prefiere soledad, apenas a unas manzanas reina el silencio en el Groot Begijnhof (el gran beaterio) que directamente transporta al siglo XIII cuando fue construido. En él vivieron semirrecluidas las beatas, consagradas a la oración y al cuidado de los más desdichados. Hoy en sus 87 casas viven alumnos y docentes de la universidad, que sufragó su reconstrucción. Los estudiantes no parecieran ser el idóneo público objetivo para los restaurantes con pretensiones. Sin embargo, un nuevo flujo gastronómico, rampante como los leones heráldicos de Brabante, pulula por las callejuelas de Lovaina y ha encontrado exigente nicho de mercado. De hecho, el magnífico edificio Tafelrond (entre el majestuoso Ayuntamiento gótico y la sobria iglesia de Sint-Pieterskerk, erigido en 1488) se acondiciona para albergar hotelazo y restaurante de campanillas regentado por el chef Wouter van der Vieren. Este cocinero es una celebridad en Bélgica por sus apariciones en televisión, su insolencia culinaria, y por haber formado parte de la cuadrilla de Flanders' Kitchen Rebels. Este grupo está abriendo senda de la nueva y rebelde generación belga tras los fogones. Atención a sus cachorros, que superan con identidad y genial trazo los clichés de mejillones con patatas (frites & moules) o la cocina donde a veces lo mejor llegaba con el postre de chorreante chocolate del país.
Hay cosas que nunca cambiarán (por suerte). A las afueras, la fábrica de Stella Artois luce imponente –la más grande del mundo, seis siglos de existencia–, recordando que aquí la cerveza es más soberana que la reina Matilde.
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