En Donosti
Sociedades gastronómicas: cuando ellos se lo guisan

La quintaesencia de muchas costumbres donostiarras se condensa en sus sociedades de la parte antigua, clubes solo para caballeros que fueron una revolución antropológica y social y hoy siguen siendo vivero de brillantes chefs. Javier Caballero. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Hace mucho más de un siglo aquí nacieron. En el corazón de Donosti. En plena eclosión del comercio, el ferrocarril, la industria, del dinero a espuertas y el goce turístico. Brotaron solo en masculino. En plural y en singular. Y singulares siguen las Sociedades Gastronómicas de la Bella Easo, clubes de la camaradería casi exclusivamente varonil, el recetario honesto y opíparo, el ocio y la ociosidad, el mus digestivo, las tamborradas y fiestas patronales, los pianos y la vieja música popular que brota cuando se vacían los carrillos y la lengua degusta cancioneros perdidos. San Sebastián –ganadas por fidelidad, nobleza y lealtad, reza su escudo– alardea con justicia de ser feudo de mil tesoros gastronómicos, y sus 119 sociedades representan pequeños cofres en bancadas, fogones vistos, buena bodega, ambigú y salón de juegos, que se rigen por el fundamentalismo de una cocina doméstica y sin tontadas. Que no falte producto fresquísimo de mercado, sabias manos para no estropearlo y una comunidad responsable que autogestiona la solvente alacena. Este año Gaztelupe, una de las señeras, sopla velas de aniversario. Con motivo de su centenario olisqueamos en las cazuelas de ésta y otras sociedades donostiarras, tiramos de los mandiles de algunos de sus socios koxkeros y kaskariñas (gentilicios de la Parte Antigua) y mullimos sus verdes tapetes para dar cuenta de que las sociedades gastronómicas de San Sebastián fueron tanto el epicentro de una revuelta antropológica, como el germen del primer self service del mundo y el bastión de cómo se ha de comer –comportarse y entretenerse– en compañía. Historia en carnes. Arqueología de fogón. Comer y cantar. Órdago a la grande... también en cocina.
Autosuficiencia
El titular, como unas sabrosísimas chistorras, nos lo ponen en bandeja plateada nada más empezar. “Nosotros nos los guisamos y nosotros nos lo comemos, en todos los sentidos. Compramos el mejor género posible en el mercado de la Bretxa, aunque hay otros que van al de San Martín... Mira, ahora estoy preparando un zancarrón de vaca. Me gusta más la parte delantera, supergelatinosa. Unos ajitos, unos pimientitos y listo. ¡Comeos estos callitos, hombre!”, ordena José Luis Gandarias, dueño del cercano restaurante Gandarias de Donosti y uno de lo socios más activos de Gaztelupe. Son 45 años de edad, casi la mitad de vida de la sociedad. Hoy cocina él. Como tantas veces. Sus guisotes se filtran. “Hemos puesto el cartel de club privado en la puerta porque mucho turista se asoma y cree que somos un restaurante y piden mesa para cuatro, o preguntan por el menú del día”, explica con sorna Javier Arbaizagoitia, directivo y socio de Gaztelupe. “Aquí hay socios muy famosos que salen en la tele, y los hay que remiendan las redes. Y comen al lado, eh. El que viene aquí, viene a comer mucho mejor de lo que come habitualmente en casa. No vienes a hacerte un plato de vainas, si no a comerte las mejores alubias de Tolosa. Te vienes a deleitar. Y a que te hagan la ola. En mi caso hago salsas, una merluza, kokotxas, lengua estofada, un bacalao vizcaína...”, enumera Arbaizagoitia quitándose importancia. El gastrónomo Néstor Luján dejó escrito en los 70 que “este tipo de cocina opera casi exclusivamente sobre la perfección y excelencia de los productos que utiliza y para la cual el misterio de la alta cocina le es indiferente”.
Lista de espera
Subiendo hacia el Castillo, en la cuesta que afluye al Paseo de los Curas, se topa el paseante con Ollagorra. Nació en 1906 de una escisión de Gaztelupe por un quítame allá unas sidras. Ambiente de remo y partituras de Sorozábal ornan las paredes. Huele a piparras. Y a tomates recién cortados. En su calendario, remarcan en rojo “organizar excursiones recreativo culturales, participar en competiciones deportivas porque aquí siempre ha habido buenos remeros, puntistas y pelotaris, y organizar concursos gastronómicos”, explica Íñigo Ruiz, quien heredó el puesto de socio de su abuelo. “Las mujeres pueden venir, pero a las siete de la tarde”, avisa. Ingresar en una Sociedad Gastronómica no resulta fácil. La lista de espera suele ser “de mandamadre”. Si un asociado muere, el carnet pasa al hijo. O al yerno, si no hay varones herederos. La cuestión sexista entretiene a los arqueólogos del costumbrismo. Se da por sentado que, en el ámbito doméstico, la sociedad vasca se sustenta en un matriarcado de no te menees que expulsó a los santos varones a locales o clubes donde pudieran hablar y matar el tiempo (y el gusanillo) con sus cosas. Los pescadores y campesinos (baserritarras) se citaban en sidrerías o tabernas donde las féminas no se dejaban caer por puro decoro. Así nacieron sociedades musicales para los carnavales y mascaradas, que luego devinieron en culturales, deportivas, artísticas, casi todas ellas de carácter benéfico. Pronto desembocaron por inercia, en gastronómicas, cuyo crecimiento exponencial llegó en los años 70. La Unión Artesana es la más antigua de todas, la decana, un respeto. “En 2020 hacemos 150 años y estamos preparando algo grande, tratando de rescatar viejos menús y demás”, comenta Iñaki Santesteban, su presidente, que ya fue promotor de un magnífico libro para honrar el 140 aniversario y que se ilustra con recetas como Mamia acompañada, Bacalao con pisto y pil-pil, Borrajas con patatas y almejas en salsa verde, Sopa de turrón con galletas María y groseros de limón o una mera paloma. “Desde 2006 estamos en este local que fue un restaurante italiano, Isabella, y hoy día pagamos 500 euros al año cada uno porque estamos haciendo frente a la hipoteca”, añade, mientas enseña los muros donde cuelgan cuadros de Ruiz Balerdi y Eduardo Chillida. “Hay gente que durante toda su vida vendrá a tomarse el txacolí con algo de almuerzo, y que pase el día en la sociedad. Esto es un sitio de reunión de hombres, con las mismas normativas y legalidades que un bar o un restaurante. Está muy de moda pertenecer a una sociedad, es tendencia, más si es una de las míticas como ésta”, tercia Pedro Olalde, socio de la Artesana y autor de su reforma, con una luminosa cocina vista en la primera planta y mesas que llevan nombres de montes de Guipúzcoa.
Los estatutos fundacionales de la UA fueron tan diáfanos como sus fogones. “Los reunidos conferenciaron detenidamente al objeto de constituir una Sociedad de Artesanos cuyo fin sea la distracción y el recreo de sus asociados”, para detallar en el art. 47, que “se prohíbe la entrada en los salones a las señoras, aun cuando sean forasteras”. En la Unión, que se encarga de la arriada de la bandera el día de San Sebastián, refulge como socio un ilustre, un nombre estelar: Martin Berasategui. “No es raro que muchos buenos cocineros, algunos muy famosos, formen parte de una sociedad. Porque esto también es cantera de buenos profesionales que luego encuentran acomodo en restaurantes o ponen su propio negocio. Ha habido sobre todo parrilleros, que no es nada fácil manejar bien la parrilla. Incluso hay alguno que trabaja con nosotros”, explica Jesús Santamaría, mitad, junto a su hermano Mikel, del Grupo Bokado (excelso cátering de Donosti y dos restaurantes de aúpa: San Telmo y Bokado Mikel Santamaría). Jesús es socio de Istingorra, en el barrio de El Antiguo. Istingorra (becacín en euskera) se abre en un ancho salón que culmina en una cocina confortable y funcional. Una puerta trasera conecta con el viejo frontón. También en El Antiguo se acomoda Susastene, que fuera caserío, cuyos socios más veteranos jugaron de críos en la vecina playa de Ondarreta. “Se habla de política lo justo. Y aquí todos son de la Real Sociedad, pa que no haya problemas”, ataja José María Pikabea, socio número 2. “Somos 24 los socios que hemos nacido en el barrio y nos juntamos todos el primer jueves de cada mes”.
Involucrados
Todo el tejido donostiarra está imbricado, de uno u otro modo, por la rueca que mueven sus sociedades. Eduardo Bengoa, se precia de ser “el inventor de la música a la carta” y el dj que ha movido el cotarro musical en San Sebastián –si de fiestas populares y eventos se refiere– en los últimos 20 años. “Llevo 15 años de socio, desde que me casé...”, desliza con cierta malicia al tiempo que sus chavales juegan con las chapas que han sobrado de un almuerzo. Eduardo es socio de Aizepe, enclavada en plena plaza Virgen del Coro, frontera del tumulto y el trasiego de los turistas que hormiguean por la Parte Antigua. “Se fundó en 1924 y este edificio se denomina la Casa de los Holandeses que era el lugar que utilizaban los barcos holandeses que llegaban al puerto de San Sebastián. Podría ser el edificio civil más antiguo de la ciudad, después de las iglesias de San Vicente y Santa María, porque en 1813 se libraron de un gran incendio”, explica su presidente Alberto López Blanco. Alberto y Eduardo son dos de los 236 socios, de los cuales 18 son honorarios (con más de 70 años de edad y más de 30 como socios). Desde sus ventanales, Aizepe se precia de ser la única que otorga una magnífica vista de La Concha.
A votación
De todos es sabido (y discutido) que si eres fémina no ha lugar al ingreso. Y si eres varón has de contar con padrino que te avale e interceda por tu candidatura. Cada junta directiva se reúne para debatir y votar sobre la acogida (o no) del nuevo socio, por aquello de si tuviera alguna cuenta pendiente, disputa o enemistad manifiesta con otro asociado que hiciera aflorar discusiones que “nos den la comida”. De no haber problema, el socio paga un ingreso de alrededor de 1.000 euros, que se completa con unos 250 euros anuales, de los cuales unos 40 son de consumición obligada en vales o bonos de la sociedad. Una vez ungido, el nuevo socio dispondrá de la llave para entrar y salir a voluntad. Podrá llevar el género comprado en el mercado, cocinarlo, valerse de utensilios y vajilla, aceite, sal y conservas, invitar a los amigos, y disfrutar con ellos de bodega y salones. El abono de las bebidas (ya informatizado a través de un datáfono y de un software presente en cada local) se realiza sin otro control que la conciencia y la honestidad del propio socio. Para mayor exactitud en el conteo, las bebidas espirituosas se piden a las distribuidores en formato miniatura, porque la botellita monodosis no conlleva error a la hora de arquear caja. “Nos llaman desde muchos lugares de España para que les pasemos nuestros estatutos, porque quieren reproducir este modelo, pero luego no funciona, no va, hay algo que no...”, señalan desde Gaztelupe. La bonhomía, la mística, el aroma de los lugares no se calca.