A fuerza de voluntad

Alejandro Fernández, pionero en Ribera del Duero

Martes, 02 de Octubre de 2012

Ha edificado una sólida carrera sin otra ayuda que una fe ciega en sí mismo. Pionero en Ribera del Duero y personaje esencial para entender la evolución de los tintos españoles, Alejandro Fernández convierte la perseverancia en credo. Juan Manuel Ruiz Casado

La imagen se conserva en el álbum familiar de los vinos españoles. Más sencilla, pero también más entrañable y cercana, que el resto de imágenes que llegaron luego: las botellas de Pingus tal vez perdidas en el fondo del océano, la resaca de puntos Parker (los famosos cien), la faraónica Ciudad del Vino de Gehry en Elciego… La imagen es anterior y está en la retina de todos, y en ella aparece Alejandro Fernández con la botella de Pesquera bajo el brazo caminando por las calles de Nueva York o por las de Vancouver y dispuesto a descorcharla en cualquier momento y en cualquier circunstancia: después de un Pétrus, por qué no, “una vez comiendo con Julio Iglesias en un restaurante; abrimos un Pesquera que yo tenía guardado en el coche y estaba de verdad fantástico, y yo le dije a Julio Iglesias: ves que poco a poco vamos dejando atrás al Pétrus”, explica el propio Alejandro Fernández, con su sonrisa de niño travieso; o en la habitación de un hotel de París, en aquellos primeros viajes iniciáticos a la conquista de los mercados donde el presupuesto no daba para más gasto que el de las suelas de los zapatos: “me iba en la línea Burgos-París; mi mujer me preparaba una fuente de lechazo y yo cogía un garrafón, y comíamos allí, en el tren, daba a probar mi vino a los viajeros que estuvieran cerca y lo que quedaba me lo subía al hotel y durante esos días era nuestro sustento”…

 

La socorrida imagen de Pesquera –así, con el nombre de su vino, se suele aludir a Alejandro Fernández, persona y obra reveladoramente fundidas en un solo concepto– encierra tal cantidad de vivencias y anécdotas, de idas y venidas, que con ella pasa como con esas obras del arte visual a las que los ojos no se acostumbran hasta que llevan un rato mirándolas. Tiene demasiadas perspectivas, demasiadas caras, y todas reclaman la misma atención del espectador. La instantánea resume el carácter de una persona y su particular trayectoria empresarial, por supuesto; pero también nos habla de un tiempo y de un país (España a caballo entre las décadas de los setenta y los ochenta), y nos muestra el estado de un sector, el de los vinos españoles, cuya transformación comenzó a forjarse, precisamente, con los primeros pasos de Alejandro Fernández a través del mundo. Esto ni siquiera los más envidiosos, que de todo hay en las viñas del Señor, se atreven a negárselo. Había nacido en Pesquera de Duero en 1932 y no hablaba idiomas, pero le sobraba voluntad y, como todo el mundo sabe, siempre llevaba una botella de vino consigo y la ofrecía cada vez que tenía ocasión.

 

La brújula de la intuición

La vida de Alejandro Fernández, su ir y venir de un oficio a otro hasta afirmarse como vinicultor de una Ribera del Duero muy distinta a la que hoy conocemos, se alimenta de una inquebrantable confianza en sí mismo. Tras haber trabajado en la agricultura y haber montado un taller de carpintería (hizo los bancos de la iglesia de Pesquera, de lo que se siente muy orgulloso), el futuro vinicultor se enzarza en la invención de una serie de máquinas agrícolas –una para expulsar paja, otra para recolectar remolacha– que le dan tantas satisfacciones como quebraderos de cabeza. “De las primeras cincuenta máquinas de remolacha que hice, no vendí ninguna”, aclara, asombrado él mismo de haber salido vivo de aquella difícil situación. Son estos devaneos del ingenio, concretados en la puesta en marcha de una fábrica que compraba hierro en Bilbao y llegó a contar con una docena de trabajadores, los que iban a ser decisivos para su definitiva entrada en la actividad vinícola. Merece la pena escuchar al propio Alejandro cuando hace memoria de esos años en los que lo último que se le hubiera ocurrido a un empresario sensato era invertir en viñedo y en la posterior construcción de una bodega a orillas del Duero. “Yo tenía esa ilusión de las viñas que se me había vuelto un poco obsesiva. Había hecho vino para la familia, siguiendo la tradición, y me gustaba haber oído alguna vez que el que yo hacía era mejor que otros vinos. No sé, tenía ahí esos recuerdos grabados. Dejé las máquinas y con los dineros que había ahorrado compré viñas y levanté la bodega de Pesquera. La gente se reía. Se reían por cualquier cosa. Creían que con el trasiego se estropeaba el vino y se burlaban porque, como por entonces las bodegas eran subterráneas, decían: ‘¿cómo va a salirle buen vino en una nave?’ Pero a mí me daba igual. Yo iba a lo mío. En 1973 hice mi primera cosecha, que saqué al mercado dos años más tarde y que yo mismo me preocupé de vender en Madrid o donde fue necesario…”.

 

Aunque él no quiera entrar en el debate, conviene resaltar que el contexto empresarial de las bodegas del Duero era desalentador en esos años. Un mito (Vega Sicilia) y unas pocas y honrosas excepciones (Protos, como botón de muestra) difícilmente podían paliar un escenario determinado por los “claretes oscuros” y la paulatina sustitución de viñedos por cultivos más rentables como la remolacha. Hubo que esperar hasta el año 1982 para que se produjera la definitiva constitución de la D.O. Ribera del Duero. Se habla a menudo del milagro de los vinos del Somontano o del Priorato (y no digamos de Jumilla y del Bierzo) como ejemplos de un crecimiento exitoso en poco tiempo. Seguramente porque la Ribera llegó a ser más poderosa y parece que ese poder le ha correspondido desde siempre, se suele obviar que el caso de las bodegas de Aranda, de Peñafiel o de Roa es todavía más paradigmático de ese vértigo industrial. Pero diez años antes de que se aprobara la flamante D.O., Pesquera ya estaba allí. Este margen de anticipación iba a procurar a los vinos de Alejandro Fernández una valiosa ventaja con respecto a importantes competidores que llegaron más tarde, en parte beneficiándose del propio efecto Pesquera y, claro está, aceptando y soportando como podían su supremacía. El Tinto Pesquera se volvió omnipresente. No había mesón, taberna ilustrada, casa de comidas o restaurante (casi no lo hay actualmente, a pesar del crecimiento exponencial de la oferta) que no alardeara de contar con el nuevo talismán de la calidad en su lista de atractivos. Lejos de representar un capricho inalcanzable, los Pesquera se proponían como una especie de lujo democrático que despertaba el interés por la novedad de los grandes bebedores de vino (todos ricos, ninguno tonto: Latour, Lafite, Mouton, Vega…) y el de las clases medias con ciertas pretensiones de notoriedad.

 

La ya referida envidia y unos cuantos malentendidos, en parte motivados por declaraciones más o menos polémicas del propio Alejandro Fernández, a veces se dan la mano para provocar curiosos casos de amnesia. Suele olvidarse, por ejemplo, que Pesquera figura entre los vinos que se adelantaron en llamar la atención de Robert Parker (concretamente, el Tinto Pesquera de la añada 1982) gracias a la sagacidad de una pareja de distribuidores, que entendió que el estilo rotundo de esos tintos se ajustaba bien a los gustos estadounidenses. Poco después, el incansable viajero y vendedor de vinos Alejandro Fernández coincidió con Parker en Aspen, con motivo de una feria vinícola. “Me dijo que yo era el único bodeguero del mundo al que había dado 98 puntos sin que tuvieran consecuencias en el precio del vino. Le sorprendía que no los hubiera subido. Yo le di las gracias por los puntos y le transmití que mi mentalidad era otra, que mis aspiraciones consistían en lograr que cualquier persona pudiera hacer el bautizo de su hijo con un Pesquera. Porque eso es lo que me ha dado a mí la fama y lo que me ha hecho publicidad. Más que Parker, mis propios clientes, que me conocen y saben que yo nunca he engañado a nadie”.

 

El autor y su obra

El estilo de los Pesquera supuso un verdadero golpe de autoridad en la adormecida escena vinícola de mediados de los setenta y principios de los ochenta. Fue el primer paso de un largo camino que, al cabo de los años, acabaría provocando la severa revisión de todos los elementos que resultan necesarios para elaborar y para vender vinos. Ambas facetas, elaboración y venta, confluyen desde el principio en el currículum vinícola de Alejandro Fernández. La novedad del estilo, el cambio del gusto, los nuevos aromas y sabores de sus vinos, fueron tan decisivos como el alto grado de implicación que su autor demostraba a la hora de distribuirlos y venderlos. Pesquera vendía botellas de tinto, pero también una imagen de compromiso, de esfuerzo, de trabajo y de entrega que, personalizada en sí mismo, todavía hoy constituye todo un modelo y un desafío para las más modernas y exitosas concepciones de marketing del planeta. Entre los ingredientes de esta receta, de nuevo sorprende el peso de lo intuitivo y lo espontáneo, valores que, sumados a un discurso claro, tajante e inasequible a los cambios de opinión (“ningún vino mío le ha dado dolor de cabeza a nadie”, no se ha cansado de repetir el creador de Pesquera), han fortalecido los vínculos afectivos de Alejandro Fernández con su público.

 

Pero, ¿cómo eran aquellos primeros vinos? A juzgar por quienes los bebieron y los recuerdan, y por lo que puede deducirse si se toman hoy, tras décadas de botella, el estilo de los Pesquera sorprendió por su robustez y su contenido tánico, tintos sólidos, llenos de color y con una expresión aromática apoyada en el protagonismo de la fruta. Este conjunto de rasgos discrepaba de la delgadez y la fatiga que acusaba la práctica totalidad de la oferta vinícola de entonces, los riojas de antes de la revolución –por decirlo así– y su legión de imitadores, vinos con escasa capa de color y muy marcados por los largos periodos de crianza a los que eran sometidos. Curiosamente, al referirse a estas cuestiones, el autor de los cambios resta importancia a estas novedades. “Yo procuraba hacer vinos como los había visto hacer en Pesquera de Duero, que tradicionalmente eran más recios y fuertes que en otros lugares”, se sincera Alejandro. “Pero eso sí, mi preocupación desde un primer momento fueron las uvas. Recuerdo que por entonces se comentaba que con cualquier uva se podía hacer buen vino y yo no estaba de acuerdo con esto. Yo buscaba las mejores. Puedo decir alto y claro que en mi casa no he mandado yo, ni mi mujer ni mis hijas, que en mi casa han mandado las uvas”.

 

Abrir un viejo Pesquera, o alguna añada longeva de cualquiera de las bodegas que hoy componen el grupo (Condado de Haza, también en Pesquera de Duero; Dehesa La Granja en la provincia de Zamora y El Vínculo en La Mancha), es un excitante ejercicio sensorial. Lo saben bien quienes han tenido la fortuna de participar en las catas verticales que el propio Alejandro ha organizado para demostrar algo que le viene obsesionando desde hace tiempo y que le da muchos motivos de orgullo: la capacidad de sus vinos para resistir el paso del tiempo. Como los grandes clásicos, con los años los vinos de Pesquera pueden alcanzar una elegancia fuera de lo común. Toda la fuerza torrencial que contienen recién embotellados se amansa y reduce creando conjuntos aromáticos en los que sorprende tanto la viveza como los matices delicados. Acidez y complejidad. El magnífico comportamiento de los vinos en esas catas profesionales, donde se han llegado a abrir los Pesquera de los primeros años para dejar boquiabiertos a más de uno, avala el próximo relanzamiento de Dehesa La Granja 14 o, lo que es lo mismo, unas doce mil botellas del tinto de la añada 1998 con el que Alejandro Fernández inauguró la producción de su nueva bodega de Vadillo de La Guareña (Zamora). Un lujo y una apuesta que hoy pueden permitirse muy pocas bodegas del mundo.

 

Genio y figura

A mediados de los setenta se elaboraban alrededor de treinta mil botellas de Pesquera. Hoy las cuatro bodegas del grupo suman un total de dos millones de unidades. Según nos cuenta Agustín Goytre, responsable comercial de una casa que no ha perdido su carácter familiar (las hijas de Alejandro y de Esperanza –Eva, Maricruz, Olga y Lucía– desempeñan hoy puestos de responsabilidad), la mitad de la producción se vende en el mercado exterior, con Alemania y Estados Unidos como principales receptores. “Hay una frase de Alejandro” –dice Goytre– “que explica muy bien nuestra estrategia exportadora: nosotros vendemos vino en todos los países civilizados, es decir, en todos aquellos en los que la gente bebe vino”.

 

Al tiempo que el nombre de Pesquera ha ido conquistando territorios y abriendo nuevas bodegas (con vinos en ocasiones soberbios, como atestigua El Vínculo Paraje La Golosa 2002, por ejemplo, un tinto de exquisita complejidad), la figura de Alejandro Fernández ha ido acentuando los rasgos de carácter que empezaron a darle fama hace casi cuarenta años. “Alejandro” –por reflejar la definición que de él nos da Agustín Goytre– “es un trabajador por antonomasia. Un hombre que tiene un tesón formidable y que ha estado y está muy convencido de lo que hace”. Tanto que en una visita a Château Lafite, y tras la cata de algunas muestras, el creador de Pesquera no encontró ningún vino que estuviera a la altura de su tinto de 1986, excepción hecha de un Château Lafite de 1961, “el mejor vino que yo he tomado en mi vida”, y cuya parecida excelencia, según cuenta, encontró en un mágnum de 1975 descorchado en unas navidades recientes. Mágnum de Pesquera, por supuesto. Alejandro, genio y figura.

 

La primera vez que visitó el Club Vinoselección, cuyos socios adquieren y coleccionan vinos de Alejandro Fernández, el desencuentro no pudo ser más evidente. “Me dijeron que mi vino no les interesaba y que tendría problemas para venderlo porque no iba a gustar a nadie. Bueno, pensé, por ahora tengo tres clientes y vino para abastecer a uno solo. Ya vendréis vosotros a buscarme más adelante”. No se equivocó. A lo largo de treinta años, se dice pronto, la relación con el Club, inaugurada con aquel mítico Pesquera de 1984, ha persistido con una constante vocación renovadora, y afianzada por nuevos vinos e incluso elaboraciones hechas exprofeso para el Club.

 

Resulta curioso que en estos años de modernidad y transformación sin tregua, la empatía de Alejandro Fernández, su capacidad de convocatoria, no haya perdido un ápice de fuerza. Más bien da la impresión de que su carisma ha aumentado con el paso del tiempo. La clave tal vez haya estado en que a Alejandro Fernández la modernidad (sea lo que fuere la modernidad), sus demandas y sus discursos, le han entrado por un oído y le han salido por el otro. Cuanta más flexibilidad y adaptación a las tendencias se ha exigido, más parece haberse afirmado él en su tesón y en su tozudez (a veces abrupta, otras veces tierna), en esa clase de espontaneidad natural y en ese decir lo que uno piensa y siente sin miedo al ridículo. Él mismo lo explica así: “yo creo que caigo bien a la gente porque, por ejemplo, si cojo un vino y lo huelo y después lo bebo, yo no digo al hablar de él esto huele a frutas o a flores, y tiene tal color oscuro o lo que sea… Yo digo: este vino huele bien, está limpio y está bueno. Esto está cojonudo y se acabó… Y a la gente estas cosas se le quedan grabadas, porque sabe que has dicho lo que sientes de verdad, lo que llevas dentro”.  Acaba de cumplir ochenta años.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.