PAGOS SIN PEGAS (Quintana del Pidio)
Cuando se hablaba de vino en los comienzos de los años sesenta del siglo pasado, era para deteriorar intencionadamente el perfil de alguna persona aficionada a beberlo. Si tenía más méritos personales, se le tildaba de “borrachín” y si no le adornaban otras habilidades, directamente se le llamaba “borrachuzo”. Sir Cámara
Me crié rodeado de levantadores de vidrio, que decía un señor de Irún que me puso en la pista de lo que se podía hacer en el plano artístico con un lapicero y una mano. Era esa época en la que todo lo querían de plástico como un signo de una modernidad que no entendíamos ni viéndola avanzar despacito en la recién nacida TVE.
Como muestra sirve una botella de plástico verde con tapón blanco estriado y forma de bolo, nada relacionado con Toledo, con la que me mandaban a la bodega a por vino para la cena. Y esto lo hacían los borrachines/borrachuzos que luego ponían pegas a beber, obviamente lo suyo, en un vaso de plástico.
Pasó el tiempo y el vino se convirtió en un vehículo de comunicación social que servía para disfrutar, aprender y tapar carencias de personalidad en los ciudadanos de más locuacidad que repetían lo que oían a los que de esto sabían. Se reinventó la geografía con la disculpa de las denominaciones de origen. La Rioja, el Penedés, el Priorato, Valdepeñas, la Ribera del Duero… Sólo nos faltaba hacer los deberes bien para no quedar atrás en las tertulias ilustradas. Ahora se trataba de dotar de contenido nuestras preferencias identificando la composición varietal de cada vino. Por razones de veteranía y prioridad, aprendimos que un vino con Tempranillo, Garnacha, Mazuelo y Graciano era un Rioja, básicamente; hasta que las diversas Riojas nos aportaron más matices.
Lo mismo ocurrió con los inconfundibles vinos de Jumilla. Un sabor, un color y un aroma que sólo podía aportar la uva Monastrell, que también asoma en la composición varietal de algunos vinos catalanes del Penedés y de la denominación Costers del Sègre.
Creíamos haber llegado, creíamos que ya lo teníamos todo más o menos controlado, cuando a nuestras emociones llegaron los vinos de la Ribera del Duero. Otro vino monovarietal, hecho con uva Tinta de País o Tempranillo exclusivamente. Si es cierto que un vino tiene padre y madre, enólogo y bodeguero, en Quintana del Pidio, Burgos, encontré un vino de esos que tienen, además, hermanos mayores responsables y familiares que han cuidado el desarrollo de su vino, Pagos de Quintana. Me gustó hace dos décadas largas, cuando lo descubrí en Bodegas del Campo, su casa, y lo he vuelto a catar de nuevo el otro día en una cena de amigos. ¿Y cuál es el misterio, se preguntarán? Pues el misterio es algo inexplicable que, al menos para mí, escapa de los planteamientos actuales. Es un vino ex-ce- len-te, como siempre lo fue, y que no necesita recurrir al gastado tópico de vinazo para darle dimensión. Han pasado 22 años, creo recordar desde que lo conocí, y está igual o mejor.
Un fenómeno inusual que se produce en unos momentos en los que se ponen en circulación vinos riojanos y de otras denominaciones elaborados con un cien por cien de uva Tempranillo. Otros muchos vinos de los que guardaba gratos recuerdos palatinos, desaparecieron o se malograron al primer retoque fiscal o no supieron sobrevivir a las pretensiones modernistas de un nuevo enólogo.
Y estas cosas, años después, te alegran y te reconcilian con el sector. Muy especialmente si eres un simple apasionado que jamás fue abducido por los duendes del bosque que te dan la paliza al oído con la literatura fantástica de los frutos rojos, el regaliz, la canela, los sabores afrutados… Siempre que no sean ni de kiwi ni de melón, que el vino, parece que lo hemos olvidado, debe saber a uvas.
Pues eso.
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