Adiós bombín, adiós

Después de una meditación profunda he dejado de ser un british, renuncio a ser un afrancesado y me he visto aquejado de un agudo ataque de patriotismo. José Manuel Vilabella
“¡Viva España!”, grito enardecido a las masas y, como vivo solo, me contesto a mí mismo: “¡Viva, caramba, viva!”. Por educación, por idioma –mi inglés es el de un perfecto gentleman– y por puro anarquismo me gustaban los ingleses y su forma de vivir. Eso de conducir por la izquierda, su sentido del humor, su estoicismo y ese ligero tartamudeo que tienen los británicos bien educados, con los que yo convivía en mis largas estancias en Londres, me habían convertido en un anglófilo casi profesional, en un mediopensionista de la cultura insular. Amaba el té de las cinco e, incluso, me había acostumbrado al repugnante pastel de hígado. Todo eso se ha acabado. He dejado para siempre en el perchero mi bombín (mi bombín imaginario) y me pongo los calzoncillos largos, prenda que todo español bien nacido debe llevar en el alma como seña de identidad de nuestra idiosincrasia y rusticidad. ¿Por qué regreso a España después de largas décadas de ausencia espiritual? Primero porque soy un contreras, un insumiso, un tocapelotillas, y segundo porque España me necesita. Quiero estar en España y hartarme de tortilla de patata ahora que nuestros mejores cerebros se van a investigar a USA, los licenciados en semíticas huyen para ser camareros en París, el dinero de los corruptos y ricachos se refugia en los paraísos fiscales, Cataluña y el País Vasco pretenden darse el piro, yo, que me repugnan los patriotas, me desdigo de todo lo dicho y me apunto al himno, la bandera, el patriotismo y el patrioterismo. Ea, aquí estoy y aviso: no pienso moverme.
He dejado de ser un british por el dichoso brexit. Por la mezquindad que ese acto insolidario representa. Podría haberme ido a Francia que, oiga, es un país que está muy bien. Nada ocurre en el universo hasta que Francia le da el visto bueno, hasta que no lo reconoce y lo adopta. Han redescubierto lo importante y lo anodino, el restaurante y la revolución, el humor gráfico y la libertad. Lo francés le da sentido a la solemnidad, una anécdota en Madrid es una categoría en París, un huracán en Haití es una ventolera en Versalles. El terrorismo, que es una tragedia ocurra donde ocurra, en Francia es más simbólico, más atroz, más pavoroso. Francia fue durante años la patria de los que detestamos el patriotismo, el refugio de los apátridas y de los artistas, de los pensadores y de los científicos. Lo chic, lo mono, lo elegante, lo gracioso viene siempre de Francia. La cocina francesa es patrimonio de la Humanidad y un chef francés jamás pierde los modales. Ahora que todas las guías gastronómicas languidecen, la Michelin se hace más grande, se valora como nunca, es la superviviente de las guías, es un náufrago en la sopa. ¿Por qué entonces no me marcho a Francia, a París? Acaso porque Francia es menos Francia que nunca. Porque Francia ha dejado de ser francesa y las derechas se hacen extremas y hay señores, qué horror, que dicen que no hay que confundir la libertad con el libertinaje.
Siempre he vivido aquí, pero mi mente estaba en otra parte. He sido ciudadano del mundo sin moverme de una aldea, un paisaje, una rutina, una tristeza. Pero ahora, por primera vez, mi mente y lo que queda de mi cuerpo maltrecho coinciden y están en el mismo sitio, en España. La despedida es triste pero irremediable: Adiós bombín, adiós.
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