El tiempo puede esperar

González Byass

Viernes, 20 de Julio de 2012

Es la bodega más conocida de Jerez y una de las más visitadas del mundo. En González Byass, cada rincón tiene su historia. A esta riqueza cultural se suma un catálogo de vinos que parecen engrandecerse con el paso del tiempo. Juan Manuel Ruiz Casado

Uno camina por González Byass como si fuera la primera vez que lo hace. Da igual que se haya visitado antes la bodega, incluso en unas cuantas ocasiones, y que durante esas visitas alguien le haya explicado las razones que han hecho posible ese mundo abigarrado y riguroso de calles, jardines, montañas de botas de vino y obras de arte que surge a poca distancia de la catedral de Jerez. Uno pasea por allí admirado por cómo cada pieza ha ido dando forma al conjunto, ocupando un espacio que nos parece tan natural que difícilmente podríamos imaginarnos la bodega La Concha o Los Apóstoles en otros sitios, ni la calle Ciegos mirando hacia otro lado. Están ahí, en el lugar que les corresponde, aguardando a que pasen sus admiradores subidos al trenecito y sientan el mismo grado de emoción que la primera vez. Algunos turistas tienen por costumbre visitar cada año la que desde hace tiempo ostenta la vitola de ser la bodega más famosa de Jerez, lo que es mucho decir si se tiene en cuenta el nivel de la competencia.

 

Sobre todo en los meses de abril y mayo, la visita a González Byass constituye un ejercicio voluptuoso. La intensa luminosidad del exterior, proyectada en paredes de cal, alterna con el ambiente entre húmedo y sombrío del interior de las bodegas, generando contrastes visuales que parecen ideados para gobernar la atención de los visitantes. Es posible que ninguna otra bodega del mundo reúna tantos espacios reclamando a la vez ser observados con el debido tiempo, tal cúmulo de detalles, anécdotas, curiosidades y, en fin, tantas historias que exigen permanecer en el recuerdo. Quizá sea esta afición a la memoria la que ha hecho de este puñado de edificios un lugar diferente. Todo lo que hay en él es fruto del orgullo que cada nueva generación ha sentido por sus antecesores, por sus éxitos y desventuras.

 

La especie de mitomanía que todavía hoy genera el fundador de la casa, Manuel María González Ángel, duendecillo del tiempo que parece andar por todas partes poniendo oído a lo que dicen de él, es reveladora de este respeto al pasado. Su mejor expresión se encuentra en el llamado Cuarto de Muestras, un rincón de fuerte carga simbólica, lleno de moho y alguna telaraña, donde sobre una vieja mesa se exhiben las botellas en las que el fundador iba mezclando los vinos para sus distintos clientes. Esta habitación de trabajo está así desde que el hombre falleció, intacta y entrañable, y así esperamos que siga la próxima vez que volvamos a la bodega. Quien la ha visto sabe que sin duda es un lugar muy especial, pues a la vez que nos regala una preciosa imagen del tiempo, nos recuerda que esto ha sido y es, fundamentalmente, un negocio. Un negocio que consiste en hacer vinos y venderlos donde sea posible. El museo llegó después.

 

La frágil dureza de los jereces
Las prisas y la falta de conocimiento, las dificultades para encontrarles un lugar en la mesa y el triunfo de los productos ligeros e intrascendentes, la poca iniciativa de las bodegas y su querencia por dormirse en los laureles, el alto coste de elaboración y la escasa rentabilidad de los vinos… Los argumentos, de tan manidos, se han convertido en tópicos. Desde hace años, desde mucho antes de que llegara la prima de riesgo, Jerez está en crisis. Los insuperables amontillados, los olorosos y palo cortados son animales en peligro de extinción. Su vida está condenada a los límites del gueto de los entendidos y los iniciados, y a obtener importantes galardones en los concursos vinícolas internacionales, triunfos cuyo mérito no se acaba de resaltar lo suficiente y que, en cualquier caso, tienen pocas consecuencias en la perspectiva cortoplacista de las cuentas de resultados. Pero una mirada algo más amplia nos invita a relativizar esta panorámica pesimista con la que a menudo se pretende abarcar el difícil mundo de los jereces.

 

Cuando uno se asoma a la historia de estos vinos, aprende que ni en sus períodos de máximo esplendor comercial se vieron libres de la sombra del fracaso. La vida de los jereces, su ir y venir por el mundo, parece determinada por una condición frágil. A pesar del temprano éxito que obtuvo el joven e impetuoso Manuel María González con su empresa de vinos (comenzó exportando una bota en 1835 y tres años más tarde sus ventas alcanzaban las 266 unidades), tanto él como sus sucesores padecieron los efectos de esa fragilidad empresarial. El poco capital del muchacho, compensado, eso sí, por la inquebrantable voluntad de hacerse rico, y unos cuantos reveses del destino zancadillearon el negocio y amenazaron con derribarlo.

 

Algunas cartas del fundador, recogidas en el libro que le dedica Begoña García González-Gordon (quinta generación de la familia), nos informan de sus preocupaciones y sus miedos incluso en momentos en los que las cosas parecían irle bien. Era un hombre de una firmeza y de una decisión sin tregua, pero los tropiezos no se olvidan con facilidad: la retirada imprevista de uno de los socios, Francisco Gutiérrez Agüera, a los pocos años de su fundación; las cordialmente difíciles relaciones con el distribuidor inglés Robert Blake Byass (el adinerado patriarca de los “Byass”, cuyo nombre acabará quedando en el de la empresa aunque en la actualidad la familia Byass no tiene nada que ver con ella); la muerte décadas más tarde de Juan Bautista Dubosc, socio y amigo de Manuel María, y un profesional infatigable de la venta de jereces en Londres; los caprichos del mercado… Pocos vinos han sido tan esclavos de la voluntad indescifrable de eso que llaman mercados. En 1842, apenas siete años tras su fundación, la empresa consigue vender cerca de dos mil botas de esos vinos que se clasificaban por su color (pale, gold, brown) y que gozaban o disfrutaban, según la época y el momento, una especie de anglomanía dependiente. Casi veinte años después, hacia 1860, el negocio conoce una de sus rachas más favorables y registra índices de exportación que suponen el 2 por ciento de la facturación total del país. Y en 1873, año de la proclamación de la Primera República, los resultados todavía se mejoran (se exportan casi diez mil ochocientas botas) en lo que fue la traca final de un prolongado periodo de éxitos interrumpido por un bache que se recuerda como el más dañino de la historia de la compañía.

 

La referida anglomanía ha provocado numerosos vaivenes en las estrategias comerciales de los vendedores de los jereces a lo largo de la historia. Cada vez que el mercado inglés daba la espalda a esos vinos, o no los consumía con el adecuado fervor, los agentes comerciales jerezanos dirigían sus redes hacia otros países europeos. El fundador de la empresa –que durante un tiempo se llamó González Dubosc– llegó a llevar vino a India y a Filipinas. Infieles por naturaleza, los marchantes ponen todo su cariño allí donde saben que la seducción tiene posibilidades de abrirse camino. Suele decirse que los elaboradores de jereces debían haber hecho algo por conquistar el mercado español, por crear en él una base amplia de adeptos que paliara las etapas de caída del comercio inglés. Pero estas recomendaciones parten de una concepción ingenua de los mercados, entendidos como estructuras capaces de tener memoria y guardar afectos, no como las abstracciones sin alma que ya sabemos que son. Dioses sin escrúpulos. Nos guste o no, la anglomanía definió un modelo empresarial que hubiera sido otro sin toda esa retahíla de acuerdos, alianzas, matrimonios, ocios y negocios que se tejieron entre ingleses y gaditanos partidarios del liberalismo y de la senda constitucional, del vestir elegante y de la modernización del país a lo largo del siglo XIX. Fue un tiempo heroico en el que con un poco de suerte y mucho afán uno podía hacerse de oro a partir de diez barricas de vino.

 

Ortodoxia y flexibilidad
En busca de nuevos cauces de desarrollo, desde hace años se viene hablando de ciertas propuestas de consumo para los jereces que a unos resultan poco menos que sacrílegas y a otros casi el único remedio efectivo para sacar a estos vinos del supuesto letargo en el que viven. De la misma manera que determinados whiskys y tipos de ron mezclan con refrescos de cola, naranja o limón, obteniendo así excelentes índices de ventas, ¿por qué no probar con amontillados u olorosos? ¿Por qué no va poder tomarse un oloroso con coca-cola, pongamos por caso? No puede decirse que la idea haya prosperado mucho en este tiempo pero en cualquier caso es indicativa de una nueva mentalidad, más desprejuiciada y menos devota de los sagrados altares jerezanos de otras épocas.

 

Mientras tanto, y como se encarga de recordarnos Mauricio González-Gordon, actual presidente de González Byass, “nunca se han bebido jereces de tanta calidad como los de ahora”. La obsesión por el cuidado y la higiene de las bodegas, la calidad de las uvas (circunstancia cada vez más ligada a resultados satisfactorios) o la constante reparación y limpieza de las botas que guardan los vinos, entre otros motivos, han incrementado el prestigio de los grandes jereces. Hombre de palabras e ideas serenas, y de una cordialidad poco frecuente (los empleados de la bodega lo saludan casi como a un miembro más de la empresa y él corresponde con una sonrisa amable y, hasta donde pudimos ver, llamando a cada uno por su nombre), González-Gordon aboga por una estrategia que, sin hacerse trampas aparentes, conjuga la ortodoxia con la flexibilidad. “Nuestra tarea sigue estando” –explica– “en generar recursos para llegar a las nuevas generaciones. Somos conscientes de que Jerez tiene difícil crecer en términos de volumen pero todavía puede crecer mucho en valor. No hay un vino que haya mantenido una vocación tan internacional (exporta el 80 por ciento de lo que produce) y que todavía no haya agotado sus posibilidades de desarrollo. Pensamos que el reto pasa ahora por sentar al jerez en la mesa, donde puede exhibir su riqueza aromática y gustativa, su capacidad de adaptación a muchos platos distintos. Nosotros acabamos de lanzar una serie de recomendaciones y sugerencias de maridaje con distintas cocinas del mundo. Hemos logrado mil ochocientas combinaciones. Y, por supuesto, con nuestros vinos servidos en copa alta, para remarcar su carácter versátil, su capacidad de vivir más allá del espacio del aperitivo”.

 

La flexibilidad de quien reconoce que, “en verano”, el Tío Pepe mezclado con tónica “puede ser un buen sustituto de la cerveza”, se vuelve rigurosamente ortodoxa cuando habla de esas “joyas enológicas” que esperan ver la luz del mercado tras casi una eternidad en el interior de una bota. Si de las palabras de Mauricio González-Gordon dependiera, podemos estar seguros de que la calidad de los viejos jereces, esos vinos que superan los veinte y los treinta años de vida y se atreven a desafiar las leyes del tiempo una vez embotellados, puede incluso engrandecerse en el futuro. La apuesta de la firma por productos singulares como el fino Tío Pepe en Rama (es decir sin filtrar, “como si lo tomáramos directamente sacado de la bota en la bodega”, según nos explica el enólogo Antonio Flores) o el sorprendente Fino 3 Palmas (un fino con rasgos de amontillado y una vejez aproximada de más de diez años: un prodigio cuya rareza solo puede entenderse probándolo) corroboran la firmeza con que en González Byass están dispuestos a privilegiar el fondo de armario de sus bodegas. Esas obras de la paciencia y el pausado correr del tiempo que vienen distinguiendo a Jerez como una inagotable fuente de experiencias sensoriales.

 

El tío de todos nosotros      
Como todos los miembros de su familia, el actual presidente de la empresa, un economista que nunca pensó en desempeñar la tarea que el destino acabó encomendándole (“mi padre se preocupó” –dice Mauricio– “de no alimentar en mí ese tipo de vanidades”), fue instruido desde pequeño en la persona entrañable de un tío llamado Pepe que preside, con su particular chaquetilla, su sombrero y su guitarra, la Puerta del Sol de Madrid. El conocido anuncio luminoso en el corazón de la capital acabó por convertir la imagen estilizada del fino Tío Pepe no solo en la marca emblemática de la bodega de Jerez sino, además, en una especie de expresión pop-cañí cuyo reluciente brillo mediático no ha sido igualado por ninguna otra marca de bebidas. Los González Byass (hoy son 130 los accionistas familiares repartidos entre la cuarta –22–, la quinta –58– y la sexta –5– generaciones) pueden seguir quedándose, si quieren, con los magros beneficios que esta suerte de talismán vinícola continuará ofreciendo, pero Tío Pepe es de todos nosotros. Pertenece al imaginario colectivo y forma parte de la cultura popular. Lo que empezó siendo un sencillo homenaje del fundador de la compañía a su tío José María por haberlo guiado durante los primeros balbuceos empresariales, ha terminado por adquirir una suerte de valores simbólicos que nos hablan de fiesta, salero y alegría, de jarana y olé, de ganas de pasar un rato despreocupado junto a una botella de vino que, conviene no olvidarlo, se elabora observando estrictas pautas enológicas.

 

Una fotografía de 1961 nos muestra al pintor Picasso en su estudio de Vallauris emocionado y sonriente ante una botella de Tío Pepe vestida de torero, con su traje de luces impoluto y su montera a modo de tapón. Con el tiempo el valor de ese icono y su reconocible estética, perfilada desde 1935, contribuiría a formar la red social que ha sido y sigue siendo González Byass, un imán poderoso de cuya atracción no ha podido librarse ninguna personalidad más o menos reconocida que haya rondado por la provincia de Cádiz. Nos cuentan que la hija del expresidente de EE. UU. Bill Clinton, Chelsea, quiso pasar desapercibida y, como cualquier hija de vecina, pagó su entrada y se dispuso a hacer la visita con unas amigas. Alguien la cazó, claro, y fue invitada a hacer lo que todo aquel que desee pasar a la posteridad del museo jerezano no debe dejar de hacer siempre que se lo permitan: firmar una bota de vino con una tiza. Lo han hecho Vargas Llosa, Paco de Lucía, Omar Shariff, la reina Isabel II (la de los tristes destinos, según el famoso episodio nacional de Galdós), Lola Flores, Alberti, Severo Ochoa, Sara Montiel, Carmen Sevilla… Las pintorescas botas firmadas, sobre las que los turistas se detienen en busca de personajes conocidos, han logrado el más difícil todavía de hacer coincidir en una misma sala a Lana Turner y a José María Pemán. Todo sacrificio es poco para la ampliación de esta prestigiosa red de viajeros ilustres construida con materiales humildes: una tiza, unas botas de vino viejas y unas infinitas ganas de perdurar.    

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