La cocina cursi

Domingo, 25 de Junio de 2017

La vocación de la cocina de vanguardia es la finura, la exquisitez; tiende a lo sublime y en ocasiones, ay, cae en la cursilería y el manierismo. José Manuel Vilabella

¿Que quiénes son los chefs más sublimes de nuestra vanguardia cocineril? Sin duda, Andoni Aduriz y Quique Dacosta. Con ellos se agota el cupo de lo sublime de la coquinaria española. Dos son suficientes, incluso necesarios, pero tres romperían las costuras y harían explotar todo el tinglado inestable de la antigua farsa. Sería un hartazgo de poesía, una indigestión de buen gusto, una eclosión de talento y buenas maneras. El cocinero que quiera ser sublime deberá emigrar e irse con su macuto de perfumes a otras latitudes. Aquí, ¿sabe usted?, ya estamos servidos. Tanto Andoni como Quique cuando se pasan de frenada caen en la cursilería, en una cursilería moderada, jamás estrepitosa; una cursilería distinguida que les humaniza como personas y redondea sus creaciones de esencias anacrónicas. Ambos cocineros son hijos de la nostalgia y los dos están desubicados y fuera de lugar. Andoni quiso ser catalán y Quique, que es extremeño, emigró buscando el mar e imagino que se acuerda a veces del secano y del viento del sur.

 

El otro lado de la cocina cursi es la cocina hortera. La vanguardia se queda siempre al borde de la suculencia. Es su raya roja, la frontera que el inventor de recetas nunca deberá conseguir en sus creaciones. La suculencia es patrimonio de las cocinas tradicionales y populares. El cocinero hortera no tiene conciencia de clase y si el analista cae en el error de decirle: “Señor cocinero: es usted un hortera”, corre el serio peligro de ser agredido con violencia y expulsado del local con un puntapié en un sitio que el pudor me impide explicitar aquí y ahora. La cocina hortera persigue la suculencia a cualquier precio. Quiere dar una satisfacción inmediata y poco sutil a la clientela; es barata y engorda una cosa mala, oiga. El gastrónomo firmante, que come de todo, hace uso de cuando en cuando de esa cocina espuria y se da un homenaje rebozándose en el colesterol y las malas costumbres pero, ojo, con prudencia, de tapadillo, sin que se entere el equipo médico habitual. Si la cocina tradicional desea ser sabrosa y la vanguardista etérea, la popular es la más libre y anárquica. Actúa sin ataduras ni premisas, se deja llevar por la pasión. La tradicional se queda inmóvil, como dormida, y se protege con tópicos insoportables y dulzones que huelen a rancio. Dice la cuitada que cocina “con cariño”, como si esa postura sentimental sustituyese a la técnica. Mi abuela materna, doña Consuelo Ausó, de las mejores familias de Alicante, cocinaba con mucho cariño los más espantosos arroces de la provincia. “¡A casa de la abuelita no!”, gritaba el gastrónomo desesperado cuando, de niño, le obligaban a ir a comer a casa de la difunta.

 

El porvenir de la cocina popular está en manos de la cocina choni. Al machismo imperante en los fogones se tiene que oponer un hembrismo de igual potencia. La cocinera choni sí que tiene conciencia de clase. Es corajuda, desgarrada, tiene hambre de éxito y se mueve con desvergüenza entre sus pucheros. Viene de la opresión, de la esclavitud, de la desigualdad y del desprecio. La choni es una mujer feroz; su ferocidad engloba todo su mundo. Su ternura también es feroz. Dejadla, que nadie le ponga la zancadilla. No sabe dónde va pero va. Ella es el porvenir, la revolución, la imaginación, el huracán, la ventolera.

 

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