El reto del cambio
Bodegas frente al calentamiento
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El aumento de la temperatura en la Tierra está originando consecuencias insospechadas para el sector del vino y obliga a adoptar nuevas medidas a bodegueros y viticultores, que buscan su espacio ante un escenario cambiante. J.M. Peiró
Hace unos meses, Pedro Aibar, alma mater de Viñas del Vero (D.O. Somontano) hasta hace dos años y en la actualidad director técnico de Bodegas El Coto, contaba a este periodista que las uvas de tempranillo jamás habían madurado tan bien como ahora en la Rioja Alta y Alavesa. Por su parte, Agustín Santolaya, prestigioso enólogo riojano, llamaba la atención sobre la extraordinaria abundancia de añadas excelentes en la pasada década de nuestra primera denominación de origen vinícola: cuatro (2001, 2004, 2005 y 2010) frente a dos en los noventa (1994 y 1995) y solo una en las tres anteriores (1982, 1970 y 1964). ¿Se ha vuelto particularmente generosa la madre naturaleza con el vino? No en todas partes. Por esas mismas fechas, Jaume Gramona, ideólogo de la bodega catalana que lleva su apellido, anunciaba el nacimiento del primer vino “fruto” del cambio climático: el Gra a Gra Pinot Noir, concebido en un primer momento como tinto de mesa pero que las alteraciones del ciclo vegetativo de las cepas obligaron a reciclar en vino dulce.
El calentamiento global –los enólogos prefieren llamarle cambio climático– está en el centro de uno de los debates más controvertidos de los últimos años, si bien entre la comunidad científica del vino comienza a existir consenso: los cambios en el clima están afectando al cultivo de la vid y a las características de los vinos. A lo largo y ancho del planeta se multiplican los congresos sobre la viña y el clima al tiempo que menudean ambiciosos proyectos de investigación, tanto surgidos de la iniciativa privada como auspiciados por los gobiernos de los países productores. Algunos científicos predicen un aumento de temperaturas de hasta 4ºC en el presente siglo y hablan de un desplazamiento hacia el norte de las zonas vinícolas del Viejo Mundo de 30 km cada 10 años. Incluso hay quien aconseja invertir en viñedos de la Europa septentrional tras constatar un significativo crecimiento de la producción de vinos espumosos en el sur del Reino Unido y de tintos en Dinamarca.
Palabra del insecto
“Algo muy bueno para la vid en un plazo inmediato puede ser hambre segura en un horizonte no demasiado lejano” en palabras de Aibar. Parecida opinión a la del Instituto Francés de la Viña y el Vino (IFV), cuyo jefe de investigación y desarrollo, Laurent Audeguin, declaraba a France-Presse que desde hace unos años venía midiendo un preocupante aumento general del alcohol y una disminución de la acidez en los vinos galos. Además de los ciclos de maduración de las uvas, las alteraciones del clima también modifican los patrones de las plagas en el viñedo. “De un tiempo a esta parte hemos detectado una generación adicional de la polilla del racimo, causante de la botrytis o podredumbre gris”, declaraba el citado Agustín Santolaya, responsable de las riojanas Bodegas Roda. “Y los insectos no mienten, su biología se rige por la integral térmica, que está subiendo”. Lo saben los viticultores californianos, quienes desde 1990 vienen constatando una presencia inusual de la chicharra alas de cristal (Homoladisca coagulata), emigrada desde territorios más cálidos y principal portadora de la temible enfermedad de Pierce, capaz de arrasar una plantación de viña en apenas dos o tres años.
Como es bien sabido, la calidad del vino se “fabrica” en la viña y se debe, en muy buena parte, al equilibrio entre la madurez vegetativa de las uvas –de la que dependen el contenido en azúcar de la pulpa y el potencial alcohólico- y el correcto desarrollo de las pieles y las pepitas, conocida como madurez fenólica y responsable de atributos como elegancia, finura, riqueza aromática y longevidad. El adelanto de la primera maduración sobre la segunda como consecuencia de los cambios en el clima sitúa a los productores ante el dilema de anticipar la vendimia para obtener vinos menos ardientes, pero con taninos inmaduros y sensaciones herbáceas, o esperar a la correcta maduración de los hollejos, en cuyo caso se dispara el grado alcohólico y baja la acidez.
Horizontes de calor
Además, los riesgos ante un aumento de las temperaturas se agravan en un escenario vitícola sometido a una fuerte erosión genética como el europeo, resultado de 40 años de prácticas agrícolas entre miopes y cortoplacistas. Así lo reconocía Pascal Bloy, supervisor de las plantaciones experimentales del IFV en Montpellier, para quien la sustitución de las viejas cepas de maduración lenta –principalmente cabernet, merlot y chardonnay– por clones productores de fruta más temprana fue una equivocación: “La idea era conseguir una madurez completa con mayor rapidez. Ahora nos damos cuenta de que fue probablemente un error”.
Una realidad no muy diferente de la que podemos encontrar hoy en la Rioja, donde desde 1992 se han plantado 30 millones de cepas procedentes únicamente de tres clones especialmente dotados para obtener homogeneidad, producción y grado, pero no para afrontar las oscilaciones del ciclo de maduración de las plantas. De momento, las consecuencias del cambio climático no parecen especialmente alarmantes, incluso podrían ser beneficiosas para muchas zonas, pero de continuar la tendencia –señalan los expertos– es más que probable que los vinos de la segunda mitad del s.XXI se parezcan poco a los que hoy conocemos.
Preparados para el cambio
Un horizonte ante el que bodegueros y viticultores comienzan a tomar posiciones y a barajar un amplio abanico de medidas. Desde las más radicales –deslocalización de viñedos, sustitución de las uvas tradicionales por viníferas más resistentes a los efectos del calor, modificación genética de las plantas, técnicas enológicas para modificar la acidez y el contenido alcohólico de los vinos– hasta otras menos intervencionistas y más respetuosas con los valores tradicionales de la bebida de Baco. En esta línea, las bodegas que se lo pueden permitir adquieren o plantan viñas en cotas elevadas –100 metros de altitud equivalen a 100 km de latitud, nos recuerda Jaume Gramona– u optan por medidas paliativas –podas y conducciones de viñedo encaminadas a proteger los racimos de la radiación solar, nuevos usos del agua en la viña– a la espera de soluciones a más largo plazo.
¿Alguien podría imaginar una Rioja sin tempranillo? ¿O un Priorato sin suelos de pizarra? Más que de reinventar el vino, de lo que se trataría, en opinión de un número creciente de expertos, es de buscar esas soluciones en el propio viñedo y anticiparse a los efectos de lo que algunos comienzan a calificar como la nueva plaga del clima. Un argumento añadido en manos de los defensores de la viticultura ecológica en todas sus vertientes, como reconocía a quien firma estas líneas Sara Pérez, elaboradora de reputados vinos en el Priorato, Montsant y la Ribeira Sacra: “Lo que busco con el cultivo ecológico de la viña es un ecosistema diverso, equilibrado y resistente, capaz de minimizar por sí mismo los efectos perniciosos de las alteraciones del clima”.
Equilibrio: he aquí una de las claves para afrontar el futuro. “Diversidad intravarietal en tempranillo y cambio climático” es el título de una de las ponencias seguidas con mayor interés en el III Congreso Internacional sobre Cambio Climático y Vino, celebrado en Marbella en abril del pasado año. Su autor, el citado Agustín Santolaya, expuso los trabajos que viene desarrollando Bodegas Roda desde 1998 para preservar la diversidad de tipos morfológicos que ha llegado a desarrollar la variedad tempranillo en la Rioja, en su opinión una de las bases de la calidad de los grandes tintos de la D.O. y tal vez una de las armas más eficaces para hacer frente al cambio climático.
Cuestión de genética
El resultado de estos trabajos es el banco de germoplasma de la bodega en la finca Cubillas-La Cruz del Hierro, del municipio de Haro: 15 cepas de cada uno de los 531 morfotipos de tempranillo estudiados y clasificados en función de parámetros como porte de las plantas, peso y forma de los racimos, tamaño y color de los granos de uva, contenido en azúcar y acidez o presencia de virus. Algo así como un archivo genético de la variedad de uva que podría encerrar un buen número de soluciones a los problemas de la viticultura del futuro, incluidos los derivados del aumento de las temperaturas. Tras años de esfuerzos, se seleccionó la llamada Familia Roda 107, un grupo amplio de tipos complementarios de tempranillo especialmente adaptado para afrontar la subida del termómetro. Roda es uno de los integrantes del consorcio Cenit Deméter, liderado por Bodegas Torres y, sin duda, la iniciativa científica española de mayor calado para el estudio de los efectos en el vino del cambio climático. Aprobado por el ministerio a finales de 2008 y con un presupuesto inicial de 27 millones de euros, el proyecto agrupa a 25 empresas del sector del vino, la mayoría de ellas bodegas de reconocida trayectoria –además de las citadas, Martín Códax, Gramona, Matarromera, Juvé y Camps, Protos o Pago de Carraovejas, entre otras–, y varias universidades españolas y organismos públicos de investigación. Los exhaustivos ensayos –en el vivero y en la viña– con las variedades tempranillo y albariño, seleccionadas como las más representativas de la calidad en el viñedo hispano, permitirán establecer una serie de pautas contrastadas para la adaptación al nuevo escenario ambiental.
Sin duda, el cambio climático ha entrado de lleno en las viñas españolas. Lo que está en juego es un modelo de vinos diseñado a lo largo de los siglos y basado en el terroir, entendido como un entorno geográfico, unas variedades de uva y un conjunto de técnicas determinadas. De la capacidad para hacer frente a este reto podría depender que nuestros hijos y nietos tengan la oportunidad de disfrutar del vino tal como lo conocemos.