Jamones y chorizos

Domingo, 16 de Julio de 2017

Para los gallegos el cerdo es un animal totémico. José Manuel Vilabella

El cerdo nos proporciona, desde tiempo inmemorial, proteínas e influencias, nos alimenta y nos ayuda a manejarnos en el difícil laberinto de la vida cotidiana. En el recetario de la cocina galaica no existe el jamón, pero sí el lacón, casi siempre en compañía del grelo, nuestra verdura más estimada. El jamón servía para pagar diezmos y primicias, inclinar voluntades, sellar pactos, devolver favores. Hasta el jamón no hay delito; la pata trasera del cerdo es la frontera de la ética, la raya roja de lo permitido. Más allá del jamón empieza la corruptela, la mordida, el soborno, el pelotazo, el atroz mundo en el que vivimos. Ya lo dijo, en su tango magistral, Cambalache, el divino Discépolo: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador”. Si el jamón ha sido rebasado como frontera, el chorizo se ha convertido en venablo. Siempre este derivado del cerdo se movió en un terreno ambiguo: ‘Llévelos, señorito, que son de confianza’, se decía en plazas y mercados. Si el jamón era el eufemismo de la bondad, el chorizo debía demostrar su honradez y ser de confianza. En el chorizo la cara no es el espejo del alma. Necesita, para circular por la gastronomía con desenvoltura, un avalista, un fiador, alguien que ponga por él la mano en el fuego. Uno, que es un enamorado de la tortilla española, la prefiere, sobre todo, con chorizo. Entonces la enseña nacional, la bandera coquinaria, se hace mestiza y se ensucia, pierde su inocencia primigenia y adquiere las más altas cotas del sabor y se convierte, por singular encantamiento, en un plato suculento, en primo lejano de la fabada, en cuñado del cocidito madrileño.

 

En los tiempos de excepción que vivimos ingresan en prisión los que han metido la mano en el patrimonio común, los reyes del trinque, y como hay gente para todo, algunos gustan despedirles con improperios; son las voces de fondo que les acompañan a la deshonra, el coro del descredito, la metáfora del sentir popular: ‘¡Chorizo, chorizo, chorizo!’, grita la ciudadanía indignada. Nadie grita: ‘¡Jamón, que eres un jamón!’. La pata trasera del cerdo jamás fue insulto volandero. Por el jamón se tiene y se ha tenido un respeto reverencial. Antaño, cuando vivíamos el boom de la burbuja inmobiliaria y se practicaba en España el piropo callejero, los albañiles desde el andamio gritaban cuando pasaba una rubia: ‘¡Chata, estás jamón!’, pero hogaño esta agresión verbal a la mujer ha pasado a mejor vida y está considerada como un desaire. El piropo, si vuelve algún día, que lo dudo, tendrá otros componentes. ‘¡Señora, tiene usía aire de magistrada!’; ‘¡Pisa morena, pisa con garbo de abogada del Estado!’, gritarán los paletas del futuro cuando oteen desde el andamio una señora que porta con donaire un traje de chaqueta. Cuando un hombre es acusado de machismo deja de ser un caballero y se convierte en un patán. No obstante, el arriba firmante, que es un antiguo, piropea, en los banquetes, a la señora que tiene a su lado y si se tercia le dice, le bisbisea: ‘Señora, me permite decirle que es usted bellísima’,  e inicia un flirteo que, como todos los juegos de salón, está condenado al fracaso.

 

Chorizos y jamones forman parte del mundo del tango: “Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón. ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!”.

 

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