Callistas y podólogos

Alarmado por mi equipo médico habitual, el otro día fui al callista, que ahora, y como las ciencias adelantan que es una barbaridad, se llaman podólogos. José Manuel Vilabella
Los podólogos tienen la asepsia y la metodología de los dentistas, pero en lugar de sacarte las muelas te cortan las uñas con delicadeza exquisita. La denominación de callista ha dejado de ser ambigua y se refiere –¡al fin!– a los elaboradores de callos, una de nuestras maravillas culinarias. Un servidor, que antaño fue algo tiquismiquis, probó los callos por primera vez en Noreña (Asturias) con su amigo Miguel Ángel Fuentes y el difunto coronel Pellicer. El coronel acababa de regresar de la guerra de Bosnia y compareció en el restaurante El Sastre con su uniforme de camuflaje y una pistola al cinto. “¿Que no te gustan los callos, insensato?”, dijo cuando se enteró de mi fobia al plato local. Autoritario metió la cuchara en el condumio y me ordenó: “¡Abre la boca, coño!”. Él era coronel, estaba armado y yo había sido soldado de segunda; le obedecí con disciplina castrense y probé por vez primera la maravilla que hoy forma parte de mis 10 platos favoritos. Por una simple cuestión de estética había perdido 60 años de mi vida gastronómica. Confieso mi estulticia. Desde entonces he procurado recuperar el tiempo perdido y devoro el plato que tanto critiqué y denosté por escrito, posiblemente en estas mismas páginas.
Son los callos el penúltimo triunfo de los pobres, de los pobres del Medievo. La plebe, el pechero, el que ejerce oficio de manos, el súbdito o el ciudadano, que son los diversos nombres con que se conoce al desdichado que paga los impuestos, siempre encontraron la forma de hacer comestible lo incomible e, incluso, convertir el comistrajo en algo suculento y sublime. De la res sacrificada los distintos estamentos del poder se llevaban lo que les correspondía: el clero tomaba su diezmo y sus primicias; el soldado se quedaba con los cuartos delanteros; el señor feudal, el del derecho de pernada, cogía aquí y allá lo que le apetecía; y el rey se llevaba su parte para sufragar sus guerras y aventuras. Lo que quedaba era el rabo, las criadillas, el estómago. El pechero –parece que lo estoy viendo– se acercaba, miraba al cielo, se rascaba el cogote, decía una palabrota en román paladino y se ponía a cocinar mientras farfullaba improperios. Los callos fueron el resultado del ingenio, el triunfo de la imaginación de un cocinero anónimo. Toda España rinde homenaje al callo y todos los españoles los consumen con fruición; es una mirada hacia atrás sin ira. Cada región los prepara a su manera. En Galicia se cocinan con garbanzos; en Asturias se elaboran muy picaditos, se ilustran con jamón y se sirven con patatas fritas; en Madrid se toman con cuchillo y tenedor. Los callos de Lhardy son famosos y carillos, pero la cubertería es de plata y el entorno, una reliquia histórica. La coquinaria española está unida por la tortilla de patata y separada por las distintas versiones del callo y su significado sociológico. Es éste un plato con mensaje, que habla, y si se le escucha atentamente oiremos los lamentos del pobre, los gritos por las injusticias de ayer y de hoy, las que se repudian en las manifestaciones callejeras. El pobre solo tiene el callo y la palabra; la gente manda en el lenguaje, es su privilegio, su espada, su puñal. El callo se lo pueden quitar los poderosos; le pueden arrebatar la comida y el techo, pero la palabra y el grito no. El lenguaje es su patrimonio.
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