Un paraíso para el Riesling
Alsacia
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Esta región del este francés ha convertido su nombre en sinónimo de excelencia, al situar sus vinos entre los productos más solicitados del planeta. El secreto reside en su exquisitez varietal y en las particularidades de su suelo. Juan Manuel Ruiz Casado
Alsacia es una excepción en el mapa vinícola del mundo. Los devaneos que otras regiones de prestigio han mantenido con las modas y los cambios apenas si han repercutido aquí. Con motivo de las recientes elecciones francesas, un periódico confirmaba la escasa predisposición que los alsacianos sienten por las novedades. El alsaciano es conservador, le gusta la ley, la paz y el orden.
El curso del Rin y las montañas de Los Vosgos (la cordillera limita el territorio por el oeste, el río lo hace por el este) dotan a esta parte de Francia de unas condiciones particulares que se reflejan en el paisaje, en la cultura, en las costumbres a la hora de comer y beber y, por supuesto, también en la manera de elaborar vinos. Hace mucho tiempo que los blancos alsacianos se cuentan entre los mejores del planeta. Hablamos de bodegas donde, sin darle demasiada importancia, los propietarios explican que trescientos o cuatrocientos años antes ya había un miembro de su familia al frente del negocio. Para ellos no es tan extraña una relación de fidelidad que abrumaría, pongamos por caso, a un elaborador de Napa, y que resulta sorprendente si se consideran las veces que Francia y Alemania han convertido el suelo alsaciano en escenario de sus desacuerdos.
Pero la imagen de la región y de sus habitantes no estaría completa sin incorporar un dinamismo comercial que históricamente ha tenido en el Rin su principal vehículo de desarrollo. Una cosa es la fidelidad y otra quedarse en casa esperando a que el mundo celebre lo bien que va el matrimonio. Los elaboradores de la región no suelen delegar las misiones comerciales de la bodega. Son ellos mismos los que acuden a las ferias, apoyan a sus distribuidores y se afanan en la búsqueda de nuevos mercados y clientes. En una comunidad que no oculta su orgullo y preferencia por los productos locales, llama la atención que un veinticinco por ciento de la producción vinícola se venda fuera, en un abanico de países que se abre desde Suiza y Bélgica hasta Canadá, Estados Unidos y Japón. Claro que para ello los vinicultores disponen de una herramienta que el paso del tiempo no desgasta ni estropea. Al contrario, reluce y gana con los siglos. Una palabra que, por sí misma, es capaz de convocar a los mejores espíritus y ponerlos de acuerdo en que, sin ella, los grandes vinos blancos del mundo no serían tan indiscutibles. Solo una palabra. Riesling.
En la variedad está el gusto
Exagerando mucho para que se entienda, podría decirse que entre el discurso comercial de un vinicultor alsaciano y el de un elaborador del Nuevo Mundo, un chileno, por ejemplo, no hay mucha diferencia. Ambos tienen en la variedad de uva su principal argumento de expresión. Donde el chileno dice chardonnay o sauvignon blanc, el alsaciano dice riesling.
La riqueza de suelos y la diversidad edafológica del valle de Alsacia, todo un mosaico de posibilidades intransferibles y en continuo redescubrimiento, se sacrifican discursivamente por la sencillez varietal. Al menos así ocurre para los blancos que se comercializan con el sello A.O.C. Alsace, la denominación de origen controlada que acoge en torno a un setenta y cinco por ciento del volumen total producido. El resto se lo reparten la A.O.C. Crémant D´Alsace, espumosos que no acaban de quitarse el complejo (muy razonable) de los champañas, y la A.O.C.Alsace Grand Cru. Es en esta última, apenas un mínimo porcentaje de los blancos alsacianos (en torno a un 4), donde el terruño, la particularidad del suelo, se impone (o mejor dicho, se complementa) a la mención varietal en el nombre y fundamento de los vinos. Los cincuenta y un terruños distinguidos desde 1975 por los organismos competentes para elaborar los Grand Cru, delimitaciones no exentas de polémica debido a su diferencia cualitativa, son la aristocracia de una identidad vinícola que tiene en la acidez su valor más preciado y exquisito. En el caso de las vendimias tardías y los vinos de selección de grains nobles (granos nobles), que por sí mismos constituyen categorías especiales, esa acidez se funde con el dulzor para construir elaboraciones de una rareza inusual.
La riesling, cuya nobleza ha sido celebrada ampulosamente por los escritores de vino de todas las épocas, no es la única variedad del paisaje alsaciano. La prodigiosa geometría de laderas suavemente encadenadas acoge también la sylvaner, la pinot blanc, la muscat d´Alsace, la pinot gris, la gewurztraminer (a este lado de la frontera escrita sin diéresis) y la pinot noir. Todas se benefician de unas condiciones climáticas excepcionales pero ninguna alcanza la fresca y delicada robustez de la riesling. Los factores climáticos (otoños soleados y veranos cálidos, bajas precipitaciones: en Alsacia llueve menos que en ninguna otra parte de Francia) parecen haberse conjurado para que las uvas maduren sin prisas. El macizo de Los Vosgos protege los viñedos orientados hacia el sur del efecto oceánico, lo que permite a las plantas buscar nutrientes en los subsuelos pedregosos. Esto explica que incluso en el marco de una denominación tan genérica como la A.O.C. Alsace quepan blancos de riesling tan distintos. Piedras: he aquí la cuestión. Sin ellas el tan indiscutible prestigio de la riesling carece de sentido, como demuestra la resistencia que ofrece la uva cuando se intenta domesticar en tierras alejadas del Rin.
No es necesario recurrir a la singularidad de los Grand Cru para comprender la complejidad geológica de la planicie alsaciana. Elaboradores del prestigio de Marcel Deiss y André Ostertag, a quien Hugh Johnson tilda de “iconoclasta” (lo es por varias razones: las etiquetas de sus botellas discrepan con alegría de la estética barroca predominante), muestran sus vinos ligados a una parte de viñedo determinada y, sobre todo, a unos atributos edafológicos muy concretos. Junto a las botellas, unos cuantos puñados de piedras, de distinta forma, volumen, color y consistencia, nos hablan de diferencias entre unos vinos y otros. En el Domaine Ostertag, la distancia que hay entre los blancos de Fronholz, de Heissenberg o de Muenchberg, los tres de la añada 2009, resulta sorprendente. Recién embotellados, estos matices distintivos se perciben sobre todo en la expresión aromática pero con el tiempo en botella acaban manifestándose en el paso de boca con mayor insistencia. La acidez, a veces juvenil y nerviosa, en otros casos pura seda cítrica, abre un abanico de posibilidades que tiene su razón de ser en la tierra sobre la que se plantaron las viñas. Piedras que no son transportables de un lado para otro, y que estuvieron ahí aproximadamente desde siempre.
La dulce tentación
Los libros ayer y la Wikipedia hoy nos cuentan que hace unos cincuenta millones de años Los Vosgos franceses y la Selva Negra alemana constituían una sola realidad montañosa. La ruptura de este paquidermo rocoso fue la partera del nacimiento del Valle del Rin y, de paso, también del milagro geológico que para la elaboración de vinos suponen los suelos alsacianos. Se dice que las cincuenta y una delimitaciones clasificadas como Grand Cru, su amplia diversidad, son fruto de este proceso geológico. Al mismo tiempo que la magia de la riesling no ha perdido comba, lo que se demuestra tanto en el capítulo de ventas (ciertos descensos se han salvado con subidas en los mercados asiáticos) como en su extensión territorial (en 1969 la variedad ocupaba casi el 13 por ciento del viñedo alsaciano; en 2009, ya superaba el 21 por ciento), los elaboradores no han dejado de buscar y encontrar tesoros en sus terruños. Es significativo que incluso las firmas que manejan volúmenes de producción importantes, como Arthur Metz, se hayan sometido a este proceso de búsqueda de identidad gobernada por los terruños. En realidad el viaje no tiene nada de original, porque ya sabemos que la vanguardia del vino sigue siendo algo tan viejo como la noción de terroir. ¿Dónde si no se van a encontrar las verdaderas diferencias?
Al margen de aspectos cualitativos, los Grand Cru alsacianos están perfectamente definidos por razones de suelo y subsuelo, desde los calcáreos o graníticos a aquellos en los que predomina la arcilla, los esquistos o las piedras volcánicas más o menos pulverizadas, con las variantes combinatorias que puedan darse de estas caprichosas formaciones de la tierra. Tras el argumento de la riesling como mascarón de proa comercial, bulle una concepción territorial más rica y compleja que incluye ensayos con el resto de uvas en pagos de variada condición.
Mientras tanto, en Alsacia cada cierto tiempo surge la tentación del dulzor. La excelente y más que merecida prensa de los vendimia tardía, con los gewurztraminer como ejemplos soberbios, tal vez explique que la característica sequedad de los blancos alsacianos en ocasiones se vea matizada con toques de dulzor más o menos perceptibles en nariz y boca. Estas propuestas, por lo demás blancos perfectamente elaborados, buscan dotar de amabilidad a vinos cuya acidez no es siempre bien entendida ni resulta amable para todo el mundo. Parece exigir al consumidor cierto entrenamiento, cierto rodaje, y mucha comprensión. La compleja hechura de los vinos de León Beyer, algunos de ellos de un notable barroquismo, o el amplio catálogo de la firma Trimbach en Ribeauvillé, un pueblo de postal, son muestras del riguroso nivel de excelencia logrado gracias a esa acidez que a menudo, y si se admite el término, se muestra voluminosa, carnosa. El Trimbach Cuvée Frédéric Emile 2006 como modelo. Porque la magia del riesling reside también en su capacidad para dar a los vinos un considerable potencial de crecimiento en botella. Impagable regalo con que los dioses de la geología quisieron distinguir a los grandes blancos del mundo.