Hasta la cocina
El calor y la calor

El cambio climático está convirtiendo España en una nación extrema, de grandes fríos y también de grandes calores, de lluvias a destiempo, de gotas frías, de vientos huracanados. José Manuel Vilabella
Dios no nos quiere, yo diría que nos detesta; Dios quiere a los franceses y por eso diseñó sus ríos con cuidados exquisitos y los hizo largos y caudalosos. Con las mujeres se lució, las hizo bellas y elegantes y a los hombres, oh, a los hombres los fabricó galantes, graciosos y revolucionarios. Tuve, hace sesenta años, una novia francesa fea y bajita, algo mandona y muy celosa, que también me abandonó, como me dejaron todas las mujeres, pero que me enseñó a decir “oh, la, la, lá” como un nativo. Los fríos, las nevadas, el clima siberiano siempre sorprende a los hombres del tiempo y a los gobernadores civiles de todas las provincias y las carreteras se colapsan, los ríos se desbordan y España se queda inerme e inerte. Dicen los catastrofistas del cambio climático que España va a ser devorada por África y que el cuscús va a cruzar el Estrecho y va a pasar a cuchillo a los gazpachos y a los cociditos madrileños. Solo nosotros, los hombres del norte, seguiremos disfrutando de un clima tolerable, dulcificado, de inviernos templados y veranos fresquitos. Asturias está abocada a convertirse en la Marbella del Norte.
—Don José, don José, ilústreme por favor– me dice el curioso lector.
—Pregunte, buen hombre– le digo a don Ambrosio Pernada y Pujol, magistrado jubilado del Supremo muy aficionado a jugar al parchís con su señora doña Petronila.
—¿Los calores terminarán con nuestra cocina popular, con el pote y la fabada al dulcificarse el clima? ¿Acaso tendremos que migrar a los gazpachos y ajoblancos extremeños y andaluces?– inquiere el magistrado.
—Tranquilícese, mi buen Pernada y siga su señoría durmiendo a pierna suelta. No se apure, no se alarme, no piense. Para eso estoy yo aquí; ése es mi cometido como gastrólogo de guardia. A Asturias llegará el calor pero no la calor. El calor es siempre tolerable y fino, exquisito, permite llevar un polo o una camisa fresca y cubrirse con una chaqueta cuando se pone el sol para evitar los respingos nocturnos. Nuestro recetario está a salvo, nuestra dieta cambiará, sí, pero será para añadirle recetas que emigran como pajarillos y que nuestros cocineros adaptarán a los nuevos tiempos, a los nuevos climas.
El firmante, que como es público y notorio es un hombre viajado que ha vivido en docenas de sitios y cortejado a señoritas rubias de varias nacionalidades, distingue entre el calor y la calor. En Asturias el tiempo veraniego es un señor con bigote, es del género masculino y por el sur es una señora vestida con traje de lunares, de faralaes, que canta fandanguillos y baila sevillanas. La calor es una hembra peligrosa que lleva una navaja de siete muelles en la liga. El calor nuestro es varonil y mesurado, nunca levanta la voz, ni se sube a la parra de los 40 grados; oscila entre los 20 y los 30 y cuando sobrepasa los 35 pide disculpas, se quita el sombrero y susurra como el camarero horrorizado que ve un pelo en la sopa: “Perdone, don José, este calor excesivo; mañana sin falta se lo cambio por otro mucho más agradable”.
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