Vinos únicos

Vinos de Madeira

Jueves, 12 de Abril de 2012

La complejidad de elaboración y la variedad de estilos dificultan la elección de un buen madeira. No obstante, cuando acertamos podemos tener la certeza de haber accedido a un producto exclusivo que, además, crece con el tiempo.  Javier Nuño

Dos caminos aguardan tras el descorche de una botella de Madeira. Uno lleva al cielo. El otro conduce al infierno. Uno reafirma al consumidor avezado en aromas y sabores sublimes que justifican el prestigio histórico y la singular rareza de los vinos de la isla portuguesa. El otro siembra de serias dudas esta fama y hasta puede llegar a provocar enfado si se tiene en cuenta que por lo general la adquisición de un madeira obliga a rascarse mucho el bolsillo. Los aficionados a este tipo de vinos saben que ni siquiera pagar un precio alto garantiza la obtención de un nivel acorde de calidad.

 

Son muchas las circunstancias que acaban convirtiendo el simple hecho de comprar un colheita o un vintage viejos en una incógnita, en una especie de ser o no ser que, por supuesto, depende de los escrúpulos del elaborador y de los materiales que ha seleccionado para hacer su trabajo, pero también de la azarosa vida que la botella en cuestión haya tenido. Se suele decir que los madeiras resisten muy bien el paso del tiempo, y que es este precisamente el que los engrandece y los vuelve obras ambiciosas y cercanas en algunos casos a los jereces. Claro que cuanta más esperanza de vida tiene un vino más expuesto está a todo tipo de peligros. La conservación también acaba siendo decisiva en la salud de un madeira.

 

Los motivos que explican la particular deriva de estos vinos portugueses se sostienen en una conjunción fatal. Por una parte, y como ningún reportaje sobre el asunto debe obviar, los madeiras conocieron a partir de los siglos XVI y XVII un impulso comercial que los situó entre los mejores vinos del mundo. Por otra, fue al calor de esta exuberancia como surgieron prácticas fraudulentas de arribistas que embotellaban y comercializaban mezclas de dudosa factura y procedencia con el mismo nombre de elaboraciones que destacaban por su buen nivel de calidad.

 

La doble vida del madeira, la del prestigio que le llevó a conquistar los mercados más allá del océano y la de piratas enológicos que se beneficiaron de la falta de control y reglamentos, se desarrolló durante el siglo XVIII. En esta época, los madeiras ya disfrutaban de ventajas que no tenían otros productos. Como nos aseguran en el Instituto do Vinho, la reducción de impuestos aduaneros propició a partir de 1703 una magnífica expansión en Inglaterra, un mercado actualmente superado por el escandinavo (suecos y daneses figuran entre sus principales consumidores). Cuantos más mercados se abrieron para los grandes madeiras, que llegaron a tener una presencia importante en Estados Unidos, más fácil lo tuvieron los fabricantes de subproductos y falsificaciones para contaminar el comercio.     

 

La enología y el tiempo
Entre los obstáculos que hoy impiden que los madeiras lleguen a un público más amplio, cabe destacar el complejo sistema de elaboración y clasificación de los vinos, a lo que hay que sumar los diferentes estilos dependiendo del grado de dulzor, los distintos tonos cromáticos que visten según sus características o los niveles de corpulencia gustativa desde lo leve a lo rotundo. Los procedimientos enológicos y el tiempo de crianza son la base principal de esta especie de babel de los aromas y los sabores. Desde el madeira seleccionado (con edad igual o superior a tres años e inferior a cinco), el rainwater (máximo de cinco años), la serie de los reservas (reserva, reserva especial y reserva extra) o los que alcanzan los veinte, treinta o más de cuarenta años, pasando por los prestigiosos soleras, colheitas y vintages (estos últimos destinados a añadas excepcionales cuya calidad debe aprobar el Instituto do Vinhos de Madeira), el escaparate de estos generosos se ofrece al consumidor como un territorio en el que resulta difícil moverse. No está nunca demasiado claro qué es lo que se está comprando cuando uno se decide a adquirir un madeira.

 

De manera muy resumida, podemos decir que se trata de vinos fermentados a una temperatura que oscila entre los 18 y 20º para los mostos de uvas blancas, y que puede alcanzar los 30º para los de uvas tintas. Además, se someten a un proceso de fortificación con aportaciones de alcohol vínico que les da estabilidad y los hace más resistentes. Luego se envejecen en canteiros (soportes de madera donde descansan las barricas) o se calientan vía “estufagem”. Este método, que consiste en subir la temperatura de las naves de barricas con calefacción o usando serpentinas en el interior de los propios depósitos, sirve para ahorrar tiempo durante la crianza y no goza actualmente de la mejor consideración, al menos en las bodegas importantes, donde con razón se entiende que se trata de un procedimiento demasiado artificial (tres meses de “estufagem”, a temperaturas de unos 50º, pueden equivaler a un año de envejecimiento natural).

 

En busca del orden
En el centro de Funchal, la capital de la isla, Artur de Barros e Sousa tiene fama de ser uno los escasos elaboradores de Madeira aferrados todavía a las costumbres impuestas por la tradición. No en vano, el negocio funciona desde 1890 y allí todo resulta tan viejo como limpio y cuidado: barricas de más de cien años, botellas sobre baldas de madera que pasan de los 50 euros de precio, colheitas, soleras, naves a las que se accede por escaleras cuyos escalones crujen al pisar... Como es habitual en Madeira, la relación de este almacén centenario con el viñedo no existe. El señor Barros explica que él no compra uva sino mostos que somete a procesos de crianza. Tras el envejecimiento correspondiente, los embotella y los pone a la venta en su propia tienda.

 

Pocos vinos ofrecen tanta distancia entre enología y viticultura, entre la crianza y la venta de botellas, por un lado, y los trabajos de poda y recolección de uvas, por otro. Esta separación es un rasgo que viene caracterizando el sector del vino madeirense. Pequeñas extensiones de viñas, a menudo dispuestas en bancales que rebajan las dificultades orográficas de la isla, son trabajadas por familias cuya economía suele depender de otros medios. Para ellas las viñas, que tienen “mucha hoja y poca uva”, son cosa de los ratos libres y los fines de semana.

 

Casi puede decirse que no hay ninguna posibilidad de que estos viticultores den el salto hacia la industria y elaboren su propio vino. Si lo hacen, este no sale de los estrictos límites de las celebraciones familiares. El verdadero negocio pertenece a grandes firmas como Blandy´s que, todo hay que decirlo, está llevando a cabo una meritoria labor por ordenar el caótico mundo del madeira, ofreciendo estilos bien definidos que hoy brillan entre lo más fiable del mercado.

 

La poca conexión de agricultura e industria no significa, sin embargo, que la calidad de las uvas carezca de protagonismo en esta isla atlántica. De hecho, tal vez la mejor manera de entrar en estos vinos sea precisamente por la singularidad varietal y el tipo de elaboración que se asocia con cada una de ellas. Los madeiras secos y los medio secos, seguramente los de mayor complejidad y distinción, se hacen a partir de las variedades sercial y verdelho, respectivamente; mientras que los medio dulces y dulces se elaboran con la boal y la malvasía. Cada uno de estos tipos puede luego someterse a cualquiera de los procesos de envejecimiento a los que ya hemos aludido y alcanzar un precio u otro según su longevidad. Generalmente, los más viejos suelen ser también los que se venden a un precio elevado. A estas cuatro variedades hay que añadir rarezas como la terrantez, que por su escasez suele liderar la lista de precios de las bodegas (puede rondar los 100 euros), y alguna que otra uva marciana que parece más obra del oportunismo y de dudosas prácticas comerciales que de una auténtica realidad vitícola.

 

En otra de esas paradojas que a menudo se dan en los madeiras, y según datos del propio Instituto do Vinho de la isla, este conjunto varietal apenas si alcanza el 15 o el 20 por ciento del total de la producción. El resto, es decir, casi todo, procede de la llamada tinta negra o negramoll que, como no es difícil suponer, es una uva de un vigor prodigioso y con la que se pueden hacer todo tipo de madeiras, desde los secos a los dulces. Incluso en la cotizada región de Câmara de Lobos, al sur de la isla, donde se encuentran algunas de las parcelas más apreciadas de uvas de calidad, la tinta negra cuenta con una importante presencia. El reparto varietal determina hoy el mercado de los madeiras y condiciona la estrategia comercial de las casas productoras que, como es lógico, guardan las cuotas que compran de sercial, boal, verdelho y malvasía para sus vinos más cuidados, aquellos que el paso del tiempo vuelve raros y elegantes. Productos exclusivos que tienen en los muchos turistas de la isla a sus mejores clientes y con los que, si hay un poco de suerte, sin duda se puede tocar el cielo.

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