Crianza biológica
Un vistazo al velo de flor en vinos internacionales
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Los vins jaunes del Jura, el Tokaji Szamorodni seco de Hungría o la Vernaccia di Oristano de Cerdeña forman parte de la misma difusa familia de blancos “raros” que la manzanilla de Sanlúcar y los finos de Jerez, Córdoba y Huelva. Luis Vida. Imágenes: Archivo
¿Qué es la “flor”?
Las levaduras son unos hongos microscópicos que hacen cosas fantásticas por los seres humanos. Para alimentarse, transforman el azúcar de las frutas y los cereales en alcohol y así producen delicias como el vino, la sidra y el pan. A la especie responsable, ya casi totalmente domesticada, le decimos “hongo del azúcar de la cerveza”, traducción del latín Saccharomyces cerevisiae. En ella la descubrió el científico Louis Pasteur, que escribió en sus Estudios sobre el vino de 1866 que, terminada esta fermentación, podía formarse en su superficie un velo –como una telilla fina– que consideró una alteración perjudicial porque algunas levaduras “salvajes” y bacterias, como las del vinagre, pueden vivir en él y hacerle a los vinos cosas muy feas. Pero no reparó en que había otro tipo de velo completamente distinto bajo el cual no se avinagran, sino que mantienen una larga juventud sin oxidación en la que “adelgazan” de forma evidente.
En Sanlúcar de Barrameda y Jerez llevaban ya por entonces unas décadas de tolerancia secreta con las botas que desarrollaban este velo, que llamaron “de flor” por los dibujos que forma al crecer. No era algo de lo que presumir, pero esa “enfermedad” mantenía los blancos pálidos y aportaba matices que a algunos les gustaban. Los maestros bodegueros aprendieron a añadir alcohol para llevar sus varietales de palomino fino de sus 11 o 12º de alcohol naturales a los 15-16% que permiten vivir a la flor, pero no a sus habitantes menos deseables. En torno a 1870, empezaron a llegar al mercado los primeros finos, que pronto alcanzaron precios tan elevados como los de los mejores vinos franceses de la época.
La flor, desvelada
La flor habita en unas bodegas que fueron construidas a modo de domos bio-climáticos para albergar un ecosistema complejo de microrganismos en las mejores condiciones, con suelos de tierra de albero que se remojan y ventanas que se abren a los vientos atlánticos para capturar su frescura. Hoy las cuatro levaduras responsables del velo están identificadas. La mitad son “hongos del azúcar” que modificaron su pared celular para flotar, unidos a las burbujas de gas carbónico, hasta la superficie donde crean una película viva o biofilm. Durante años y con ayuda del oxígeno devoran el alcohol y la glicerina que aporta dulzor y densidad al vino y dejan un paladar completamente seco, sin cuerpo ni resto de su fruta original, pero con una intensa sapidez umami que parece venir del suelo del océano. Los contornos salinos, ácidos y amargos del sabor se hacen nítidos y aparecen nuevos perfumes de almendra, nuez y manzanas verdes que se deben a una sustancia llamada etanal. Las otras dos levaduras no son “hongos del azúcar”, pero también aprendieron a sobrevivir formado velo: la T. Delbrueckii está presente en la masa madre del pan y en las cervezas de trigo bávaras, mientras que la Z. Rouxii es la principal responsable de la fermentación y los toques acaramelados de la salsa de soja, tan parecidos a los que encontramos en los amontillados que pasan largos años bajo velo.
La flor hermana
Los blancos de flor de la vecina Montilla-Moriles nacen de la dulce uva Pedro Ximénez. Para el enólogo Miguel Cruz, de Bodegas Lagar Blanco, “la palabra amontillado viene a documentar que se hacían ya hace siglos. En Jerez subían el grado con alcohol a 16-17º para no tener problemas en la exportación, pero los nuestros eran vinos desnudos de 15º naturales que empezaron a crear flor en las tinajas de forma espontánea”. Las levaduras son las mismas, aunque en cada pago cambian las proporciones de las distintas especies, “como ocurre en Jerez, Sanlúcar o El Puerto”. A más de 100 kilómetros del Atlántico, el velo que forman es más fino, especialmente en las estaciones más cálidas y frías. “El factor marino condiciona la crianza y la humedad se consigue mediante el riego o las nebulizaciones con agua”.
Adela Córdoba, de Bodegas Pérez Barquero, apunta que los vinos jóvenes de Jerez y Montilla son distintos porque la PX es más aromática que la palomino, “pero, con los años de crianza, prevalecen los aromas que crea la flor y acaba siendo muy difícil de distinguir el origen”. Los mejores proceden de altitudes entre los 300 y los 600 metros en la Sierra de Montilla y los Moriles Altos, “las dos zonas de Calidad Superior de la D.O. por suelos y microclimas”. Como en Jerez, los suelos son blancos, muy calizos, de origen marino. Flor y océano parecen inseparables. “Se dice que las albarizas de Moriles tienen más contenido calcáreo. La uva es más pequeña y de piel más gruesa que en la Sierra, donde la crianza de los finos es más progresiva. Moriles tarda en dar la cara”.
Durante el XIX las grandes casas jerezanas tenían una bodega en la zona y esta intensa relación hizo comunes los estilos, los métodos de crianza por criaderas y soleras y dio nombre al amontillado, que es la “otra vida”, el más allá del fino cuando, con el paso de los años, la Flor se agota y empieza a oxidarse noblemente. “Antiguamente las zonas de producción andaluzas no estaban diferenciadas o reguladas”, apunta Córdoba. “Probablemente, Montilla-Moriles abastecería gran parte del vino seco y dulce que salía al mundo por el puerto de Cádiz”.
Flor en francés
Ni fleur, ni flower; el sherry es el rey de los vinos de crianza biológica y “flor” no se traduce. Pero los blancos bajo velo de la región del Jura, en el este de Francia, son otra escuela distinta y, al menos, tan antigua: parientes lejanos con cierto parecido, pero enormes diferencias. “La mayor parte del equilibrio y la arquitectura del sabor del fino y la manzanilla proceden del velo”, escribe en la revista Decanter el periodista Andrew Jefford. “Son carnavales multi-cosecha de flor, festivales de etanal y sabores umami. En contraste, el vin jaune es un vino de añada cuyo grado está equilibrado por una acidez viva y pronunciada y un deje oxidativo de nueces. Su encanto viene de una mezcla sutil e intrigante de sabores frutales maduros que luego son matizados y ennoblecidos por los efectos del velo”. La molécula clave de su sabor, más que el etanal, es el sotolón, “una compleja fragancia con toques de avellana, semillas tostadas de fenogreco, curry, caramelo y sirope de arce”, para el autor de Pápilas y Moléculas, François Chartier.
En el Jura les dicen vinos “oxidativos”. La primera referencia escrita data de 1822 , si bien se han encontrado botellas del 1774. Los monjes de la Abadía de Château-Chalon habrían empezado a elaborarlos quizás un siglo antes y encandilaron a la aristocracia de la época porque podían madurar en botella 15 o 20 años. Su base es la rústica variedad savagnin, sin relación con el sauvignon y conocida en Alsacia y Alemania como traminer: una uva tardía y poco productiva de grano muy dulce, piel gruesa y alta acidez que solo da lo mejor de sí en las tierras que en la zona dicen “marnes du lias”, fondos marinos de hace unos 160-230 millones de años, llenos de fósiles de las eras cretácica y jurásica y aflorados en los cataclismos geológicos que levantaron los Alpes.
Se elaboran hoy en las denominaciones Arbois, l’Etoile, Côtes du Jura y Château-Chalon, considerada el grand cru. Son blancos de vendimia tardía con 13,5º de alcohol, que permiten una amplitud biológica en la flor mayor que los 15º de Jerez. En el Laboratorio de Análisis del Jura la investigadora Jocelyn Broncard ha localizado una decena de “hongos del azúcar” distintos de los andaluces y cuya presencia no depende del viñedo o localidad concretos sino, como también ocurre en el sur de España, del ambiente de la bodega, verdadero terruño de la flor. Los vins jaunes maduran en tonneaux de roble de 228 litros que no se llenan para dejar espacio al velo, delgado y grisáceo, que los cubrirá durante seis años y tres meses de crianza estática, sin criaderas ni soleras. No se añade vino nuevo, así que el grado, por evaporación, sube a 14,5% y el contenido merma a dos tercios de su volumen antes de pasar a una botella especial de 62 cl, el clavelin, que es lo que queda de un litro inicial.
La flor del Este
En la región húngara de Tokaj fueron tradicionales los blancos secos de uva furmint madurados bajo un velo tenue, semejante al del Jura, pero con el éxito mundial de los vinos dulces de la denominación, hechos con uvas pasificadas por el hongo “noble”, la botrytis, “cayeron a las mazmorras de la gama, confinados al fondo de las secciones de bajo precio”. Samuel Tinon es un viticultor bordelés con viñedo en Hungría desde 1991 y hoy produce uno de los escasos blancos secos con flor de la zona. “El velo en Tokaj no afecta a todos los vinos, solo a algunos de la categoría szamorodni sec que también pueden producirse sin flor”. Se hacen con uvas afectadas por el hongo “noble” y un grado potencial entre 13 y 17-18%, los ideales para los vendimia tardía semidulces que triunfan en los mercados. “Yo tuve un acercamiento más clásico, respetando la uva pero sin usar SO2 para detener la oxidación. Preferí aportar solo el oxígeno que el vino puede consumir. Y el velo terminó por aparecer, casualmente”. La flor afecta a estos vinos de una forma especial –quizá porque en las frías bodegas subterráneas cuenta con la ayuda del misterioso moho local que las cubre, el Cladosporium cellare– y les resta hasta un 0,5% de grado al año, “pero aporta un gran potencial de guarda. Durante los seis años que dura la crianza, transforma lentamente la matriz del vino. Hay una cualidad de afinado, sobre todo en el fin de boca, y los sabores de la botrytis y de nuez-curry-sotolón quedan ocultos”.
Tinon encuentra entre los blancos andaluces, los del Jura y el Tokaji, “un vínculo de distinción con respecto al resto de los del mundo porque son vinos afinados biológicamente, aunque sean distintos por suelos, variedades, gentes, vinificación y bodegas. Para los aficionados, representan un bello interés en oposición al gusto estándar. En la civilización del instante, el velo es un lujo supremo”.
La flor de moda
Hoy vende mucho la enología vintage y la Flor se recupera en tierras donde se había perdido, como Rueda, con el trabajo de Pagos de Nona e Ismael Gozalo, aunque hoy los “pálidos” bajo velo que fueron el estilo principal en el pasado no tengan el sello de la D.O. Y viticultores como el Comando G en la Sierra de Gredos, Oliver Rivière en la Rioja, José Luis Mateo en el Ribeiro o Rafa Bernabé y Felipe Gutiérrez de la Vega en Alicante ensayan la recuperación moderna de estos estilos ancestrales.











