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Juanjo López Bedmar, el cocinero bastión de sí mismo
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Este cocinero de vocación desoxirribonucleica no consiente el mal gusto en su mesa. Juanjo López atiza con firmeza a las convenciones más mediocres del sector hostelero como la máquina de iconoclastia bien engrasada que es. Saúl Cepeda. Imágenes: Arcadio Shelk
Soy un hostelero tardío, pero siempre he llevado la gastronomía en el genoma. Era muy asiduo a la Gastroteca de Stéphane y Arturo, un restaurante que se adelantó 20 años a su tiempo. Ellos fueron, de alguna manera, mis mentores intelectuales para dejar el mundo de la empresa y dedicarme al restaurante.
Siempre digo que tengo el mejor restaurante de producto de kilómetro cero: es el más cercano a la Puerta del Sol. Es una broma, claro, pero la realidad es que la logística actual nos permite disponer de los mejores ingredientes de casi cualquier lugar con rapidez. Nuestra fuerza en La Tasquita son el producto y el proveedor. Ahora bien, hay demasiadas fórmulas mercadotécnicas para vender mentiras, y muchos se apuntan a ellas para poder tener una etiqueta que colgarse.
Menos, es más. Me he desprendido en mi cocina de acompañamientos y adornos, de ornamentos que no transmiten el producto en sí.
Es muy difícil que los restaurantes con alma, muy personales, existan en el futuro. Necesitan tradición, pasión y generosidad; algo caro de ver. El restaurante estandarizado es más sencillo y rentable: un grupo puede abrir cinco o seis de una tacada; muy bonitos, con fusión de mil cocinas, fundados en cuartas y quintas gamas, a un precio muy razonable. Eso es la verdadera globalización de la cocina. Lo que posee encanto propio desaparecerá o se convertirá en pura singularidad.
La tradición es un tema complicado. El ser humano es tributario de su pasado. Debes conocer de dónde vienes para saber a dónde vas. No es posible hacer vanguardia sin saber de qué lugar procedes. Quienes realmente avanzan en gastronomía son aquéllos que dominan las bases. Hoy, demasiados jóvenes se saltan pasos: eso dará lugar a una generación perdida de cocineros. Tienen demasiado presente el ceviche y muy poco el escabeche.
Todos saben que el rey está desnudo, pero nadie lo dice. En la cocina cada vez hay más espectáculo y montaje, pero menos alma. Aunque se puedan alcanzar niveles adecuados de satisfacción con la cocina de cortar y pegar, el factor humano, el fuego, la elaboración en el momento… tienen unos matices insustituibles. Si seguimos en esta deriva, nos convertiremos en fotocopiadoras de platos.
Nadie habla tampoco de las digestiones difíciles de los menús de alta gastronomía. Y, por qué no decirlo, hasta de deposiciones molestas. Eso tiene un porqué. Pero la salud es tabú. Hay un régimen dictatorial en la gastronomía. No se pueden tratar ciertos temas. Molestan. El estómago no está preparado para cientos de ingredientes distintos en una sola comida. Además, muchos cocineros no saben, en realidad, qué han puesto en el plato que nos sirven.
Ahora todo el mundo, aparentemente, tiene criterio; todos opinan. Me pregunto de dónde ha salido ese criterio. Un restaurante está expuesto hoy a miles de canales, medios y veredictos distintos, la mayor parte desinformados. No es malo que haya muchas voces, pero sí que su falta de conocimiento sobre la materia que tratan conduzca al pensamiento único. Las unanimidades son atroces; totalitarias.
Hay que desdramatizar el hecho gastronómico. Esto es comer, pasar un buen rato y no darle tanta trascendencia. Los cocineros no somos artistas; somos artesanos. Genios que trasciendan en el pensamiento culinario son Ferran, Andoni y poco más. Los demás somos imitadores, copiadores, estudiosos…
La gastronomía es calor; hay que quemarse. Dónde están tantas grandes promesas que iban a ser el próximo Ferran Adrià. Cuántos grupos abren restaurantes clónicos para que luego los compre un fondo de capital. Hay un verso: “Dios ayuda a los buenos, cuando son más que los malos”. Con eso lo digo todo.