Hasta la cocina
El sombrero de Xavier

Al final de la guerra apareció en algunos periódicos un anuncio que informaba al lector de que los rojos no usaban sombrero. José Manuel Vilabella
Acaso puede ser verdad lo que aseguraba aquel fabricante de derechas. Pero, ¿qué utilizaban los rojos para cubrirse la testa? Gorras, viseras, bonetes. Cada profesión, nacionalidad u oficio tiene el suyo: el guardia civil, el tricornio; el torero, la montera; el picador, el castoreño; el obispo, la tiara; el vasco, la txapela; el inglés, el hongo; el soldado, el casco; el aventurero, el salacot; la criada, la cofia y la señora misteriosa, elegante y etérea, la pamela. Un servidor es hombre de sombrero, pero no de sombrero gastronómico; el mío, que fue un aditamento tardío, es para librarme de los indeseados rayos del sol, que para mí pueden ser letales. En las últimas décadas, allá por los años 70, fue cuando superadas hambres y gazuzas y entronizado el apetito aparecieron en España los buenos restaurantes, los cocineros se convirtieron en chefs y llegaron en tropel los esnobs, los dandis, los gastrónomos. En aquella época prehistórica surgen, florecen, los sombreros gastronómicos. El primero fue sin duda alguna el de Xavier Domingo, exquisito gourmet que vino del París de la Francia para dirigir una revista, Almanaque de los golosos y de las guapas, que solo duró cuatro números. Lástima. Xavier escribía para Cambio 16 y fue el primer crítico gastronómico que surgió entre la niebla y revolvió el cotarro de las cosas del comer. El sombrero de Xavier cubría su melena asilvestrada y además era un símbolo que quería decir, tal vez, que allá donde estuviese el sombrero de Xavier estaba su casa, su guarida, su hogar. Era, imagino, el sombrero como único, imprescindible y exiguo equipaje para circular por la vida. Para datar la aparición del segundo sombrero gastronómico pugnan dos caballeros de pluma fácil y categoría reconocida, Abraham García y Antonio Vergara. Desde Viridiana Abraham García sigue el camino de una cocina de fusión muy particular y, sin quitarse el sombrero y como el que lava, escribe libros esclarecedores y simpáticos y ennoblece el oficio de cocinero con su condición de escritor que no utiliza negros para sus prosas ni discípulos para sus guisos. Abraham es un caminante solitario, el otro lado de Ferrán Adrià, el alter ego anarquista, libérrimo, singular y poético del cocinero catalán. Antonio Vergara hace también del sombrero un ‘aquí estoy yo’; es un cinéfilo levantino que le arrebata el sombrero a Gary Cooper y se lo pone para encontrar garitos donde comer y conversar, hacer filosofías y capitanear la tierra de los arroces. Los dos últimos sombreros gastronómicos son el de Sacha Hormaechea y el de Eufrasio Sánchez. Sacha ya nació con sombrero, lo llevaba desde pequeñito y con él hizo la primera comunión y recibió el pan de los ángeles. Sacha, hijo de Pitila Mosquera, coruñesa maravillosa y bellísima y de Hormaechea, un tipo singular que fue antes gourmet que hostelero, es un fotógrafo que cocina y escribe y logra que en sus comedores se hermanen canallas y gentecita bien, gentes del bronce y coroneles de la Guardia Civil. Oteo, cito y reconozco el sombrero de don Eufrasio Sánchez, el mejor paladar de las tierras de Asturias y el que clausura esta lista. Como lo que no es tradición es plagio el resto de los sombreros son prendas innobles, hijos de la moda y del cambio climático. No son símbolos ni imprimen carácter; pobrecillos, son solo sombreros, vulgares chirimbolos para taparse las calvas indecentes.
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