A fondo: Jorge Bombín
Jorge Bombín, la diversidad ribereña de la mano de Legaris
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Vallisoletano “de siempre”, no tenía pensado entrar en el mundo del vino cuando estudiaba Ingeniería Agrícola en Palencia, pero en el año 2000 unas prácticas en una bodega de la vecina zona de Rueda le hicieron cambiar de opinión.
Luis Vida. Imágenes: Arcadio Shelk
“La vendimia era un momento muy emotivo y me enganchó la curiosidad por este mundillo, así que me dije que si encontraba trabajo en él es a lo que debería dedicarme. Y un día, al llegar a casa, cambié el orden de mi solicitud para hacer Agrónomos y puse en primer lugar la licenciatura en Enología”, relata. Durante varios años compaginó con los estudios el trabajo eventual en la bodega de Rueda, Hijos de Antonio Barceló, donde recaló ocho años al acabar la carrera tras los que entró como director técnico de Legaris, nuevo proyecto del Grupo Codorníu, aterrizado en la Ribera en 1998. “Con 29 años, a mi me atraía mucho volver a la Ribera del Duero y era una bodega tan nueva, con tantas posibilidades de crear cosas… La marca, la bodega y el viñedo empezaban de cero, así que podías marcar una gran parte de su historia enológica. Además, tenías una absoluta libertad: desde el primer día me dijeron que lo que pasara en Legaris era decisión mía y que lo que hiciese estaba bien, lo que me permitió intervenir desde el principio en el diseño de su futuro”.
Dos denominaciones: Rueda y la Ribera. ¿Cercanas pero distintas?
Los de Valladolid tenemos fama de ser muy secos y austeros, que es una palabra que me encanta. La gente es reservada, introvertida, y eso lo noté mucho porque Rueda es más joven y dinámica. Había más hermanamiento porque todo está centrado en 20 kilómetros y te sientes en un círculo más íntimo, mientras que en la Ribera conoces a la gente pero hay menos calidez humana y más distancia entre bodegas y entre zonas geográficas. Esta austeridad la ves desde que descorchas la botella y echas el vino en la copa. Al tempranillo del Duero le cuesta abrirse, no te da lo mejor de sí según lo sirves. En mi opinión la palabra “austeridad” define muy bien el carácter tanto de la gente como de los vinos de la Ribera, porque también implica “sin sobrecarga”, decir solo lo necesario sin adornarse en detalles ni en palabras.
Ahora en la Ribera también tenéis blancos…
Si, los albillos. Pero pienso, como cuando estaba en Rueda y empezaron con lo de los tintos, que las zonas geográficas son versátiles, si bien deben ir ligadas a una variedad de uva y a un tipo de vino. Hacer blancos en la Ribera me parece una buena opción si no perdemos el foco de que es una zona cuya identidad viene definida por los tintos de tempranillo.
Desde tu experiencia, ¿cómo sería esta identidad “Ribera” en los vinos?
La base es el tempranillo, o tinto fino, y son vinos marcados por un terreno a cierta altitud con una gran diversidad de suelos porque hay arcillas, limos, arenas, cantos rodados… El clima, extremo, aporta concentración de una forma natural así que nuestro reto es buscar la elegancia. Las buenas añadas de la Ribera del Duero son recordadas por su gran capacidad de guarda y se pueden tomar con placer a los 15 o 20 años.
¿Cuántas Riberas del Duero hay?
Muchas, y el problema es que las hemos simplificado. Estamos en una sociedad en la que todo va muy rápido y que quiere hacerlo todo demasiado sencillo. Hablamos de la Ribera como si fuese un único concepto abstracto, sin embargo se construye con cuatro partes de cuatro provincias: Valladolid, Burgos, Soria y un poquito de Segovia, cerca de 23 000 hectáreas que son un gran monopolio de tinto fino, pero que no se puede pretender que sean homogéneas. No hay una única interpretación porque el reto es, con una misma variedad de uva, mostrar cómo se comporta de formas tan diferentes según donde se cultive.
¿Cómo es de importante la altitud?
Es clave y mucho más con el cambio climático. En nuestra zona, a 750 metros, empezamos a vendimiar relativamente pronto. Este año fue el 26 de septiembre, pero hace pocos años estaríamos empezando ahora, a mediados de octubre y vemos que cada vez es un poco antes. Estamos acortando el ciclo del tempranillo, ya de por sí breve, y con ello la identidad de la Ribera, que requiere que las noches sean frías porque así se preserva la acidez y sube el color en las uvas. La Denominación data de 1982, es muy nueva, y hemos pasado por distintas fases y modas y quizás hayamos pecado de buscar la concentración, la opulencia, y sacrificado la acidez, porque un vino que no tiene frescura no es un vino equilibrado. La altitud es clave para nosotros, nos permite recuperar el ciclo natural de la variedad y a 900 metros, en el páramo, se ven sensibles diferencias.
¿Resultan tan distintas las cosechas entre sí en la Ribera del Duero?
Una de las claves de la zona es el factor añada. Las hay excelentes, como la 2019 que acaba de venir y que será una de las más grandes cosechas, aunque ahora las diferencias son menos acusadas que hace 20 o 25 años; las temperaturas tan altas en septiembre y octubre traen una cierta uniformización y concentran las fechas de vendimia, que antes estaban más escalonadas. Luego, hay añadas lluviosas como 2013, frías como 2008, y otras que te dan todo lo que puedes pedir como 2015 y 2011. Y una de las claves para nosotros como marca es la consistencia: tus vinos tienen que estar bien en todas las cosechas.
¿Hemos puesto demasiado énfasis en la crianza y poco en el territorio?
Sin duda. Y hablar mucho del proceso y poco del origen ha sido uno de los grandes errores que todos, en mayor o menor medida, hemos cometido, poniendo el foco en una parte pequeña de la historia. Las primeras visitas nos demandaban hablar de temperaturas de fermentación, levaduras, porcentaje de variedades… Veías verdaderas “master class” en la sala de barricas sobre tonelerías y bosques de Francia. Esto ha cambiado, afortunadamente, y ahora la gente quiere saber lo que hace diferente a un vino porque lo interesante de verdad es la uva y lo que hay detrás.
¿De qué manera habéis puesto el foco en el terruño?
Todos los proyectos enológicos dentro de Codorníu tienen viñedo, lo que es toda una declaración de intenciones, de que no estás de paso porque la zona esté de moda, sino que has venido para quedarte. La mayor parte de las 93 hectáreas de Legaris rodean a la propia bodega en Curiel de Duero, al lado de Peñafiel en la provincia de Valladolid, a unos 750 metros sobre el nivel del mar; el resto están en San Martín de Rubieles, ya en Burgos, y controlamos otras 200 hectáreas de proveedores. Buena parte de la diversidad y complejidad de nuestros vinos viene de poder trabajar viñas en distintas zonas de las dos provincias e incluso un poquito en Soria. Nuestros ocho vinos aportan distintas visiones, desde un viñedo en concreto hasta la mezcla de terruños. No renegamos de la gama clásica –roble, crianza y reserva–, pero hemos ido desarrollando otras como Páramos de Legaris, enfocada en la altitud, o los tres “vinos de pueblo” que te permiten descubrir esas pequeñas “Riberas” que son La Aguilera, Alcubilla, Olmedillo o Moradillo y que así cobran relevancia. Por último, con Calmo recuperamos el perfil del tinto de la zona para guardar y envejecer.
¿Estos “vinos de pueblo” pueden dar paso a una zonificación de la Ribera?
Sí, porque se genera un debate y no se habla solo de las cuatro provincias sino también de suelos, altitudes y pueblos. Poco a poco, el consumidor inquieto instiga esta actitud de ir más al detalle, al origen. Pronto se hablará de más Riberas del Duero y nuestra pequeña contribución será poner estas zonas en el mapa y que la gente hable de los vinos según los pueblos de los que proceden. Me consta que es un orgullo para sus viticultores verlos en las etiquetas.










