Primer Pago manchego
Carlos Falcó, el noble adalid de los “supercastellanos”
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Cuando era muy joven, Carlos Falcó heredó de su abuelo materno el Dominio de Valdepusa en Malpica de Tajo, “una finca que era un legado histórico del siglo XIII en una zona en la que había bodegas, aunque lo importante era el olivo”. Luis Vida. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Entonces decidió que quería ser ingeniero agrónomo y dedicarse al vino y al aceite. Estudió en la Universidad de Lovaina, Bélgica, entre 1954 y 1959 y luego en Davis, California. “No había Facultad de oleicultura, así que no tuve más remedio que aprender de vinos. El aceite me interesaba más porque lo sentía como más propio de la zona, pero la finca estaba en Castilla-La Mancha, el mayor viñedo del mundo. Y cuando volví tenía una idea muy clara de cómo quería hacer mi vino”.
¿Fue el cabernet de California la inspiración para Dominio de Valdepusa?
En Valdepusa había una bodega preciosa de tinajas de mi abuelo y un viñedo de garnacha, pero en ese momento el mercado no tenía una gran opinión del modelo de vino de Méntrida y decidí empezar con el cabernet sauvignon. En la zona todo se vendía a granel y había mucho trabajo que hacer, pero fracasé cuando le pedí autorización al Ministerio de Agricultura para una plantación en espaldera con riego como las que había visto en el Valle de Napa. Que hubiese ya cabernet en Vega Sicilia o en Riscal en la Rioja no les hizo cambiar de opinión y tuve que esperar al año 1974 para plantar el que fue el primer viñedo de esta uva en la parte sur de España. En Davis había estudiado el clima de Malpica con el profesor de esa materia, Mr. Wrinkler, y los resultados nos decían que el tempranillo era propio de zonas más frías, como la Ribera y la Rioja pero que el cabernet, que necesita un poco más de calor para madurar bien, parecía ideal. Hice pruebas. La más avanzada, con el bodeguero de Rueda Antonio Sanz, se llamó “Primicia”, y combinaba estas dos uvas. La actriz y modelo Margaux Hemingway había estado en casa, era muy aficionada al vino y ese año era la madrina de la vendimia en la Denominación Margaux en Burdeos. Me contó que se había hecho muy amiga de un bodeguero y escritor al que yo conocía mucho, Alexis Lichine, y que le iba a hablar de mi vino. Unas semanas después me llamó desde un hotel-spa de Marbella, el Incosol. Estaba con Lichine y quería que cogiese un avión y les llevase una botella. ¡Qué locura! Pero aparecí allí, con Lichine en su tumbona y a dieta de 500 calorías, que me prometió probarlo con su enólogo, Emyle Peynaud, en cuanto volviese a Burdeos.
¿Es entonces cuando el profesor Peynaud comienza a asesorarle?
Peynaud era el hombre más importante de la ciencia del vino desde Pasteur, un sabio que había descrito la fermentación maloláctica, que por entonces no se sabía muy bien lo que era. Le pregunté después a Lichine que le había parecido el vino. “Aquella noche debieron zumbarte los oídos porque estuve catando con él y me dijo que, aunque no tenía una gran opinión de los cabernet hechos fuera del Médoc, tu vino si le había gustado”. El 28 de agosto llegó Peynaud al viñedo y me pidió probar el cabernet sauvignon puro. Antonio Sanz había preparado astutamente 10 copas, todas distintas mezclas con tempranillo, que era lo que le gustaba, con una de cabernet entre medias. “Esto es lo que estaba buscando” –dijo Peynaud– “Ponga usted el nombre en la etiqueta y yo le asesoro”. Unas semanas después recogimos la cosecha, la primera de 1982, y tanto él como Lichine pusieron el suyo, lo que me fue muy útil para presentar el vino en Christie’s, Londres, como una novedad que costaba una décima parte que un grand cru de Burdeos con el que podía equipararse en aromas y sabores.
¿Podríamos decir que ese vino fue el primero de los “supercastellanos”?
Lichine era el gran escritor del momento y me ayudó mucho presentándome gente. En una reunión con bodegueros en Nueva York conocí a Pietro Antinori, que me contó que Peynaud le había aconsejado cambiar la proporción de la blanca trebbiano de su Chianti Classico “Tignanello”, por cabernet y, aparte, hacer el “Solaia” como varietal puro. Le costó la presidencia de la Denominación, pero fue un éxito tan grande que surgió en EEUU la palabra “supertoscanos” para definir estos vinos. Mi cabernet sauvignon fue también el primero de Castilla-La Mancha y, siguiendo el modelo de Antinori, decidí sacarlo como vino de mesa. Mucho después, en 2002, el presidente José Bono me preguntó qué hacer para potenciar la región y le propuse una nueva Denominación de Vinos de la Tierra que permitiese diversificar las variedades de uva, porque entonces solo había tempranillo y airén. Entonces hizo la ley que creaba los Vinos de la Tierra de Castilla y, como premio, me dio la primera D.O. de Pago a final de año para el Dominio de Valdepusa.
¿Y entonces pensó en el syrah?
Peynaud me asesoró entre los años 1982 y 1990 y me dio la idea, aunque no hice mi primer syrah hasta después de que se retiró y cogí como nuevo asesor a un alumno suyo, Michel Rolland. También hablamos de la petit verdot, una variedad problemática de Burdeos que se usa solo en pequeñas proporciones en las mezclas. En el 82 habían tenido una gran cosecha y me dio a probar un vino que me encantó, sin embargo pensaba que no iba a poder repetirlo porque esa vendimia cálida no era normal. “Plántala, porque a ti te va a madurar”, me aconsejó Michel Rolland, y hoy el único petit verdot que produce realmente un gran vino todos los años es el de Valdepusa, un terroir ideal. También quería plantar una variedad española singular y encontré a la “niña mala” de Rioja, una variedad para mezclar como la petit verdot. “Graciano no, gracias”, dice Marcos Eguren porque allí solo da un buen vino cada dos o tres años, pero siguiendo la opinión de Jesús de Madrazo, enólogo de Contino, planté una hectárea de graciano en el 2000 que realmente nos dio muchas alegrías.
¿Hay muchas diferencias entre los estilos de Peynaud y Rolland?
Peynaud le daba mucha importancia a la acidez y vendimiaba más temprano para unos vinos más ligeros que el mercado inglés adoraba. Rolland era partidario de unos tintos de uvas más maduras con menos acidez, más color y potencia de taninos… Más de todo. Es verdad que era el gusto de la época y nos metimos en esa vía con mucho éxito. Estuvo conmigo 25 años pero llegó un momento, en torno a los años 2013-2014, en que empezamos a hacer maceraciones más cortas como Peynaud. A Claude Bourgignon, un personaje mágico de la Borgoña, le conocí en la Romanée-Conti, donde me enseñó cómo los terruños que descubrieron los monjes en el siglo XIII siguen siendo los mejores. Le pedí consejo para el nuevo viñedo de graciano y me pidió llevarlo porque le gustó nuestra forma de trabajar el terroir. “Usted tiene los mismos 40 cm de arcilla sobre la caliza que Romanée-Conti, de modo que vamos a aprovechar eso”.
¿Hay que ir a menos madera?
Hay que añadir lo menos posible. Todo se basa en expresar de la forma más fiel posible el terruño: el suelo, el microclima y la filosofía del viticultor, ser lo más auténtico y lo más diferente que puedas de cualquier otro viñedo. La barrica es una necesidad para los vinos de crianza, pero el punto en que empieza a notarse en la nariz es el momento de parar, sean los meses que sean. Mi amigo Víctor de la Serna dice que en España se habla demasiado de barricas y creo que es verdad. Hay que dejar el protagonismo a las uvas y el terruño.
¿Cuál de los libros que ha escrito aconsejaría hoy a los jóvenes viticultores?
He escrito uno que lleva por título La Buena Vida (Planeta de Libros, 2016) que ha tenido menos éxito que Entender de Vinos, (Martínez Roca, 2004) que tuvo 14 ediciones. La buena vida es trabajar en lo que te gusta y el libro cuenta todas las cosas divertidas que me han pasado en mi aventura vinícola y oleícola y cómo me ayudó gente que creía en la diversidad. Puse en él una frase del Quijote que resultó ser apócrifa y me gusta mucho, aunque no sea de Cervantes: “Cambiar el mundo, Sancho, no es locura ni utopía, sino justicia”.