De la supervivencia a la alta cocina

Arqueología del sabor

Miércoles, 12 de Marzo de 2014

La puesta al día de recetas inscritas en nuestro anecdotario cultural más atávico nos lleva a plantearnos la vigencia de los actuales cánones nutricionales y a cuestionar el carácter veleidoso de las modas gastronómicas. Álvaro López del Moral

¿Cocina de supervivencia frente a gastronomía molecular? Tal vez sea la lógica consecuencia de los excesos vividos o simplemente, se trate de un ejercicio de nostalgia alimenticia, pero el caso es que durante los últimos meses una marea de pragmatismo culinario parece estar inundando las mesas de los grandes restaurantes, y amenaza con devolver al primer plano de la escena nacional recetas que se consideraban perdidas en la noche de los tiempos. Platos elaborados con productos de primera necesidad que forman parte de nuestro acervo cultural más arraigado, como el Atascaburras, las Gachasmigas, los Repápalos, el Ajopringue o los Gazpachos manchegos, reivindican ahora un puesto de honor en el recetario patrio y nos obligan a cuestionar el carácter antropológico de semejantes propuestas, para dejar en el aire la pregunta de si, también en los fogones, cualquier época pasada fue realmente mejor.

 

“Cuando uno se enfrenta a este tipo de recetas, algunas de las cuales eran propias casi exclusivamente de los pastores y ya no tienen mucho sentido nutricional por su carácter calórico y su exceso de grasas, parece como si entrase directamente en el túnel del tiempo”, asegura Inés Butrón, autora del libro Comer en España. De la subsistencia a la vanguardia (Edit. Península). “El resurgir que están experimentando nos favorece a todos, porque forman parte de una identidad que, si no hubiera tradición oral, terminaría perdiéndose. Ahora bien, no creo que el fenómeno obedezca a razones de índole sociológica, como la crisis, sino que se trata de un movimiento pendular muy concreto: antes, sobre este tipo de cocina pesaba el estigma de lo pobre, mientras que ahora parece estar produciéndose cierta idealización del medio rural y es a la industria a la que se tiende a demonizar, sin pararse a pensar que, pese a sus múltiples inconvenientes, gracias a ella también hemos conseguido unos controles sanitarios mucho más estrictos en lo tocante a matanzas, elaboración de embutidos y condiciones del producto en general”.

 

Un fenómeno vigente
Al margen de cualquier controversia posible sobre lo adecuado de su potencial alimentario, la recuperación de recetarios ancestrales como el que acaban de publicar la cocinera Charo Carmona y el historiador Fernando Rueda –en el cual se incluyen notables revisiones de la porra antequerana, el Ajocolorao de Vélez-Málaga o el Galipuche, un guiso elaborado con sopa y tortilla–, o la incorporación a la última edición del certamen Madrid Fusión de un módulo dedicado a la culinaria tradicional española, están dando carta de naturaleza a un fenómeno que, por otra parte, tiene bien poco de nuevo. Maestros como Manuel de la Osa y Pepe Rodríguez Rey han incluido desde siempre en sus menús proposiciones trabajadas a base de productos primarios, aunque revisándolas después en clave de innovación. Son famosos los Galianos preparados por el primero en el restaurante Las Rejas, que contienen torta cenceña manchega desmigada y acompañada por setas y carne de piezas menores, como liebre, conejo o perdiz; o su archiconocida reinterpretación de las clásicas sopas de ajo.

 

Por su parte, entre otros planteamientos, desde su feudo toledano de El Bohío el mediático Rodríguez no duda en elevar hasta las más escarpadas cumbres de la haute cuisine moderna el Morteruelo, cuya composición original incluye pan rallado, hígado de cerdo y caza menor, aderezado con pimentón, ajo y otras especias y machacado en un recipiente hasta conseguir que adquiera una consistencia parecida a la del foie gras.

 

Contundente y demoledor, este tipo de preparaciones admite numerosos guiños a la culinaria actual, mucho más liviana en su fondo y en su forma. Pero lo realmente llamativo es el interés demostrado por los grandes cocineros en conservar la esencia de las recetas, despreciando los pujantes cánones nutricionales y remitiéndonos a la naturaleza más atávica del asunto, que no es otra que el placer de la comida. Así, en el restaurante Maralba, único poseedor de estrella Michelin en Albacete, el chef Fran Martínez deleita a su clientela con creaciones de inspiración pastoril como el Atascaburras, una pasta hecha con bacalao desalado, ajo y patatas, que no ha dudado en actualizar sirviéndola en un cornete. Esta fórmula debe su nombre al afán por destacar los aspectos más obvios de cada caso demostrado en el siglo XVII por dos zagales de la zona, cuando, tras degustar semejante manjar, no dudaron en asegurar que su ingesta “hartaba hasta a las borricas”. De ahí a su denominación definitiva parece que terció un breve espacio de tiempo.

 

Revisiones sin prejuicios
No demasiado lejos, en la localidad de Villarrobledo, se encuentra un afamado local llamado Azafrán. Su responsable, Teresa Gutiérrez, ofrece a los visitantes una experiencia gastronómica argumentada sobre los fundamentos de la cocina bucólica. En ella destacan las tradicionales Migas, aunque acompañadas desprejuiciadamente por anchoas y panceta, y el célebre Ajopringue o Ajo Mataero, una suerte de paté basado en la casquería, al cual ella ha querido aligerar agregándole piñones y manzana.

 

Entre los postres representativos de esta categórica vertiente culinaria destacan los Repápalos o Sapillos (no confundir con los Gurullos propios de la cocina murciana, una masa de harina y agua que también merece figurar en este listado por méritos propios, ya que en algunas recetas es utilizada sustituyendo al arroz). En este caso, se trata de una especie de croquetas cuyo origen se remonta a la cultura sefardí, realizadas con pan duro remojado en leche y huevo, y sazonado con limón, azúcar y canela. En El Corregidor de Cáceres, el chef Francis Refolio los acompaña con helado de torta del Casar. También es posible disfrutarlos, y regocijarse con la grandiosidad de la cocina de permanencia, en locales como El figón de Eustaquio, cuya trayectoria ha sido galardonada con la Medalla de Extremadura; Corral del Rey, en Trujillo, que cuenta con la Medalla de Oro de la Gastronomía y el Premio Chef de Cocina Joven, entre otros reconocimientos. Y el Hostal-Restaurante Cerezo, parada obligatoria cuando uno se decide a visitar el municipio de Guadalupe.

 

La frontera del embutido
Sin llegar a los extremos del chef Ignacio Doménech, quien llegó a publicar en plena Guerra Civil un formulario donde ideaba la manera de elaborar una tortilla de patatas sin huevos ni papas, lo cierto es que nuestra gastronomía es muy rica en platos que muestran cómo hacer de la necesidad virtud; son los casos del Potaje vegetal, las Patatas revolconas o la Olla gitana, un cocido que mezcla legumbres y verduras con frutas como la pera, hoy recuperado por establecimientos de la talla de La Cabaña de la Finca Buenavista, con una estrella Michelin, o el murciano Tiquismiquis.

 

Pero, en lo tocante a la subsistencia alimentaria, lo que marca la diferencia es la incorporación de productos derivados de la matanza. Aquí, la cocina salmantina gana por goleada (no en vano al embutido de Guijuelo se lo conoce como “marisco de pocilga”), con ejemplos tan notables como el Limón serrano, una curiosa propuesta que sugiere la comunión entre cítricos –naranjas y limones– cortados en rodajas, con ajo frito, huevo cocido, chorizo cular y jamón ibérico (el chef Julio Garmendia aconseja agregarle también dos solomillos de cerdo. Lo cual, sin duda, lo enriquece considerablemente, aunque también lo hace perder gran parte de su atractivo ascético). Es típico de la Sierra de Francia, donde solía consumirse en Carnavales y Pascuas, y algunos atrevidos se arriesgan a calificarlo como de “ensalada tibia”, sin tener en cuenta su elevado índice en grasas. Hoy constituye una tapa imprescindible en toda la región, junto a alimentos de la raigambre del Farinato con huevos o el tradicional Hornazo, cuyo contenido en fiambre –más del 40%– pulveriza cualquier posibilidad de aproximación al minimalismo culinario. 

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