Deliciosamente fina
Así se elabora la cecina de León, un reino para una plebeya

Pocos topónimos tan indisolublemente unidos que el reino de León a su cecina, esa suculenta mortificación que en los últimos tiempos mira directamente a los ojos del mejor jamón ibérico. Detallamos su canónico proceso. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Sabe a humo y a gloria. Dicen que el manual del buen hípster neogourmand tiene un capítulo entero dedicado a ella. La hay de jumento y hasta de conejo, pero la de vacuno es superlativa. Todo León huele a cecina. En estas tierras maragatas de Astorga la elaboran con mimo, tiempo y humo desde que el cierzo es cierzo, o sea, la romanización de la Península que sopló allá por el siglo III antes del Mesías. Arrecian aires gélidos por esta meseta –cálida es su gente y su cocina–, donde esta desecación de culto es pingüe religión para exportar, aunque hay que preservar fe, metodología y cánones, que ha salido mucho sucedáneo abaratando y pervirtiendo una seña de identidad comarcal grabada a rojo sangre. En Cecinas Pablo saben lo que hacen desde 1993. Y mucho antes, con la carnicería familiar de Astorga donde se curaba en el sótano en plan garaje. La materia prima no ha cambiado: cuartos traseros idóneos de bueyes y vacas (rubias gallegas, frisonas, simmental... algo de wagyu) despiezadas por manos sabias. “Sacamos aquí mismo contra, tapa, babilla y cadera, que son los cortes destinados a la cecina. Este trabajo pocos o nadie lo hace”, explica Pablo Barros, segunda generación en esta compañía que ha encontrado espacioso acomodo en el polígono industrial de Astorga. De curar la carne para poder acarrearla de un sitio a otro en el rigor invernal hasta el salto temporal de los restaurantes con estrella que la sirven con foie, la cecina sigue teniendo un proceso lógico, que bien llevado destierra clichés de “seca, dura, negra y salada, hay que reeducar a la gente”, desliza Pablo, y donde no es tan “importante la infiltración”, primer aviso a navegantes.
Unas 400 piernas de animales –bajo el mandamiento de que sean de más de 400 kilos y cinco años de existencia– aterrizan aquí cada semana. Les aguarda el grano grueso de sal marina refinada de Torrevieja (Alicante), sin esos nitrificantes tan usados que alteran el color. Serán entre 7 y 14 horas por cada kilo de peso (hay contras de casi 20 kilos). De tal suerte que en el suelo yacerán alrededor de una semana en pilas de no más de tres alturas. Un lavado posterior les despojará de su manto blanco para pasar hasta dos meses en un secadero con una circulación homogénea del aire, entre tres y cinco grados de temperatura y un 75% de humedad. Cada secadero guarda unas 1000 piezas como si fueran alhajas colgadas con su pátina de moho que “solo se genera cuando haces las cosas bien y despacio”, recuerdan. Este postsalado o asentamiento es una fase crucial. Seguidamente en otro secadero se van aclimatando contras y tapas subiendo el termómetro hasta los 10 grados. De ahí les aguarda la fragancia del roble y la encina de bosques de La Bañeza. El ahumadero perfuma las instalaciones al abrir sus enormes puertas. Serán unas dos semanas de ígneo efluvio, con fuego vivo y rescoldos. El epílogo lo marca un secadero pleno de luz natural donde se juega con la apertura de las ventanas y la aireación al estilo del mejor jamón. Una vez descolgadas, brocha en mano, un operario les confiere un unte de manteca “para que no entre el ácaro, pero ojo, con mucho cuidado para no enranciar”, explica Pablo.
En 16 meses de curación establecen el límite razonable, huyendo de excesos superlativos que hablan de disecarla hasta tres años. Las piezas se pulen, se rebanan para dejarla franca al consumidor. En boca, la cecina ha de ser suave y jugosa, compacta pero sin texturas pétreas, sabrosa y palatable. Arrastra el hándicap de no ser tan barata como el jamón serrano, así que su liga está en competir en sabor con el ibérico. Precio, entre 25 y 30 euros kilo. “Primero atemperar. Y jamás echar chorritos de aceite de oliva. Por sí sola es un manjar”. Hay quien las acompaña con almendras. O anacardos. O el mejor palo cortado y un buen millésimé de Champagne. Nadie discute que el viejo Reino de León, con o sin cuitas autonómicas, enarbola la cecina por bandera.
De mapas y de vientos
La I.G.P. Cecina de León, a la que no están adscritas todas las empresas del ramo, traza una delimitación geográfica para la elaboración de este producto. Hay montaña, valle y meseta en este mapa, siempre con León por linde. Se prefiere que la cecina provenga de razas castellano-leonesas, pero no es condición sine qua non. Etimológicamente la palabra cecina deriva del término latino siccus, que significa seco, o bien, del término céltico ciercina, que como jura el chef ilustrado Sacha Hormaechea, atiende a “cierzo” o “viento”.