Santiago Rivas

Esto no es agua

Miércoles, 08 de Abril de 2020

Tiempos raros, atípicos, distópicos, propios del guion de una peli de bajo presupuesto emitida en la sobremesa de un domingo son los actuales, y hay que recurrir a los grandes clásicos (recientes): David Foster Wallace (1962-2008). Santiago Rivas

 

Este escritor de culto, autofallecido mediante ahorcamiento (en eso no le imitéis), dejó para la posteridad alguno de los textos más divertidos y enriquecedores de finales del s.XX y principios del XXI.

 

Pero hoy no vengo a evocar su novela más famosa (La Broma Infinita, 1996) o su crónica más divertida (Algo Supuestamente Divertido Que Nunca Volveré a Hacer, 2001), no. Hoy me tenéis que agradecer que traiga a colación el discurso que dio con motivo de la ceremonia de graduación para la generación de 2005 en la Universidad de Keyton, titulado “Esto es Agua” y que tenéis a una simple búsqueda de Google de distancia.

 

Ese texto empieza con un microcuento simbólico – parábola: están dos peces nadando uno junto al otro, cuando se encuentran con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice: “Buen día, muchachos ¿Cómo está el agua?” Los dos peces siguen nadando, hasta que después de un tiempo uno se gira hacia el otro y pregunta “¿Qué coño es el agua?” Este es solo el comienzo de un texto con múltiples lecturas. Pero la que evoca este preámbulo es que vamos por la vida muchas veces dando las cosas por hechas y no nos damos cuenta de lo más importante.

 

Sí: al ser mamíferos terrestres, para nosotros lo más importante no es el agua, es el aire que respiramos. De hecho, ya respirar es algo bastante importante. Pero no lo vemos. Escribí en mi anterior episodio que tenéis que valorar todo, todo el rato y que si algo bueno está teniendo este horroroso confinamiento es poder darnos cuenta de este extremo.

 

Ahora es cuando viene mi giro de guion y dejo de filosofar para aplicar esta idea a algo muy específico, ya que esto es Sobremesa y no un ejemplar de cuadernos del pensamiento occidental. Y es que en este caso el agua del que no me daba cuenta es el tiempo que le otorgo a un vino. Me explico: durante esta cuarentena me estoy abriendo, más o menos, una botella por día cuyo descorche realizo con la comida, a eso de las 14 horas. Ahí cae casi la mitad del contenido.

 

Luego, por aquello de entretenerme y de mi vocación de entretener, suelo hacer un directo a través de Instagram Live con algún amigote en donde continuo con la botella antes abierta. Esto suele ser ocurrir entre cinco y 10 horas después de la mencionada apertura.

 

En todos los casos, en esta segunda -y terminal- tentativa, el vino que he abierto a mediodía ha estado mejor y, en algunos casos, definitivamente mejor. Sé que estoy soltando una obviedad: todos sabemos que con el debido tiempo y oxígeno los vinos mejoran. Pero lo que se me había olvidado es que mejoraban tanto.

 

Y es que cuando el mundo era diferente (hace tres semanas) y quedábamos en alguna casa o restaurante, descorchábamos los mejores vinos posibles, uno detrás de otro, de manera frenética. Auténticos holocaustos vínicos. Por no ir más lejos en el tiempo, el mismo 1 de marzo en Bar Gresca se liquidaron, en unas seis horas en total, botellas de Overnoy, Giuseppe Rinaldi, Ramonet, J.L. Chave, Clos Rougeard, Dauvissat, Clape, Potel… y todo ello adornado con champagnes de porte y culto como Les Chetillons de Pierre Peters o algún nuevo cult vigneron como Bérêche. No menciono más (hubo muchos más) porque ni los recuerdo.

 

Esa noche se cambiaba de copa cada veinte minutos como máximo, y, si bien no es habitual juntar a tanto viñador francés de culto -estábamos de celebración-, sí es bastante normal ese ritmo. Por eso a mí ya se me había olvidado lo que cambia un vino si te lo tomas con pausa. La crítica evolución, cuando no metamorfosis, que hace que una botella pase de no gustarme a agradarme o directamente entusiasmarme.

 

Ahora me pregunto cuántas veces me habrá pasado que una referencia no ha desarrollado todo su potencial, porque no le he dejado, y voy por ahí diciendo que tal vino no es para tanto, que lo probé el otro día en un sarao, reunión, cena o lo que fuera, y que nada. Que la gente se está flipando.

 

Se me había olvidado que el vino no es agua. Y lo malo es que se que se me volverá a olvidar.

 

 

 

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