Un hedonista en apuros
Estamos viviendo tiempos difíciles. Tiempos de guerra. Muchos dicen que libramos la tercera guerra mundial. La primera fue la de las trincheras y la lucha cuerpo a cuerpo, la de las bayonetas y el “adelante mis leales”. José Manuel Vilabella
La segunda la de los bombardeos masivos y ésta la de los aplausos, las ovaciones, el salir al balcón para saludar con todo afecto a los de la casa de enfrente, el felicitarse efusivamente por lo bien que lo estamos haciendo. El enemigo común, como ustedes ya saben, es el coronavirus, un enano cabezón que nos tiene a todos en un ay. Como las guerras adelantan que es una barbaridad, en la que nos ocupa y preocupa no se mueren los militares ni los niños. En esta nos morimos los de la tercera edad. Eso hemos ganado. Yo, como saben alguno de ustedes, soy un octogenario que nació durante la Guerra Civil. Además de dedicarme a escribir de las cosas de comer soy, en mi modestia, un apasionado de los placeres de la carne. Uno ya no es el que era pero hace lo que buenamente puede y le permite este body que se van a comer los gusanos. Como somos en esta contienda algo así como la fiel infantería, las autoridades nos recluyen en nuestros domicilios para que el maligno enano no se cuele en nuestra trinchera y nos lleve antes de tiempo al más allá. ¿Cómo lo pasa un hedonista en un retiro forzoso? ¿Qué puede hacer un habitual de la cocina pública cuando todos los restaurantes están cerrados? El hedonista, en estos tiempos del cólera, tiene la obligación de ser, además, un dandi. Y también un cocinillas. Tiene que echar mano de sus conocimientos de menestral, colocarse un mandil de diseño, un gorro esbelto e inmaculado y con solemnidad teatral, freír un huevo. Si es posible con jamón. Pero no solo de huevos vive el hombre. Son necesarias muchas más cosas para pasar un retiro involuntario que para algunos puede durar meses. Me temo que, para nosotros los muy viejecitos, hasta que se descubra, comercialice y adquiera por parte de las autoridades competentes la vacuna esa. Me miro al espejo y qué veo: un señor bajito, muy bajito, calvo, con una larga barba y bastante gordo. No es por presumir y perdonen ustedes mi vanidad, pero servidor parece una redonda albondiguilla. Dentro del infortunio el hedonista tiene suerte. Es un cocinillas con remango. Viudo desde hace seis años vivo solo y freí mi primer huevo con más de setenta y ocho años cumplidos. Los Vilabella somos una familia de vocaciones tardías. Mi abuelo Dositeo aprendió a escribir a máquina a los ochenta años y yo me inicié en los quehaceres cocineriles cuando me quedé desamparado. Mi mujer cocinaba muy bien y no me permitía entrar en su feudo. Yo me limitaba, para cumplir el expediente, a poner la mesa y sacar los cacharros del lavavajillas. Sospecho que entre los lectores habituales de mis escritos están algunos distinguidos caballeros que están en idénticas condiciones de aislamiento y pueden necesitar mis consejos. No se preocupen. Faltaría más, pueden contar conmigo. Hagámonos una reverencia a distancia. Aquí un amigo.
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