Cuchillo, cuchara y tenedor

El cuchillo siempre estuvo ahí. Lo recuerdo cuando mi tatarabuela me decía: “Come, Manolín, come carne de mamut, que está muy buena”, y con una paciencia infinita cortaba en finas lonchas aquella exquisitez sangrante. José Manuel Vilabella
Usaba aquella herramienta de sílex para que este humilde gastrólogo educase su privilegiado paladar y llegase a ser mundialmente famoso. Sin cuchillo puede haber alimentación, pero no gastronomía. Después, lentamente, fue apareciendo la vajilla: los platos, los cuencos, los vasos, las fuentes rabaneras. Cuando el bisabuelo se sacó el cuenco del magín hicimos un fiestón en la cueva. Llegó la sopa de menudillos calentita y sabrosa, aunque todo hay que decirlo, un poco sosa. La sal, la sal de la vida, apareció en la mesa más tarde y de la llegada del azúcar ni me acuerdo. El cuchillo fue variando de material, de forma, de función. Se hizo el protagonista de la fiesta y del funeral cuando se convirtió en arma en mano del militar y se usó por unos y otros para asesinar a mansalva y sirvió para que la soldadesca pasase a cuchillo a los santos inocentes. Pero, en fin, dejemos eso tan doloroso y actual, dejemos al cuchillo asesino, a la bayoneta; seamos, como es obligación del firmante, frívolos e intrascendentes; hablemos de otra cosa.
La cuchara vino después. Tardó en llegar miles de años. Primero nos apañamos con las conchas marinas y así estuvimos una eternidad. Cuando a un avispado se le ocurrió ponerle un mango a la concha de vieira la humanidad dio un paso de gigante. Fue en Galicia, en Meira, en la provincia de Lugo, aunque los historiadores se empeñen en decir que eso ocurrió en Mesopotamia. Los grandes descubrimientos vienen de la orilla del mar, pero se maduran y perfeccionan en el interior. La gente de tierra adentro es más reflexiva porque el campo es duro e inhóspito y hay que ser aprendiz de todo para sobrevivir malamente. Con el cuchillo y la cuchara fuimos felices siglos y siglos. La cuchara de madera sirvió y sirve todavía para probar y revolver. Los cocinillas la usamos a diario en nuestros experimentos. Ir de error en error y de mal en peor hasta que, uno entre mil, grita ¡Eureka! Es el principio de la ciencia y del arte cocineril. Y también, ay, de la hija menor, de la literatura.
El tenedor fue el último en subirse a la mesa. Y cómo llegó el pobre. Con el clero hemos topado, amigo Ferran Adrià. Qué discusiones, qué sermones desde el púlpito. En el infierno de Pedro Botero el tenedor se había usado, desde la rebelión de Luzbel y sus muchachos, para pinchar las partes pudendas a los pecadores y sacarlo de allí para llevarlo a la mesa fue una guerra titánica. El tenedor es más viejo que la gorra de cuadros. Lo conocían los romanos pero tardó 18 siglos en formar parte de la cubertería que hoy utilizamos. Lo trajeron poco a poco los cursis, los esnobs, los adelantados, los tocapelotas, los vanguardistas. Su utilización cotidiana es una bella historia de tozudez libertaria. El clérigo italiano Antonino Scarpa, un baldadiño cojo, manco y medio ciego, fue asesinado por sus compañeros por portar un tenedor en el refectorio y querer utilizarlo para llevarse a la boca una diminuta albondiguilla y Catalina II, la emperatriz rusa, lo utilizaba, porque le daba la real gana, ante escándalo de sus pudibundos cortesanos. Le gustaba tanto que mandó fabricarse uno muy largo con el que se rascaba la espalda. Qué lata, se me termina el espacio. Otro día les hablaré del orinal.
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