Mi querido monarca

Miércoles, 06 de Mayo de 2020

Su carta, estimado don Juan Carlos, me llenó de estupor y de alegría. Y también de ternura. Me dice que un amigo al que le gusta la buena mesa le recomendó que me consultase una dieta que le hiciese olvidar su estado de ánimo un tanto alicaído por su situación actual. Y usted, mi querido monarca, no lo dudó un instante, solicitó el recado de escribir y tuvo la gentileza de pedirme consejo. José Manuel Vilabella

Qué gran honor, me siento halagado. Me pide una dieta para solitarios. Al ser su majestad un hombre público conozco de sus sinsabores, de sus desdichas, de su pérdida de popularidad. Le entiendo. Me imagino que las gentes le dicen: “¿Dónde  vas Juan Carlos I, dónde vas triste de ti?”, ahora que su hijo le reprueba, la prensa le maltrata, la familia le frunce el ceño y sus íntimos le han abandonado. No se preocupe. Hay un momento en la vida en que solo nos queda la comida. Comiendo como un rey, y nunca mejor dicho, se quitan casi todas las penas. Ante las desdichas siempre nos quedará el jamón, los huevos con patatas, las lentejas y la tortilla de chorizo. Ánimo, no se deje llevar por la melancolía. No hay mal que cien años dure. Una vez saludé a su hijo Felipe, el actual rey, cuando solo era un príncipe. Servidor preparaba una exposición antológica de nuestro común amigo Antonio Mingote y estaba trabajando con los dibujos originales del gran chistógrafo desaparecido en la redacción de ABC. Su visita estuvo precedida de una complicada operación de seguridad. Cuando entró el príncipe, y como yo era la persona de más edad de la sala, me vino a saludar, sonrió y me estrechó la mano. Nunca había estrechado la mano de un rey y jamás volví a hacerlo.  Los fotógrafos de ABC me hicieron varias fotos, fotografías que, naturalmente, conservo en mi archivo. Entre nosotros, estimado Rey Emérito, no hay ningún parecido pero sí cierto paralelismo. Ambos nacimos en el mismo mes y el mismo año; los dos tenemos tres hijos, un varón y dos mujeres y su hijo Felipe nació el mismo día, el mismo mes y el mismo año que mi hija Adela. Qué curioso, ¿no? Pero ahí termina todo. Usted es noble y yo plebeyo, usted es monárquico y yo republicano y librepensador; usted ha sido mi rey y yo primero su súbdito y después usted ayudó a traer la democracia a España y entonces, a una edad adulta, cuando ya era padre de familia y tenía los años suficientes para ser abuelo, adquirí la condición de ciudadano. Los tres primeros Borbones fueron buenos reyes, modernizaron España, trajeron desde Francia ideas modernas, crearon instituciones, museos. En fin, vertebraron este país. Carlos III, que fue llamado el mejor alcalde de Madrid, convirtió al poblachón manchego en una ciudad decorosa y utilizando las ideas del despotismo ilustrado que decía que todo para el pueblo pero sin el pueblo, pasó a la Historia como hombre eficaz. Pero ahí se acaba la dinastía de los buenos Borbones. Francisco de Goya nos deja la imagen patética de Carlos IV y su familia. Qué caras, qué gestos. Y después, ay, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII. Y, entonces, llegó su majestad. Al principio los españoles le apodaron por lo bajinis y con sorna, como Juan Carlos I, el breve. Venía, estimado amigo, muy mal recomendado y con pésimas referencias. Franco había sido su protector y su mentor. Con esa procedencia su futuro era poco prometedor. Pero usted es hombre de suerte, tiene baraka. Con Torcuato y con Adolfo desmontó el tinglado de la antigua farsa, desataron lo que aparentemente estaba bien atado y pasándolas canutas diciendo una cosilla allí y otra allá, trajo a España, a nuestra patria, la ansiada y desconocida democracia. Y, por fin, pudimos votar y usted se hizo querido y popular en un país de republicanos. Qué paradoja, oiga. La prensa, que sabía cosas, le respetó. Siempre se filtraban cosillas, pecadillos, anécdotas. Que a usted le gustaban las mujeres y tenía amantes. Pues mira qué bien. Los españoles siempre hemos perdonado los devaneos de faldas, somos muy liberales de cintura para abajo. No somos como los americanos. Su drama, su caída del pedestal, vino con el caso del elefante, el regreso precipitado de Botsuana y el conocimiento público de su ‘amiga entrañable’. Aquello fue importante. En medio de la primera gran crisis económica su majestad se iba de picos pardos. Pidió usted perdón. Lo que le honra. Pero demasiado tarde. El “no volverá a suceder” le hizo humano y el árbol monárquico se quebró. Era ya un árbol enfermo. Sus hijos políticos, sus yernos, no le salieron todo lo modélicos que cabía esperar. Si el uno era un extravagante rarito y distante, el otro -el Iñaki- le salió rana y se metió en negocios tan turbios que terminó entre rejas. La Institución se resintió, se tambaleó. Usted lo pensó un momento y bien asesorado, presentó la dimisión, abdicó. Le pasó la patata caliente a su hijo Felipe que, casado con una nieta de mi vieja amiga la brillante periodista Menchu del Valle, reina ahora en España. Padeció usted, con estoicismo, crueles operaciones. Con estoicismo y buen humor y, si me permite decirlo, con cierto dandismo. Se hizo, a partir de entonces, un caballero con bastón o muletas que, en ocasiones, no podía reprimir los gestos de dolor. Y a mí, todo aquel que sufre en la vejez, me tiene a su lado. El asunto ese de las comisiones a La Meca ha sido, creo, una puntilla para la institución. Cuando pase la ventolera del coronavirus y vuelvan los telediarios a ocuparse de cuestiones políticas ese turbio asunto volverá a salir a la luz. Y creo, don Juan Carlos, que no le perdonarán. No ha sido usted ejemplar y ha reinado usted en un país de republicanos. No creo que su nieta, la infanta Leonor, esa niña encantadora que hace tan bien su papel de Princesa de Asturias, cuando tiene edad para saltar y brincar como sus amiguitas, llegue nunca a sentarse en un trono. Consuélese usted querido amigo. Ha sido usted el mejor rey de los Borbones después de Carlos III. La Historia le juzgará con clemencia y, seguro, le absolverá. Pero ha pasado, ay, el tiempo de las monarquías que no estén muy consolidadas y la suya estaba cogida con alfileres. El futuro, lo espero y lo deseo, será republicano. Pero usted, sí usted, siempre será mi amigo. Y recuerde, casi todo se cura comiendo. A los hedonistas, a los que nos gustan los pecados de la carne, siempre nos quedará el jamón.

 

 

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