Into the wild
Parque Nacional de Masai Mara, la otra cara del Edén

Como si de un agujero de gusano se tratase, un vuelo nos traslada a este lugar mágico, anclado en otros tiempos, sin asfalto ni electricidad, sin cobertura ni wifi. Una oportunidad para oler de cerca nuestro pasado más salvaje. Mayte Lapresta. Imágenes: Arcadio Shelk
Amanece junto al río Mara. Los hipopótamos que se refugian en los recodos del río han mecido el sueño de los afortunados huéspedes. Los sonidos de la naturaleza son adormecedores y estremecedores a la vez, ¿verdad? La fragilidad de la tienda permite escuchar el latir de la sabana antes de que el sol ilumine el horizonte. Es el momento de recorrer las anegadas carreteras en esa búsqueda fructífera de capturas fotográficas que intentan retener para siempre el brutal sentir que trasmite África. Un frugal tentempié antes de ocupar asiento privilegiado en el espectáculo de la vida salvaje. Anoche llovió con fuerza. El caudal del río ha subido en las últimas horas y la arcillosa tierra del parque nacional es incapaz de retener más agua. Lleva semanas cayendo torrencialmente cada tarde. Las carreteras se han convertido en locas pistas de patinaje que no parecen minar el ánimo de los rangers. Con botas llenas de barro ocupamos lugar en el jeep. Empieza la aventura, apenas una ventana a la vida real de estas difíciles tierras de eternas sequías y brutales periodos de diluvio. Ahora llueve y arrastra sus casas de adobe y estiércol, luego se mueren de sed. Así de cruel es la naturaleza en el corazón del continente.
Solidaridad
Suena de nuevo el walkie talkie de Daniel, nuestro conductor kikuyo todoterreno. Uno de sus compañeros necesita ayuda. Su camioneta está atascada entre el lodo. No hay un momento de duda: abandonamos el almuerzo de una manada de jirafas masai y en menos de cinco minutos estamos junto a ellos. Dos leones duermen plácidamente a menos de 10 metros. No queda otro remedio que bajar y enganchar con el cable al otro vehículo. Los felinos apenas levantan la cabeza para ver qué está pasando. Esperamos impacientes que retornen a su sueño antes de empujar. Por supuesto, nuestro jeep también se atasca. En un rato ya estamos cinco intentando salir. La solidaridad es la única esperanza para no pasar la noche en el coche. Si quisieran los dos depredadores podrían tener un suculento plato en cualquier momento y sin embargo parece que no les interesamos demasiado. Risas que se entremezclan con preocupación, llamadas entre rangers… antes de que el sol bese el suelo ya estamos a salvo camino de nuestro lodge.
En bruto
Podría parecer que están proyectando un documental ante nuestros ojos, pero resulta que es real. Podrías sentirte como un intruso, un visitante eventual al que no reciben con cariño pero no es así, como si los vehículos pudieran camuflarse y no molestar. Podrías creer que han manipulado su mundo para que responda a los cánones prefijados por las agencias, pero no ha ocurrido. En la sabana africana poco ha cambiado y lo que ves es lo que hay. La guerra entre la necesidad turística (ahora aplazada ante la nueva normalidad global fruto del coronavirus) de un país subdesarrollado y la importancia de preservar estos espacios naturales de incalculable valor crea tensiones irreconciliables en los que, de momento, gana el lado salvaje… aunque quizás por poco tiempo. Trasladarte hasta este recóndito lugar es algo difícil. Están terminando una carretera que en unas cinco horas te lleva de la capital, Nairobi, hasta las puertas del parque. Algunos quieren que se culmine, mientras muchos otros albergan dudas sobre su conveniencia. Si ganas turistas pierdes verdad. Eso es así. Si incrementas turistas, ganas dinero. También es así. De un modo u otro, cuando atraviesas las puertas de Masai Mara ya no hay más que caminos de polvo y tierra o de lodo y barro según la estación, silencio y tu yo interior intentando entender por qué en algún momento de tu historia tus antecesores decidieron renunciar a esta sensación de libertad para vivir hacinados.
No importa
A pocos kilómetros del acceso al parque ya encontramos los primeros poblados (boma) masai. Son asentamientos de quita y pon, como buenos pastores nómadas, con esas construcciones pequeñas formando un círculo que acogen a cada mujer con sus hijos. El varón, polígamo, va rotando de hogar según el día. En la casa, hecha con “caca de vaca” según palabras jocosas de nuestro guía masai (de lo poco que habla en castellano), una chimenea bajo la cual se cocina. Da igual, las dos estancias que componen la cabaña (salón-cocina y dormitorio común), están llenas de humo y casi no se puede respirar. “No pasamos frío, nuestros animales nos calientan”. Al fondo un lugar para que parte del ganado pase la noche. Veo como una mujer retira con una pala el estiércol húmedo del suelo de la casa. “Lo utilizará para reforzar las paredes, son nuestras mujeres las que construyen cada casa con sus manos”. En la lumbre cuece una mezcla de cereales con verduras. Huele bien, pero no sé si el estómago europeo malcriado está hecho para estos manjares. No parece que se sientan incómodos con la presencia de un grupo de visitantes. Para ellos turismo es prosperidad y nuestro interés despliega su vanidad, su orgullo de etnia, hablan con confianza e intentan satisfacer nuestra evidente curiosidad. Muchos de ellos han cursado estudios superiores, algunos incluso han vivido en Europa. Pero su familia, sus costumbres y su vida tiran de ellos como un imán potente que les devuelve a lo que son.
Ordeño de sangre
Bajo la sombra raquítica de una acacia, el jefe –y por tanto el más anciano de la tribu– contempla la escena con cierta desidia y se dirige a sus compañeros en maa, la lengua masai. Ya hemos escuchado con respeto las anécdotas de jóvenes guerreros, orgullosos tras hacer la prueba de hombría, por la que deben cazar un león. Aunque dar muerte a un animal salvaje está prohibido y penado en Kenia, a las tribus se les permite man-tener este rito. Nos han explicado que los pequeños acuden a la escuela y que los hombres conducen el ganado mientras las mujeres elaboran ornamentos. No podíamos irnos sin ver el tradicional ordeño de sangre de buey. Abren la cerca de acacia espinosa y escogen al adecuado. Entre varios retienen a la res y una incisión con flecha en la yugular permite que la sangre mane, recogiéndola en un bol para consumir directamente o mezclar con leche. Antes de terminar el día, un gran grupo ofrece las pintorescas danzas, con sus cantos hipnóticos y sus sonrisas perennes. Una lucha entre machos para demostrar su potencia a través de los característicos saltos. Nuestro guía se acerca y sonríe… “da igual el que gane, aquí el mejor es el que más ganado y más hijos tiene, esto es solo para conquistar a más mujeres”. Risas. Un perro lleno de pulgas vagabundea entre nosotros. Los pequeños, de vacaciones, juegan descalzos. Nos despedimos deseándoles suerte para conservar ese legado tan valioso como único en un mundo repetitivo, fotocopiado hasta la eternidad. “Lo que quiera Engai”, aseguran. Parece que prefieren dejar el destino en manos de su dios de naturaleza dual, que les protege y les castiga. Así sea.