A fondo

Cinco Leguas y Bernabeleva, en los dos extremos de Madrid

Martes, 23 de Junio de 2020

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Es uno de los personajes imprescindibles de la nueva ola de los vinos madrileños, enólogo de Bernabeleva en San Martín desde que la bodega de Gredos tomó un nuevo rumbo y creador de La Maldición en la zona de Chinchón-Arganda. Luis Vida. Imágenes: Aurora Blanco

Sin embargo, Marc Isart es natural de una pequeña villa de poco más de 100 habitantes cerca de Igualada, a 50 km de Barcelona, donde sus abuelos ya vivían de la agricultura. “Eran siervos de la gleba, parte de esa sociedad agrícola que nunca tuvo tierras, sino que trabajaba para las grandes familias”. En sus recuerdos de infancia están los depósitos en la plaza del pueblo en los que se amontonaban los racimos de sumoll recién vendimiados. “Siempre digo que mi vocación es una herencia genética, una transferencia cultural en los genes por la que he recibido la impronta del amor al trabajo en el campo. Llevo en la viña desde los 14 años y he hecho de todo”.


¿Cómo y cuándo entras en el mundillo profesional de los vinos de Madrid?


En Madrid estudié Agrícolas e hice el máster en Enología y Viticultura, pero mi entrada real en el mundo del vino es a través del Consejo Regulador de la D.O., en el que participé como vendedor. Era muy pesado con las bodegas, les iba echando currículos y en 2004 tuve la suerte de empezar a trabajar en Orusco, una casa de Valdilecha que cerró este año pasado y donde empecé a formarme a saco, a viajar y descubrir. Así conocí a Raúl Pérez, a través de un amigo viñador que tenemos en común, José Luis Mateo, de Monterrei, en Galicia. Raúl fue asesor del proyecto Bernabeleva entre 2006 y 2009, me fichó y a su marcha yo me quedé como enólogo. De él aprendí la honestidad y la valentía, el no tener nunca miedo a la hora de elaborar.


En ese máster conociste a Fernando García, de Bodegas Marañones, y a Daniel, de Jiménez-Landi, con los que formaste en 2008 un trío de viñadores que ha marcado el rumbo de los vinos de Gredos: Comando G. Tras tu partida en 2013, hay quien habla de un “estilo Comando” y un “estilo Marc”. ¿Existen?


La “aventura Comando” fue una época de mucho trabajo, esfuerzo y sacrificio, una época grande en mi vida en la que me lo pasé pipa y una experiencia inmensa que me ha ayudado a formarme como viticultor y enólogo. Estábamos ávidos de crecer, de aprender más sobre la zona y de conocer los vinos del mundo. Y es verdad que hoy pueden existir esos estilos “Comando” y “Marc” aun teniendo cosas bastante parejas, porque cada uno tenemos nuestro carácter. Hay un porcentaje importantísimo del estilo del vino que viene marcado por el terruño, la variedad y el clima, pero también una parte muy importante se debe al método del elaborador.


¿Cuál es el secreto del éxito actual de las rediseñadas garnachas de San Martín? ¿Qué las diferencia de las catalanas de Priorat o Terra Alta, o de las navarras, riojanas y aragonesas?


Aparecimos en el momento justo en el que el mercado estaba preparado para nuestras garnachas. Con ese estilo liviano de color y sin marcar la madera, el mercado anglosajón –y sobre todo el americano– dijeron: “Esto es la bomba”. La diferencia con las garnachas de las otras zonas está en los suelos que, en San Martín, son de granito con unas arenas que tienen muy poca capacidad de retención de agua, lo que marca el carácter de la maduración. Son garnachas “aceleradas” que tienen ciclos de 30 días desde el envero a la madurez. En las zonas en las que los suelos tienen más arcilla las maduraciones, más lentas, son de 45, 50 o 60 días y los vinos tienen más color y un tanino más suave. En Gredos todo se comprime y esta inmadurez hace que se noten menos los alcoholes; las uvas tienen azúcares, pero no “queman” tantos ácidos y el tanino, algo más verde, aporta frescor.

 

Un sello de tus vinos es la fermentación con el raspón del racimo. ¿Por qué, cómo y cuánto?

 

El raspón apareció en mi vida desde que empecé en la zona. Ya Raúl Pérez apostó por él tras los viajes que hicimos por la Borgoña y otros sitios de Francia y comenzamos a usarlo en 2007 con porcentajes bajos del 30 o 40%, pero fuimos subiendo hasta que en 2009, un año muy caluroso y seco, utilizamos el 100%. Si mantienes el racimo más entero dentro de la fermentación, tienes unos taninos más verdes que te permiten unas extracciones suaves que acentúan el frescor y apagan un poco la calidez del sol que tenemos en San Martín.


¿Madera, tinaja, hormigón?


El material de fermentación y crianza, cuando es nuevo, marca el vino sea uno u otro, así que va en gustos. Yo prefiero los aromas primarios de la uva que los que aportan los materiales de bodega y, personalmente, me quedaría con el hormigón, porque me parece el más neutro, aunque me gusta mucho cómo afinan los vinos las tinajas y las barricas ya envinadas cuando se usan bien, pero también me encantan los vinos jóvenes que pasan por materiales inertes.


Sigues como enólogo de Bernabeleva en Gredos, al oeste de Madrid, pero has emprendido un proyecto propio –la bodega de las Cinco Leguas– en Arganda, la zona opuesta, al este. Además de ser subzonas de la misma Denominación, ¿tienen algo más en común?


No tienen nada que ver. Son diferentes climas y texturas de suelos. Las garnachas y albillos de San Martín tienen claramente más caché e importancia ahora, también a nivel internacional, pero hace 15 años era al revés porque los tempranillos de Arganda –no tanto la blanca malvar– tenían gran aceptación y eran muy apreciados. Arganda es una zona con gran potencial y unos suelos y un terroir espectaculares, solo hay que trabajar un pelín más, dar con la tecla de las elaboraciones y quizá recuperar y rescatar esos estilos antiguos que se están perdiendo. Creo mucho en los vinos oxidativos y los claretes que se hacían, y tienes que pensar que los tintos que antiguamente más se pagaban eran los de segundo y tercer año: la gente sabía que los taninos del tempranillo de esta zona necesitan esos años para pulirse y alcanzar su máximo esplendor. Es una zona que me tiene secuestrado, porque es donde he pasado mi pubertad y donde he trabajado de cerrajero, de mecánico, de albañil, recogiendo aceitunas y uvas… Hoy, cuando paseo por el campo, veo que se está arrancando mucho viñedo de 80, 90 y 100 años. Me da muchísima pena y me encantaría que eso se parara.


En tus comunicaciones, empleas mucho el término “vino de agricultor”...


El fin último del agricultor no es el vino, sino la cosecha. Cuando mis abuelos hacían el vino en casa, no podían estar muy atentos, porque estaban ocupados en el campo. Encubaban los racimos, quemaban unas pajuelas de azufre para sanitizar y ni tomaban densidades del mosto ni nada. Tintos y blancos se hacían con pieles y estaban algo subidos de color; había un pisador por el pueblo que se pasaba de vez en cuando y, cuando terminaba la vendimia, prensaban en una prensa comunal y metían los vinos en las cubas ya usadas de castaño. El “vino de agricultor” es aquel vino hecho sin demasiada precisión, un tanto despistado, un poco áspero, que persigue calmar la sed, porque el agricultor de antes no solía beber agua: tenía que ser algo que refrescara y limpiara la boca, algo que yo busco hoy en el carácter de mis vinos.

 

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