Vuelta a viajar

Viaje a Tánger, regreso al enclave más cosmopolita de la historia

Viernes, 03 de Julio de 2020

Asomado al encuentro del Atlántico y el Mediterráneo, Tánger fue un enjambre de lenguas, credos, monedas y conductas; seguramente, el enclave de convivencia y tolerancia más cosmopolita de la historia. Luis Cepeda. Imágenes: Raúl Cacho, Zack Woolwine y Archivo

Tánger es, a la vez, remoto y contemporáneo, africano y europeo, refinado y bohemio, culto y mercantil. Y gastronómico, también.


Hablo de los sabores de Tánger con mi amigo Pedro Ávila, que nació allí en tiempos del protectorado español. Viejo trovador del descontento parisino del 68 y de otros desahogos por España y México, tuvo restaurantes étnicos y ahora pesca, cultiva y cocina por gusto en Tarifa. Enfrente de su Tánger natal, porque “siempre se acaba por donde se empieza”, según dice. Avivando el recuerdo de la trinidad alimenticia cristiana, moruna y judía que disfrutó en su infancia, entona de repente una cantinela de cuando era niño: Hace cuatro días que llegó un vapor / cargado de nueces pa'l señor Jacob / y también traía sábalos que hacer / y aceitunas negras pa'l señor Moisés.


Desde su candidez, la copla es un testimonio. Las aceitunas y las nueces distraían el apetito casual de los judíos, mientras los árabes relamían sus silencios con dátiles o pistachos y los españoles los animaban chascando pipas de girasol saladitas. Costumbres rumiantes algo tribales y de origen ignoto. Lo del sábalo era más congruente. Las normas hebreas de la alimentación kosher solo permiten comer pescados con escamas; nunca peces de piel lisa como el rape, la anguila o el congrio. El sábalo abunda en los grandes ríos y lagunas americanas; es un buen sustituto de la carpa, ese pez fluvial que los judíos reverencian. Se trata de un pescado poderoso de hasta seis kilos por pieza, con grandes y sólidas escamas como la uña del pulgar, que no dejan la menor duda de pertenecer a un pez autorizado. Sabedores del interés hebreo por el sábalo, los pescadores lo desangraban, recién capturado, en agua, como requieren las reglas del Talmud, para que viajara en salazón donde hiciera falta. Los mercantes encaminados al Mediterráneo se detenían en Tánger para suministrar lomos secos y salados de sábalo a las tiendas de comestibles judías, donde los cortaban en porciones con cizallas de guillotina que cada cual hidrataba, desalaba y cocinaba en casa, como se hace con el bacalao.


Restaurantes en Tanger, fraternidad gastronómica


Me dice Pedro que los bocadillos de sábalo de los sefardíes gozaban de especial arraigo en Tánger, mientras que los judíos askenazís preparaban con este pescado una conserva envasada a la que llamaban guayfis (de whitefish, claro), que vendían en sus tiendas.


A todos nos llamaba la atención el misterioso modo de ganarse la vida de los judíos desde sus ventanillas de cambistas, pero lo que más me fascinaba a mí era recorrer las calles de la judería y respirar aromas de lo que guisaban en las casas, tan balsámicos y diferentes a los de otros barrios.


En lo alimenticio Tánger debió ser la capital de las tres culturas del siglo XX, una especie de revival del legendario Toledo musulmán, judaico y cristiano al tiempo, le digo.


El hummus era un plato afín a todos. Los musulmanes y los hebreos son semitas, tienen un origen común y acumulan muchos platos parecidos, pero los garbanzos en puré también eran habituales entre los cristianos españoles. Menos en el uso de las rutinas kosher y de algunas especias en las que discrepaban, los cuscuses judíos también eran similares a los bereberes y la olleta de adafina sefardita, el plato obligado del sabbat hebreo, no dejaba de ser un cocido castellano sin tocino… Todos estaban orgullosos de su cocina. Y los españoles asimilábamos bien esa convivencia: nos gustaban mucho los pinchitos morunos o las berenjenas fritas a la sefardita. Y a ellos nuestros churros.


[Img #18159]Viajar a Tanger, primicia mediterránea


Cuando atraca el ferry en el muelle de Tánger, a una hora de Tarifa, percibes cómo trepa cuesta arriba un conjunto urbano compacto, disimulando el laberinto de callejuelas y encrucijadas que te atrapará luego, sinuoso en laderas y escalinatas, enigmático y abigarrado de colorido y trazo. Más arriba, sobre el cerro y como emboscadas, están las siluetas algo caducas de las mansiones de otro tiempo. Junto con los riads y palacetes de la medina, legendarios hoteles y villas con jardín de la cornisa, que miran a la estupenda playa de la bahía, fueron domicilio del esplendor social y artístico del pasado cosmopolita que aún flota en la ciudad y contagia el ánimo.


Sobre sus finas arenas y las aguas mansas del primer Mediterráneo de África se solazaron celebridades como Cary Grant, mientras estuvo casado con la multimillonaria Barbara Hutton. La heredera de los Woolworth norteamericanos sigue siendo referencia y buena causa del esplendor de Tánger. La mujer más rica del mundo conoció la ciudad en 1942 y fijó su residencia veraniega allí entre 1946 y 1977 en el mejor palacete posible, el Sidi Hosni, situado en la Rue des Almohades del Zoco Chico, donde fue la reina de la Medina. De Bárbara Hutton se cuentan despilfarros como los de financiar el ensanche de unas cuantas calles de la ciudad para que pudiera circular holgado su Rolls-Royce. Las fiestas de champagne y caviar que organizaba a cada rato, con el hachís inyectado hasta en los dátiles y amenizadas por artistas como Bill Haley o Louis Armstrong, revistieron un Tánger con más glamour que los convites fabulosos del Gran Gatsby. Pero socialista de ánimo y respuesta, su legendaria generosidad también fue desmedida. Patrocinaba campañas benéficas en cuanto se instalaba de vacaciones y aún resuenan sus afanes como filántropa y benefactora personal de los necesitados.


Fervor literario


Buena parte del esplendor de Tánger se fraguó en aquellos años del Estatuto Internacional, donde otras dos mujeres, Isabelle e Yvonne Gerofi –intelectuales judías húngaras–, gravitaron en un ámbito bien diferente: el de la literatura. Su librería, Les Colonnes, fundada en 1949, aglutinó la concurrencia cultural de una ciudad, políticamente neutra y de vocación mundana, donde había estallado la sensibilidad sin límites, fugitiva de un mundo resentido por depresiones y represiones, guerras, tensión social y preceptos convencionales. Escritores malditos del orden –y el desorden– de Marguerite Yourcenar, André Gide o Jean Genet, primero y literatos, pintores y músicos temerarios ante el desánimo y la culpa– (Samuel Beckett, William Burroughs, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Truman Capote, Patricia Highsmith, Tennessee Williams, Brida Gysin, Francis Bacon o los anticipados a todo, Paul y Jane Bowles), encontraron en la librería del 54 Boulevard Pasteur su escenario perpetuo. A Les Colonnes, como a Foyle’s en Londres o a Shakespeare and Company en París, no se iba para comprar un libro, sino para celebrar la literatura. Como escribió nuestro Juan Goytisolo, que suscribió el vigor cultural tangerino más reciente, “frente a las leyes que penalizaban el consumo de drogas y el desviacionismo sexual en el universo puritano y conservador de la posguerra, el Estatuto Internacional tangerino brindaba la posibilidad de esa vida más libre que anhelaban los miembros de la beat generation”. Y Les Colonnes fue su sede. Raquel Muyal, la sefardita que sucedió a las Gerofi al frente de la mítica librería mantuvo el legado desde 1977 hasta enero de este año, cuando falleció a los 86 años, tras encarnar el “núcleo de un universo cuya religión fueron los buenos libros”, como escribió para despedirla el director de Instituto Cervantes en Tánger, Javier Rioyo, que la frecuentó e incluyó en sus documentales.

 

Citas con el pasado


Aunque hayan transcurrido más de 50 años desde la derogación del Estatuto Internacional, que convirtió a la ciudad en el enclave más mundano y transgresor del medio siglo anterior, volver a Tánger es un reencuentro con la intriga. Orson Welles lo percibió como un inmenso plató cinematográfico cuando, muy joven, llegó a la ciudad como polizón en un carguero irlandés. En sus calles rodó algún episodio de Mr. Arkadin, aunque para filmar Otelo escogiera Esauira, más al sur. Importantes films como El Cielo Protector, de Bertolucci, capturaron su poso existencial y el cine de espionaje del pasado halló en Tánger su escenario favorito. Un Bond de Timothy Dalton o el Bourne de Matt Damon invadieron terrazas y balcones de la Medina durante agitadas persecuciones. El tiempo entre costuras, la emotiva serie española, transcurre repetidamente en el Tánger del Protectorado. Incluso Casablanca –que se rodó en los estudios de la Warner– quiso llamarse Tangier, que era lo consecuente al trasfondo internacional que escenificaba, pero el nombre de la ciudad ya estaba registrado por la Universal para una película que se rodó después con María Montez.


Tánger fue “el santuario de la No-Interferencia” para William Burroughs –autor de Festin desnudo, la controvertida novela de las interzonas–, que llegó a la ciudad después de matar a su mujer de un tiro, jugando a Guillermo Tell y puesto hasta las cejas. Gánsters famosos como Lucky Luciano, espías, vividores y trasgresores de todo tipo fueron ilustres vecinos de Tánger porque “todo estaba permitido: ideas políticas, tráfico de divisas y consumo de estupefacientes, prácticas sexuales ilícitas, evasión de impuestos, etc..., si no molestabas al vecino. Solo estaba terminantemente prohibido robar o asesinar”, según el coronel británico Gerald Richardson en sus memorias Crime Zone.


Por eso no es posible inhibirse de las citas con el pasado cuando vuelves a Tánger y acudes al souk Dakhil, en el corazón de la medina, conoces el cementerio judío –evidencia turbadora de un asentamiento mermado desde el éxodo a Israel– o el Palacio del Sultán, el Zoco chico, la Gran Mezquita, la kasbah y su trajín, el Café de París, abarrotado de semblantes pasivos o el hotel El Minzah, donde se hospedaron celebridades y anonimatos cuyas sombras transitan por vestíbulos y terrazas; un escenario legendario que dirigió el intelectual y amigo de todos Roger Swart, cuya simple alusión te sigue abriendo puertas en todo Tánger.


[Img #18160]Que ver en Tanger, recreativo y actual


Pese a su amplitud y diversidad urbana, que comprende barrios de arquitectura diversa, Tánger se recorre a pie con facilidad y está cargado de trama en lugares como la perfumería Madini, de fragancias falsificadas; los ultramarinos de Casa Pepe, con marcas españolas remotas; el Bazar Tindouf de antigüedades, el zoco de los joyeros, los telares artesanos o los copetines en Morocco. Además de abarcar el vigor gastronómico marroquí o francés –que del español y del judío queda poco– en L´Ocean, El Tangerino, Le Saveur du Poisson, À l’anglaise o en el mítico Café Hafa, sobre el acantilado que contempla el Estrecho.


El Tánger internacional más reciente se caracteriza por el impulso industrial del nuevo puerto, en la vertiente mediterránea y el espectacular progreso turístico atlántico, por debajo del cabo Espartel y su faro, cuadrado de planta cual mezquita que ilumina Occidente. La cocina de pescado de restaurantes como el Plage Sidi Kacem, a 20 minutos del centro de Tánger, en un ambiente entre bohemio y distinguido, o la excelencia hotelera del Mirage, prodigio arquitectónico colosal situado junto al monumental paraje de la Cueva de Hércules, son signos de la competitividad turística y gourmet del Tánger actual.


Extensión Asilah


Desde el comedor del Mirage, abierto al océano, contemplas una larga playa de más de 30 kilómetros que te llevaría hasta Asilah cruzándote con inesperadas cabalgadas, rebaños de corderos pré-salé o caravanas de camellos que transitan al borde del mar, mientras en las laderas aparecen sucesivos morabitos aislados, ocupados por eremitas.


Asilah es un trasunto del enigmático Tánger intelectual de otro tiempo, al que se llega por carretera en media hora. En buena medida refleja la sensibilidad vital que transfiere Marruecos a quienes eligen su destino. Población dotada de una regularidad climatológica ideal, en su medina –acaso la más pulcra y entrañable que pueda visitarse en Marruecos– convive una comunidad de artistas cuyas obras exponen galerías internacionales, así como prestigiosos músicos y literatos o viajeros impenitentes como el periodista madrileño Chema Lorente, que nos enseña la casa que habitó Paul Bowles o la de Antonio Gala, que pasaba largas temporadas aquí.


Los gatos, como ocurre en los alrededores del Panteón en Roma, son asimismo vecinos esenciales y placenteros del recinto amurallado. Durante el mes de agosto, en Asilah se celebra el Festival de Cultura Internacional, al que concurren artistas y músicos de muchos países y los muros internos de la medina se enriquecen durante unos días con la pintura espontánea y efímera de artistas domiciliados en el singular recinto. Talleres de calígrafos, hamames familiares, hornos de leña, cocineras que atienden encargos domésticos o la más depurada cocina marroquí, en lugares como Dar al Maghrebia, famoso por su tajines o bastelas, gratifican una vivencia que sabe a poco. También –por fin– la expresión certera de la cocina española a cargo de sucesores de antiguos residentes del Protectorado que allí ejercieron la pesca, como los hermanos Ángel y Antonio en el Casa García o las hermanas Radya y Khadija de El Océano, quienes salvaguardan el sabor andaluz, levantino y cantábrico en Marruecos con platos dotados de excelente materia prima, gracias a la provechosa actividad pesquera del lugar.


Por terminar por donde se empieza, que decíamos al principio.

 

 

 

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