MAR A LA PARRILLA
La vuelta al litoral español en 25 pescados a la brasa

Recorremos los 8 000 kilómetros de costa de nuestra piel de toro para hacer un compendio de los pescados que echar al fuego este verano. Javier Caballero
Si la vista alcanza el mar, allí donde fueres, ingesta lo que vieres, a lo que imperativamente añadimos “sigue el aroma del fuego”, o sea, “prueba lo que los lugareños echen a la parrilla”. Casi 8000 kilómetros de litoral patrio dan para muchos, muchísimos pescados, si bien algunos tienen mayor vocación gastronómica que otros en eso de ser acariciados por las ascuas. En un tiempo reciente entre el esnobismo y una diletante e hipnótica fascinación por el fuego –pareciera que todos somos prometeos y hemos arrebatado la mítica llama a unas bobaliconas divinidades– vamos a dar la vuelta a esta piel de toro en plan salitre y roca. Y lo haremos bojando (del verbo bojar) sus costas en busca de seres marinos que han de yacer sobre el calor de las brasas. Hay clásicos, claro, pero también hay sorpresas para los que gusten de rarezas y exotismos.
Para arrancar nuestro periplo, las humeantes besugueras vascas. No dejen pasar la oportunidad en Zarautz, Orio o Getaria (Gipuzkoa) de arrimar su ascua al rodaballo, sobre todo en el templo de los Arregi, ese Elkano que también ha conseguido dar la vuelta al mundo por su fama ígnea. De su padre Pedro nos quedan memorables besugos, la invención de echar a los barrotes los cogotes de merluza, entonces tamaño sacrilegio setentero; de su hijo Aitor nos queda un oceánico conocimiento sobre lunas, mareas y colágenos, amén de una sapiencia en sala y una bonhomía de pescador veterano. Tampoco está de más pedir unas nécoras o una langosta a la brasa, placer mayúsculo. Los vecinos cántabros llevan tiempo asando a la parrilla bocartes (metamorfoseados en boquerones o anchoas si se maceran o salan) con mimo y cautela para no arruinar carne tan tersa. Y la fragancia del fuego y el mar ha inundado la Costa Verde asturiana. La culpa la tiene Güeyu Mar (Ribadesella), otro santuario del producto que ha sabido dar con la tecla –a veces a precios pantagruélicos– del calor más primitivo: el virrey a la parrilla sería un buen monarca en solitario por estos pagos, no malogren el chance si se topan con su mirada ojo de pez...
En Galicia hay para dar y tomar (cómo no echar una buena pata de pulpo, por ejemplo), pero nos vamos a quedar con sardinas lañadas, bien cabezudas. Y que nos perdonen los espeteros malacitanos (en Galicia se llaman parrochas). Las preparan de cine en la zona de Puentedeume (La Coruña), y las lañadas han tenido un paso por la sal que acentúa que su piel actúe como cápusla o papillote para que se haga en su propia esencia. Alicante, ojo, que no se nos enfaden en la tierra de Picasso. En El Ancla y en la vecina La Guayaba (el primero restaurante, el segundo chiringuito) en San Pedro de Alcántara (allá donde Marbella pierde el su innecesario oropel) se degustan unas sardinas paisanas de rechupete, espetadas y jugosísimas. El pargo tiene buen trato y predicamento en Granada, y en Almería, hay que ordenar el monstruoso y aplanado gallopedro, pero sobre todo galanes, al igual que en Baleares. Primero porque son el pescado menudo más caro de España (a más de 100 euros el kilo), y segundo porque este pescado de escamas rojas, también bautizado como raor, pejepeine, papagayo o lorito, ofrece una carne estupenda tras breve encuentro con las ascuas. Se venden directamente del anzuelo del pescador... de ahí la tarifa. Añadiríamos que en Mallorca, Menorca e Ibiza no está de más dar cuenta de un buen cabracho, pese a sus espinas, o una raya a la parrilla. ¿Y en Murcia, tierra de huerta? Mújol (atención a sus huevas en salazón), unas doradas, o incluso un atún rojo cartagenero con el sello de Ricardo Fuentes, el mayor y mejor exportador español allende los mares. En casi todo Levante, un buen dentón o una corvina agradecen el humo, que no todo van a ser arroces.
¿Y por qué no pedir un colosal lenguado en Huelva, si lo hacen a la brasa con la misma delicadeza que en el País Vasco? Y, ¿por qué no pedir morena a la brasa en Cádiz, si en Cataria, sucursal atlántica de Elkano, es una filigrana?
Las rodajas de mero las dejamos para el litoral tarraconense, y si subimos hasta la Costa Brava hay que dejarse seducir por el perfume de los salmonetes de roca, que ya los trabajara hasta el gran Adrià y hoy los subliman los hermanos Roca. La vieja a la brasa guarda una íntima relación con Canarias y el Atlántico africano. También se la llama loro viejo y según sea macho o hembra su cromatismo va del gris a un rojizo muy llamativo. También el atún rojo patudo canario, atún de aleta amarilla o rabil, la sama (urta) o el cherne (mero de roca) autóctonos pueden reposar brevemente sobre la parrilla para acentuar su sabor.
Rematamos este periplo de bajura en las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla (a veces con líos con el vecino Marruecos por un quítame allá esas nasas), donde el bonito, las rosadas y también un buen marisco agradece el contacto íntimo y adecuado con el mito del fuego.