La última angula
Una de las grandes estupideces de la hostelería española es su afición desmesurada por las angulas, concretamente por las angulas al ajillo. Y uno se pregunta, ¿quién es el culpable de esa insensatez?, ¿el pescador que esquilma, el comensal que demanda o el hostelero que ofrece? José Manuel Vilabella
En nuestro afán de devorar los peces en agraz, los benjamines de los mares, demostrando con ello el depredador que cada hispano lleva dentro, nuestro recetario alcanza su máximo esplendor, el paroxismo del absurdo, acabando sistemáticamente con las anguilas de nuestros ríos. Las anguilas son actualmente un manjar desconocido y en periodo de extinción que uno comió fritas en su Lugo natal y que están desapareciendo para que unos pocos privilegiados presuman de degustar angulas. Que conste que el firmante, como hedonista practicante y entusiasta partidario de los placeres de la carne, no es en absoluto un tiquismiquis del animalismo imperante. Uno es incapaz de maltratar a un perro, pero no ha tenido reparo de comerse uno en Pekín. Puestos a devorar cosas inusuales probó en su estancia en Guinea Ecuatorial boa frita y, han pasado más de 60 años de aquella experiencia, se zampó también un mono asado. El mono no estaba malo, pero la presentación imponía porque parecía talmente un bebé humano y el canibalismo no es todavía una de sus aficiones culinarias. Aunque no se puede decir nunca nalga de veinteañera colombiana a la plancha yo no cataré. Por los gajes del oficio, en el que llevo cerca de 50 años, he comido mucho, pero mucho; acaso en exceso.
Y ha habido de todo, excelsos manjares y experimentos de artistas del fogón que resultaron fallidos y que hubiera sido mejor que se intentasen con sifón. Tengo una sola fobia. No me gustan las sardinas ni sus parientes más cercanos y, a pesar de todo, si tengo que degustar una lo hago por cortesía, porque soy una persona bien educada, pero bajo ningún concepto me comeré la segunda. Respecto a las angulas las he comido en múltiples ocasiones con delectación y entusiasmo. Es un plato exquisito pero, a pesar de su prestigio y que se ha convertido en manjar de pudientes, no justifica el infanticidio. Hace 50 años era un plato asequible, de clase media y sus precios no han dejado de subir porque cada temporada los anguleros se esmeran más y son más concienzudos realizando su trabajo. Los orientales se las llevan de contrabando porque creen que si repueblan sus ríos con nuestras diminutas crías y protegen como es debido a las anguilas, éstas, al hacerse adultas, se irán a desovar al Mar de los Sargazos que es lo que llevan haciendo desde hace millones de años. El océano tiene muy buena memoria y es tan rutinario como un burócrata del seguro de enfermedad y las angulas, una vez nacidas, forman pelotas que rodando y como buenamente pueden pretenden llegar al río donde se criaron sus madres y algunas lo consiguen. Qué bonito, oiga. Algún día algún ricacho se comerá la última angula de nuestros ríos. Y entonces todo serán lamentaciones y crujir de dientes. Uno lo viene avisando desde hace 30 años pero es inútil, predica en el desierto.
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