Un canto a Murcia
Debido a los avatares de la pandemia, la capitalidad gastronómica de este año –esa distinción que los ayuntamientos alquilan por un año– se va a prolongar durante todo el siguiente, lo que amplia la oportunidad de verificarla. Murcia tiene con qué y con quiénes. Además se lo exige la recuperación de una de las ejecutorias más deslumbrantes de la hostelería española. Fue previa a la Nouvelle Cuisine y precursora del turismo gastronómico avant la lettre.
Son cosas que no salen en internet. En los años 60 y 70 del pasado siglo, Murcia dispuso de un repertorio de restaurantes (Casa Emilio y Casa Rambla, El Hispano, Floridablanca o Pacoche) que justificaban viajar allí expresamente o desviarse de la ruta por una sabrosa causa. Pero, sobre todo –aunque cueste creerlo–, en la calle Sancho estuvo el mejor restaurante de España, un destino insoslayable para todo gourmet de la época. Me llevó en 1965 el colega Adolfo Fernández, a quien no puedo mencionar sin dedicarle una acotación: fue pionero del periodismo solidario en radio con 22 años. Recaudó, micrófono en mano, colosales recursos inmediatos para atender a los damnificados en la más dramática de las inundaciones sufridas por Valencia, en el año 1957. Llegó a subastar por un millón de pesetas de entonces, un burro al que llamó Platero, pues Juan Ramón había ganado el Nobel de Literatura el año anterior. Era, acaso, el personaje más popular de Murcia; luego fue senador, diputado, museógrafo y es periodista en activo aún. En la larga y sólida barra del Rincón de Pepe, con cocina a la vista a su espalda, se contemplaba la exuberancia vegetal de la huerta del Segura –la más competente de España, en aquel momento– y el prodigio de los pescados y mariscos del Mar Menor, donde no se había inaugurado todavía el Hotel Entremares de La Manga, anticipo de una agresión urbanística y ecológica sin remedio. La propuesta en barra de ahumados, mojamas, salazones y escabechados finos, de los exclusivos langostinos enanos, el aliño cabal de flamantes hortalizas o las lonchas de atún crudo con habitas recién desgranadas, expresaban, como en ninguna parte, el deleite vario del comer en barra. Adelantado de las doradas y lubinas del Mar Menor a la sal, era puntual en asados de cabritos, en guisos de aves o carnes a la brasa y salteados al ajo cabañil o al ajo pescador, dos especialidades raudas. La carta del Rincón de Pepe era un tomo encuadernado en piel, insaciable e inequívoco, con más de un centenar de sugerencias. Y el comedor original entre barriles, con un gran salón encima o la terraza en lo alto del edificio, espacios pulcros y placenteros atendidos con una cordialidad estimulante.
El factótum de aquello –hasta que en la crisis de 1993 lo venció– fue Raimundo González. Decano de la hostelería mayúscula goza, a sus 95 años, de una memoria enciclopédica, de incesante curiosidad y el apetito conveniente para saborear de una velada gastronómica, si el lugar le gusta. Continuador de la saga familiar de mesoneros que fundara el Rincón en 1929, se hizo cocinero en Vichy (Francia), antes de volcarse sin reservas en la identidad culinaria murciana, adecuándola a su tiempo con un modelo de innovación sensata y un compromiso ejemplar con el producto local e inmediato, más vigente de nunca ahora. Todo un precedente del esplendor cierto –aparte de legendario– del sabor murciano. Que la actualidad no lo es todo.
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