Los sueños de Lucrecia
Tras escuchar el discurso del monarca, Lucrecia Balboa Elizo se asió con fuerza a los brazos del sillón orejero que había sido de su padre, y se incorporó meditando aún sobre las palabras de un rey al que sintió en la des esperanza como lo estuviera Ulises en la tormenta. César Serrano
Acudió al vestidor y eligió un vestido de seda azul de manga francesa. Se abrochó un cinturón dorado, y allí, desafiantes al paso del tiempo, sus caderas. Después acarició sus pestañas con un rímel que había traído de París, al igual que un carmín con el que con delicadeza se pintó sus labios aún carnosos como fresas de Los Labradillos. Fue justo al tomar el pequeño frasco de perfume cuando apareció él, como queriendo salir del espejo. “Oh, gracias por venir, por no permitir que la soledad se siente a la mesa, que me acose entre las sábanas en las noches a las que parece nunca querer llegar el alba". “Estás muy guapo, amor. Sí, serás tú quien me acompañe a la mesa, quien me invite tras la música a acudir a la cama. Te sueño siempre, todos los días, todas las horas de las noches sin alba ¿Sabes lo que nunca he podido soñar? Lo que habría sido nuestro último beso, el que nunca nos pudimos regalar antes de que partieras. No, no consigo imaginar ese beso, tal vez frío, sin respuesta. Cuando quiero acudir a ese sueño algo me impide saberte en ese instante tan cerca de la lluvia de ceniza que siempre he imaginado que precede a la muerte. Calla, no me digas cómo me soñaste en ese instante de máquinas, cables y frío, ese frío de los hospitales que tanto hiela el alma. “Ven, ven conmigo, amor, que te muestre los libros, las músicas que en este tiempo sin ti me acompañan. Como tú decías, siempre los clásicos. En ellos me sumerjo, con ellos me arropo. Mira, aún conservo nuestras entradas para Elektra, de Strauss, en la Ópera de Salzburgo. Era mi regalo de cumpleaños, ¿recuerdas? Pero se nos acabó el tiempo. Las tengo como marcapáginas. “Un día, cuando florezcan de nuevo las risas y vengas a visitarme, quiero que me hables del tiempo ya sin medida, de los paisajes que están al otro lado, de los ríos, de las bahías a las que llegan los barcos sin rumbo, con marineros de hermosos tatuajes y voces de ron que cantan al amor, a la vida gozosa de los paraísos soñados. Espérame, amor, sé paciente en la espera. Sabes que siempre me gustó viajar lento, caminar despacio, amar sin tiempo…”. Y se detiene ahí, en esa idea del amor, mientras besa con suavidad el espejo dejando marcados sus labios que buscan los de él, en un juego que la hace sonreír. Separa sus labios del espejo y acude al comedor de la casa donde en la mesa la espera una sopa de ajos. Sí, la que a él tanto le gustaba. Después, ya en la biblioteca, acude al placer de unas picotas conservadas en aguardiente de cerezas. Mientras, suena la música de Strauss y en sus manos, un poemario de Elizabeth Barrett Browning: “¡Qué extraño no sentirte en el temblor del día o de la noche, voz, presencia, ni adivinarte en esas flores blancas! Yo era ciega lo mismo que el ateo que no descubre a Dios al que no ve”.
Sopa de ajo
Ingredientes
- Pan asentado
- 100 g de tocino añejo
- cuatro dientes de ajo
- un chorro de aceite
- agua
- una cucharadita de pimentón de La Vera
- sal
- huevos
Preparación
En una cazuela vertemos el aceite y añadimos los trocitos de tocino; removemos hasta que comiencen a dorarse; entonces será el momento de poner los ajos picados, que dejaremos dorar; retiramos el exceso de grasa y añadimos el pimentón; removemos, añadimos el agua y la sal; cuando arranque a hervir le ponemos el pan en sopas finas; dejamos cocer cinco minutos y vertemos sobre cazuelas individuales en las que habremos roto un huevo. Por último, removemos hasta hacer cuajar ligeramente los huevos.
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