Vinos sin fruto
Los aromas y sabores afrutados son de gran importancia para los vinos de hoy. Para describir un vino, los prescriptores nos hablan de frutas, a veces muy raras. Los vinos neutros, poco expresivos, son vistos con algo de sospecha. Pedro Ballesteros
Desde una perspectiva histórica, este amor por el fruto es asombroso. Durante miles de años, los amantes del vino poco hablaron de fruta. Los grandes vinos del pasado tenían otros atractivos: su textura, su lentitud, su estructura. Vale la pena leer las descripciones que los antiguos hacían de ellos.
En la década de 1980, surgió el gusto postmoderno por vinos expresivos, muy intensamente aromáticos, que se han convertido en arquetipo del buen vino. Los críticos, que hasta entonces hablaban de las texturas y el equilibrio de los mejores vinos, comenzaron a dar más importancia a los aromas frutales. Hoy en día premiamos la juventud brillante y su expresión aromática.
Los expertos humectan los vinos y matizan sus olores, en los que se solazan. Y, sin embargo, hay algo extraño en esta forma de degustar. Lo que retenemos de un vino es, sobre todo, la combinación de sensaciones en boca, no solo aromáticas, sino también táctiles, salivación, sabor, persistencia. La nariz es como el aperitivo de la cata; la degustación real se realiza en boca. La textura del vino, el recuerdo del placer y su complicidad con nuestros sentidos, son los factores que más cuentan.
Además, los aromas jóvenes e intensos obnubilan con su brillante inmediatez. Los vinos menos aromáticos requieren más atención. Sabemos que lo que hacemos con cuidado es más satisfactorio, ¡algo de bueno habrá en poner más atención!
Recomendaría degustar algunos vinos magníficos, pero de poca fruta en nariz, con concentración y parsimonia. Los placeres refinados y discretos de los nuevos vinos de crianza biológica no fortificados de Montilla-Moriles y Jerez-Sanlúcar (y alguno de Rueda), las texturas sedosas de los grandes vinos blancos riojanos de larga crianza, la redondez sensual de las garnachas blancas de Terra Alta, la sutil complejidad de los godellos criados sobre sus lías, ocupan un lugar en nuestra memoria más cercano a la caricia de una madre que a la fragancia de aquella novia. No hay que elegir, que las dos cosas son bellas.
Fuera de España, me apasionan la tímida elegancia de los silvaner de Franconia, la tensión discreta de los mejores sémillon de Hunter Valley de la lejana Australia, la mayestática austeridad del mejor colares portugués, o el equilibrio fino de los grandes trebbiano dell’Abruzzo.
Son todos ellos vinos que no vienen a ti, sino que te exigen llegar a ellos. Su degustación nunca se acaba al engullir el líquido. Hay que permanecer atento a su memoria, al recuerdo del vino, porque es lo mejor.
La fruta fresca es hermosa, atractiva, inmediata..., pero tiene un componente banal. A veces, cuando la fruta sale lentamente del escenario, con discreta complejidad, cuando el vino se desnuda de ese maquillaje juvenil para mostrar su delicada textura, aparece algo aún más bello.
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