Refugio en Canarias
Escaparse a La Gomera, la isla donde volver a respirar

Cuando el mundo se cierra, los paraísos cercanos se nos revelan como destinos idílicos y posibles. La gomera nos recibe verde y exultante tras días de lluvia y con un sol brillante reflejado en cada ola del océano. Mayte Lapresta. Imágenes: Arcadio Shelk
Sendero arriba, barranco abajo, con sus sabores profundos y honestos y sus gentes tranquilas, sin duda es una isla en medio del océano para dejar de suspirar y volver a respirar.
“Aquí estamos a cero casos”, afirma tras la mascarilla el encargado de la recepción del Parador. Una frase con la que soñamos desde hace meses para dar la bienvenida a la isla más hippie y desenfadada del archipiélago canario. Te reciben por mar en un breve trayecto de ferry desde el sur de Tenerife o desde el cielo en su diminuta pista de aterrizaje donde solo descienden vuelos interinsulares.
En cuanto pones un pie en La Gomera tu percepción de la realidad se transforma por completo. “Es la calma. Somos gente tranquila”, asegura un joven de piel morena y brillantes ojos azules en los que se refleja la puesta de sol. “ Aquí las prioridades cambian. Yo todos los días cruzo la isla de este a oeste para disfrutar de este momento”, nos confiesa. Más de una hora de trayecto en una isla diminuta, pero vertical.
Antes de que el sol toque el mar comprendo de inmediato la necesidad de compartir ese instante. Grupos de locales y extranjeros adoptados se sientan en la arena o en el borde del paseo de la playa de La Calera en el Valle Gran Rey mirando fijamente ese horizonte rojo fuego. Algunos tocan los tambores en un ritual de despedida. Una mujer comienza a bailar con un aro oscilando en su cintura y cintas ondeando al viento. Es hipnótico, hechizante. Rosas, azules, blancos se entremezclan con el plata del océano.
Senderos y leyendas en La Gomera
Pero el mar solo es el envoltorio brillante de uno de los mejores regalos que el mundo puede hacerte. Chiquita pero grande, la isla precisa de algo más de tres días para poder visitarla y agradece una semana dedicada a ella para poder disfrutar sus más de 600 caminos y sendas. Laurisilva en estado puro con esa humedad constante que provoca la lluvia horizontal, la que proporcionan las nubes retenidas por la exuberante foresta.
El sol en las cumbres de sus picos más altos y un mar de cúmulos níveos cubriendo los valles inundan cada camino con dedos de bruma que acrecientan la sensación misteriosa de ese bosque retorcido. Los troncos se entremezclan como una red de pescador dejando que la luz se filtre con dificultad, iluminando un helecho como un foco pone su punto de atención en el protagonista de una obra.
Son los detalles, las rocas llenas de musgo y las ramas cubiertas por epífitos, el olor a tierra, a mineral, a vida. Mil sonidos de agua, pájaros, viento, esa lagartija que escapa, acompañan el paseo, o la ausencia de ellos embriaga al asomarte en alguno de sus miradores naturales para contemplar barrancos de verdor impensable con palmeras que salpican de exotismo sus bancales cultivados.
Y una nueva curva y un nuevo valle y más cumbres tan tupidas que parecen una densa alfombra verde, mullida y acogedora. De repente, un roque despuntando que sirve de estrella polar orientando el camino. Sendas que se unen y separan llevando al visitante del mar al bosque en cada recodo, de la sombra al sol y de nuevo a la niebla.
El Parque Nacional de Garajonay se funde con la belleza de Vallehermoso, con sus pequeños comercios, las risas escolares y su iglesia. O con los huertos fértiles de Hermigua que recorres boquiabierto hasta el mar para con una simple curva de carretera llegar al encantador pueblo de Agulo. Arriba, el mirador de cristal que fascina con una experiencia vertiginosa hacia el abismo. Abajo, un pueblo alegre siempre bajo la eterna sombra proyectada de la orografía pronunciada y vertical en las montañas que le rodean.
Platos y gentes
Pedimos una botella de Tamargada, elaborado con la variedad autóctona forastera para homenajear el potaje de berros que acompañamos con un escaldón de gofio contundente, con su cebolla a modo de cuchara. Hay un plato de papa canaria con mojos rojo y verde, difícil decantarse por un favorito pues ambos son impresionantes.
El sol brilla de manera inusual, con un cielo absolutamente límpido. Desde las cumbres, una vista global nos ha permitido divisar el Teide nevado como si estuviese a diez pasos, pero también Gran Canaria, La Palma y El Hierro. La sensación de archipiélago tan nítida como jamás he vivido.
Corazones verdes con acantilados negros salpicando el océano en medio de la nada. Y había que celebrarlo. Efigenia Borges nos acoge en su restaurante La Montaña como si fuéramos parientes. Antes de sentarnos ya está sacando la artillería pesada. “Aquí empezamos mi marido y yo con esta pequeña tienda”, nos muestra orgullosa. “A Angela Merkel le dimos este puchero y le encantó", apunta sin un ápice de engreimiento. "Y a Imanol y a Echanove cuando nos sacaron en Un país para comérselo, muy majos los chicos”. Sonreímos. De lejos veo un recorte de The New York Times donde hablan de sus guisos. Intento imaginar la edad de la anciana, que nos acompaña a la puerta tras pagar una cuenta muy asumible y nos obsequia con un plátano y unos frutos secos “para el camino”.
Sencillamente así
En Gomera no brillan las estrellas Michelin ni los manteles de hilo blanco impoluto. Pero dudo que alguien los eche de menos. Como todo en la isla, la restauración es natural y algo primaria. Sencilla y humilde. Rica y veraz. Y eso es lo que hace de este rincón en el universo algo excepcional.
En el restaurante El Pajar somos de los primeros en llegar. Miguel Herrera nos lanza la lista de productos que ha capturado esta misma mañana. Morena frita. Y pulpo. Una sama y quizás unas cabrillas. Por supuesto, lapas con ajo y perejil. Está lleno. Algunos turistas y mucho público local. Los Sabandeños suenan de fondo. “Siempre los pongo. Si un día pasas y no suenan es que yo no he venido”, nos comenta con sorna. Todo está fresquísimo y exquisito. “No podéis iros sin probar el almogrote, con queso de cabra local”. No es sino una mezcla perfecta entre queso curado de cabra y mojo rojo canario que puedes tomar de aperitivo o merienda, aunque el toque del ajo y de la pimienta palmera no son aptos para todas las digestiones.
Arena negra
Si las cumbres y las medianías con sus miradores y bancales se convierten en protagonistas del paisaje de La Gomera, sus playas, escasas y de negra y finísima arena, aportan el condimento perfecto para que el plato guste a todos. Con su forma de exprimidor gigante, recorrida desde el altiplano central interior de Garajonay por calderas y barrancos –hendiduras radiales que se precipitan al mar– la isla lleva las aguas captadas por la laurisilva hasta la costa permitiendo el cultivo en cada ladera. Así, el verdor se acerca al mar para ajardinar los accesos a la negrura salvaje de sus playas.
Encontrar el camino a cualquier cala es sencillo, solo hay que bajar, dejarse llevar. Seguro que esa carretera desemboca en La Cueva, La Calera o la salvaje Playa del Inglés. Con una amplia aceptación del nudismo, la ausencia de gente lo hace todavía más sencillo, y el carácter abierto y happy de los habitantes de la isla facilita sentir la libertad de que, hagas lo que hagas, todo está como tiene que estar.
El silbido de La Gomera
No hay más que ver la orografía de la isla para comprender los siglos de aislamiento y la peculiar manera de entender la vida de sus pobladores. Su necesidad de subsistencia y la recortada costa de difícil acceso les obligó a sacar provecho de sus imposibles campos, recurriendo a los bancales y terrazas, y a buscar medios de comunicación extremos como el silbo gomero, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, que hoy se preserva con su estudio en las aulas para evitar el olvido.
“Entre dos montañas amarrado a las nubes,
un guanche silba para invitarte a cenar.
De menú, un mojo picón que sube a los ojos.
Y de nuevo un silbido para decirse adiós”
Así canta el compositor francés Féloche honrando a la isla. Una práctica campesina que hoy se mantiene viva y despierta la curiosidad del visitante.