De narices
Desde pequeña me decían que me gustaba meter las narices donde nadie me llamaba. Y el caso es que ahora lo hago literalmente. Me complace introducir el hocico en toda la copa y acercarme sin educación al plato para olerlo de cerca. Mayte Lapresta
Bien es verdad que, en tiempos de pandemia, mi recorte de libertades me ha llevado a refinar esta manía y lo hago solo con mis pertenencias, evitando que mi morro termine en el gazpacho de fresa de mi amiga o en la copa de cabernet que bebe mi cuñado. También hay que decir que esta facilidad olfativa tiene sus vertientes amargas cuando atraviesas zonas pestilentes o coincides con un adolescente recién salido de un partido en el asiento colindante del autobús.
A pesar de esos malos registros que se quedan en nuestra pituitaria memorizados de por vida, también poseo un amplio repertorio de buenos olores que me transportan de inmediato a paisajes, momentos y sensaciones. La nariz es un excepcional receptor de una de las riquezas más impresionantes de nuestra existencia: el aroma. Sin olor no somos nada. Sin olfato, perdemos una de nuestras más potentes fuentes de información para conocer y reconocer nuestro entorno. Sin aroma, el vino no es más que agua que emborracha, y la cocina elementos digeribles bellamente combinados que engordan. Sin perfume, el amor resulta menos romántico y las lágrimas menos reales..., seguro.
¿Qué sería de una pradera sin el olor a césped, de un campo de lavanda sin su perfume, de una barra de pan recién horneada sin las fragantes notas tostadas de su cereal? ¿Qué seria del alma sin aroma?
Cerremos los ojos y respiremos fuerte, dejemos que la vida nos invada por dentro, nos bañe en sensaciones, nos lleve a todos esos lugares que hoy aparecen vetados, a esas gentes que echamos de menos, a ese pasado que recordamos con nostalgia. Todos huelen muy bien.
Abramos el olfato al mundo. Metamos la nariz hasta el fondo para disfrutar intensamente del aroma de la vida... aunque sea tras la mascarilla.
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