Encanto francés

Costa Azul, la exquisita sede del charme

Lunes, 25 de Octubre de 2021

Entre montañas, lujos, limoneros y el azul más insoportable del Mediterráneo. Así palpita la Costa Azul o Riviera Francesa, consagrada hoy a un turismo que busca ahondar en raíces gastronómicas que hablan de influjo italiano y que conducen al mejor restaurante del mundo. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto

La irresistible Costa Azul

Un suave acelerón y el motor ruge merendándose la inclinación de la cuesta que besa la frontera con Italia. Al apearse del flamante Aston Martin color plata, el trajeado conductor deja las llaves al guardacoches y se engarza por el brazo de su pareja, media melena abanicada por la brisa. A ambos les aguarda velada, confidencias y placeres sápidos en el mejor restaurante del mundo según las listas de fiar. Al abrochar la cena, Mauro Colagreco les agradecerá la visita, departirá con ellos sobre detalles culinarios y anecdotario común, y engrandecerá con su presencia este Mirazur que es templo donde peregrinar si uno se emboza en la dolce far niente de la Costa Azul (Côte d'Azur en lengua vernácula).

La costa azul francesa

 

[Img #19878]Todo esto se detalla desde una balconada privilegiada, justo enfrente, en los límites de la bella localidad francesa de Menton. Porque el sabio argentino acaba de abrir Casa Fuego cara a cara con Mirazur, pero al otro lado de la carretera, y que ejerce de sucursal ígnea y de menor rango para todo aquel que quiera probar la cocina de Mauro y que por bien sea por indisponibilidad financiera o bien por reservas copadas hasta bien entrado el tercer milenio no puede paladear el referido tres estrellas Michelin. Damos fe que este hermano pequeño de brasas, pasta fresca y buen producto no es un mero pariente lejano, sino que secunda y complementa con su aire casual al establecimiento que se enseñorea desde lo más alto del escalafón planetario. En Casa Fuego huele a leña de olivo en su comunión con Prometeo, a chimichurri y chuletones simmental madurados 45 días, a burrata de Puglia y gnocchis, a pulpo con cicatrices de parrilla y hasta cecina ahumada de wagyu. Colagreco imanta como el nuevo buda que esparce santidad, lujo y excelencia parapetado en este epicentro del turismo mundial. Se ha convertido en el sumo pontífice culinario de estos pagos, una Costa Azul que palpita entre las montañas de los Alpes Marítimos y un Mediterráneo color piscina. En pleno puerto de Menton, el cocinero argentino abrió la pizzería Pecora Negra, y en el mercado de esta localidad recoleta despacha lo mejor de su bakery, que llega desde su propio molino, sus levaduras y sus hurmientos con linaje. La fougasse mentonnaise, a 2,90 la pieza. Irresistible.

 

[Img #19883]A Menton la denominan la “ciudad de los jardines” (poco que explicar) y el limón es santo, seña, emblema y piedra filosofal. Para llegar a la Maison du Citron hay que meter marcha corta en coche por las sinuosas curvas de Menton como si uno fuera Cary Grant en Atrapa a un ladrón. Allí Laurent y Adrien Gannac (padre e hijo) gestionan un vivero idílico donde uno puede picotear y cerezas directamente del árbol, pasear entre cultivos exuberantes y visualizar el terroir del mejor limonero. Nacida en Lot, esta saga refleja lo mejor de la AGP del limón de Menton, que aglutina a 25 productores. “No hay mecanización, todo es a mano, artesanal. Este limón se come con corteza, es muy dulce y tiene un toque oleaginoso. Además, no amarga”, asevera Adrien. Elaboran confituras, jabones, limoncello y limonada y hasta una cerveza artesana.

 

Un total de tres hectáreas encaramadas en pendiente y bendecidas por un microclima, carambola meteorológica que acuna este localidad donde Hitchcock hubiera planteado deliciosa trama de guante blanco.

 

De regreso vespertino a Menton, nadie puede disimular el aire italiano que destilan muchos de sus comercios. Como Pasta Piemonte, cuyo timón es asido con fuerza y sonrisas por Riccardo Inversi. Hasta 100 kilos de ravioli au citron de Menton y otras especialidades de fabricación propia –polenta, risotti, panettoni– salen de este local cada semana. Se trata de los escasos sellos biológicos de la Costa Azul, fue fundada por Luisa y su hijo Riccardo, maître patissier, que se consagraron a la economía circular, en particular abasteciéndose de materias primas a nivel próximo. Casi aledaño, la Herbin Maison cocina 200 clases de confituras en unas ollas de cobre históricas. Por ellas pasan limones y mandarinas de rechupete, y el trasiego de turistas, compradores de recuerdos y curiosos es incesante. Para alimentar el espíritu, una visita al borde del mar por el Museo Jean Cocteau y la colección Séverin Wunderman dejará en boca el dulzor de la alta cultura y la belle époque.

 

Emblemática socca

 

[Img #19881]Despreocupada, sin rastro de aquella vieja y atractiva decadencia, esta Riviera Francesa ha ido apuntalando sus atractivos gastronómicos para ensanchar público objetivo y trascender clichés. Ya no solo es visitada y jaleada por aquella aristocracia británica que cinceló una imagen de glamour, hedonismo y yates que nunca fondeaban en puerto. En la actualidad se puede masticar aquel tiempo dando cuenta de unas frutas desecadas en Henri Auer, que ya va por la quinta generación (desde 1820) con el mismo apellido en el frontispicio. Sus despejados ventanales son un punto de encuentro en Niza, justo enfrente de su Ópera. Y a lo largo del puerto pequeños puestos ambulantes, como del Chéz Teresa, ofrecen socca. Se trata de un pancake que sería un trasunto de la farinata que vino de Luguria, elaborada esta torta fina con puré de garbanzos, aceite de oliva, pimienta y agua. Si la socca es bandera en Niza, la flor del calabacín ornaría cualquier escudo heráldico, como bien lo hicieran la rosa y la violeta. La mixtura entre Liguria, Provenza y Piamonte es patente en pizzas, pan bagnat (con mucho ajo), ensaladas fresquísimas (en espe­cial la niçoise con la aceituna local caillete), raviolis y en la daube, un estofado de carne regado con tinto local y salpicado con trozos de panceta y patatas. Con el dialecto nizardo como eje, Le Gout de Nice ha compendiado a 49 productores de la zona para que tengan plataforma y altavoz. Se pueden hallar sus creaciones en la tienda junto a las fuentes del Promenade de Paillon. Como Roma, Niza se guarece con siete colinas y en una de ellas se miman los viñedos de Bellet (AOP). Los de Châteaux de Cremat se reparten en tres fenomenales oteros: St. Sauveur, Crémat y Saquier, todas en la comuna de Niza, en el departamento de los Alpes Marítimos. Un hito reseñable: es el único viñedo urbano con una AOC enteramente situada en una gran zona urbana. En esta región, las viñas están bañadas por el sol (2 820 ha/año) y se benefician de un microclima excepcional. “Sacamos unas 15 000 botellas al año y se trata de vinos aromáticos y equilibrados, algunos con uva braquet que es originaria de aquí”, explican sus gestores mientras catamos el Domaine de Toasc (en sus variedades rosado y blanco) y el contundente Château de Crémat (tinto). Una de las anécdotas más deliciosas que se relatan entre los muros bermellones de este castillo de eventos y fiestas de postín y que es sede mercantil de la bodega atañe a Coco Chanel. Se dice que la diseñadora frecuentaba los saraos del castillo junto a su amiga Irene Bertz, y que de sus vidrieras sacó el logo de las dos ces engarzadas que hoy ya es icono entre la moda y el pop. De este modo, Cremat saca partido enoturístico a este particular, con visitas guiadas, catas y visita a las cavas. Merece la pena acercarse a esta atalaya carmesí que habla de taninos, arte, perfume legendario y mucho lujo.

 

Reencarnarse en Poe, desde Antibes. 

 

[Img #19875]En la localidad de Antibes, los efluvios y el canto de sirenas conducen inexorablemente a invocar la cita con el hada verde. Atención, tras unos tragos de absenta –concretamente tras la tercera botella– juran sus dipsomaníacos feligreses que uno puede transfigurarse en Allan Poe, cercenarse algún apéndice como Van Gogh o hacer corpóreo al mismísimo Belcebú. En el Absent Bar hicimos la prueba. Y tras la fuente de agua cristalina derramada sobre terrón de azúcar y diluida en esos profundos anises blancos o verdes damos fe que se nos apareció el espectro de Toulouse Lautrec y nos liamos a escribir novelas góticas plenas de acantilados, suicidios y doncellas con tuberculosis. No por mítica ha de caer en saco roto la influencia de la absenta, que en Francia evolucionó en pastis y anisettes con un mercado millonario. “La paternidad de la absenta se la disputan Suiza y Francia”, nos cuenta Frederic Rosenfelder, dueño de este bar en un sótano acodado junto al Mercado Provenzal de Antibes. Poco después de aperitivo tan alucinante y alucinógeno (ya saben, propiedades recónditas del ajenjo), sentarse a la mesa del restaurante Figuier vuelve a elevarnos. El chef Christian Morisset y su poblado mostacho sacan lustre a una estupenda estrella Michelin desde 2010. Y lo hace a través de una cocina francesa tupida de Mediterráneo, donde un patio con higuera amplifica la experiencia en el almuerzo y la huerta y los pescados locales son elenco principal. Antibes no disimula su encanto discreto, lejos de fastos y estruendos de otras localidades vecinas. Un festival de jazz, una monumentalidad comedida, un fuerte (Carré) a las afueras que se asoma al litoral... A tiro de piedra, el pueblo de Villeneuve Loubet ha levantado un circuito alrededor de la figura del cocinero Auguste Escoffier (1846-1935). Uno de los chefs más revolucionarios de la historia de los fogones vivió aquí hasta los 13 años y su casa natal explica su trascendencia con museo ineludible para todo gourmet con ganas de bagaje. Escoffier, que quiso ser escultor pero se puso a trabajar siendo un niño en el restaurante de su tío en Niza, fue  inventor de útiles aún en boga, pionero en estructurar el trabajo en cocina por partidas y brigadas o el menú de precio fijo... ¡y hasta alentó las pastillas de caldo concentrado! Su Le Guide Culinaire, un volumen de 1903 cuenta con 5 000 recetas y aún es vademécum para aprendices de genio.

El mercado de Cannes

En el mercado de [Img #19877]Cannes la actividad es febril este sábado por la mañana. No hay alfombras rojas ni paparazzi en busca de Penélope o Clooney, sino puestos de toda la vida que sirven desde ancas de rana fritas, vigorizantes sopas de pescado de roca, soccas y alga espirulina contra los malos humores. Cuando se monta el Festival de Cine todo se barniza con el marchamo del celuloide y su aureola inalcanzable, como bien nos comenta Patrick Felt. Hace unos años y junto al chef Jean Marc Geffrier este veterano reportero reunió recetas de cine en el libro Feasts Fit for Stars (festines o fiestas dignas de estrellas), donde además habla profusamente del plato llamado Aïoli, que viene a ser un pescado al vapor con verduras, y que toman históricamente en evento multitudinario los miembros del jurado y los periodistas desplazados el Festival desde 1975 en la Place de Castre, en el distrito de Suquet. La receta es obra del chef Michel Ernst, que también elabora “la tarta del Festival” y unos magníficos macaron de naranja amarga. Durante esas jornadas de proyección y glamour, imposible reservar en el Palme d'Or, el restaurante del Hotel Martínez que luce dos lucernarias de la Guía Roja para los que gusten de experiencias sublimes. Que sepan cinéfilos del orbe que todo, todo, todo el vino que se toma en el Festival procede de la Abadía de Lerins, en la isla de San Honorato. A sus ocho hectáreas se llega en yate, claro, y sus monjes cistercienses le rezan a la chardonnay y la viognier, a la pinot noir y a la syrah. Su precepto vital contiene 72 reglas: entre ellas, ora, labora y vinifica.

 

 

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