Aventuras de Mayte Lapresta en la Nochebuena

Cuento (gastronómico) de Navidad

Martes, 19 de Noviembre de 2013

Pocas horas antes de la Nochebuena, tras un accidente doméstico, la directora de Sobremesa vive una epopeya contrarreloj para conseguir preparar una cena para su familia. Algunos amigos se cruzarán en su camino. Saúl Cepeda

Con un olfato entrenado en miles de catas a ciegas, Mayte Lapresta supo enseguida que algo iba mal, antes incluso de entrar en la cocina. Cómo se las había ingeniado la mascota –un pequeño gato común europeo de apenas tres meses con una mancha en su bigote, rescatado de la calle hacía unos días por la hija de Mayte– para desconectar el cable de la nevera, seguiría siendo un misterio, pero el hedor del marisco estropeado no dejaba lugar a dudas. Abrir la puerta solo sirvió para comprobar la catástrofe alimentaria que había provocado el sabotaje felino. Mayte apenas pudo rescatar las botellas de cava y champaña, dejando el resto del trabajo al experto en riesgos biológicos de la casa: su marido.

 

La directora de Sobremesa pensó inmediatamente en depurar responsabilidades, como habría hecho de encontrar faltas de ortografía en los ferros de la revista antes de haber sido enviados a imprenta, pero su hija sujetaba al gato entre los brazos y ambos la miraban con enormes ojos de inocencia.

 

Resuelta entonces a hallar soluciones y no culpas, que para eso había sobrevivido en su día a las trincheras de un periódico, se enfundó en unos vaqueros, calzó tacón y se hizo la raya del ojo –consciente de que prisa y belleza no estaban jamás reñidas–, abalanzándose acto seguido sobre el volante de su BMW.

 

Cuando se dirigía al Corte Inglés, dispuesta, en su emergencia, a derretir la Visa con los precios last minute de las peores cigalas abandonadas, frenó abruptamente en un paso de cebra, a punto de arrollar a un hombre moreno con el pelo peinado hacia atrás. Cuando se fijó en el sorprendido viandante, recordó haberlo visto antes.

 

Sí, estaba segura.

 

Abrió la ventanilla sin dudarlo.

 

Perdona –dijo Mayte–, ¿no eres tú Javier Brichetto?

 

Sí –respondió él–: soy yo. ¿Nos conocemos?

 

Se conocían: había sido durante el Concurso de Tapas de Madrid, que Brichetto, chef ejecutivo argentino de la cadena Le Pain Quotidien en España, había ganado. Aquel día Mayte encargó a sus redactores –como la Bruja Mala del Oeste habría enviado a sus monos voladores para seguir a Dorothy–, que lo tuvieran bajo observación. A partir de entonces, varios premios de tapas nacionales lo avalaban para la idea que se le acaba de ocurrir a la directora de Sobremesa.

 

¿Dónde vas? –preguntó Mayte, una vez le hubo dicho quién era ella.

 

Al taller... en metro.

 

Sube: te llevo.

 

Un poco sorprendido, aun temiendo un secuestro o algo peor, Brichetto entró en el coche y Mayte arrancó, casi sin darle tiempo a amarrarse el cinturón. Ella hizo un resumen de su accidentado día y del problema que tenía entre manos.

 

Mientras te llevo, podrías –dijo entonces– darme una receta, fácil y rápida de hacer, para un entrante.
Y puso su iPhone a grabar.

 

Cuando llegaron, Mayte ya tenía la primera receta. Brichetto, agradecido por el traslado, le pidió que esperase un momento en la puerta de su taller y, al poco, volvió con una caja con los ingredientes para preparar el aperitivo.
Siguiendo el orden lógico del menú, a la directora de Sobremesa se le ocurrió pasar por el cercano hotel Villa Magna. Aparcó en zona azul y depositó el euro suelto que consiguió recolectar en el fondo de su bolso en el parquímetro, lo cual le granjeó apenas unos pocos minutos.

 

Con la decisión de un tornado, irrumpió a tiro hecho en las laberínticas cocinas centrales del hotel. Allí, ejerciendo de jefe de cocina ejecutivo, estaba él, un apuesto joven de pelo muy corto y ojos claros, Rodrigo de la Calle, chef gastrobotánico, hombre que susurra a tomates y pencas de acelgas, enfrascado en pleno frenesí productivo.

 

¡Mayte! –exclamó– ¿Qué haces aquí?

 

Necesito uno de esos platos rápidos que sabes hacer tan bien... –dijo ella.

 

Yo... ¡Sí, claro...! Pero... ¿Ahora?

 

No tengo tiempo de explicártelo: es cuestión de vida o muerte.

 

El chef se puso manos a la obra, con un resultado sorprendente. Todo quedó grabado.

 

Mayte salió del Hotel Villa Magna con el tiempo justo, cargada de tupperwares de lombarda y flores, para descubrir que el controlador de la hora la había multado por apenas un minuto. Se dijo que eran días de felicidad, respiró profundamente y cinceló una sonrisa en su rostro, dispuesta a trasladar su odio contra el riguroso funcionario al día 26.

 

Sacó su iPhone y seleccionó, sin dudarlo, un número.

 

¡Ángel,  te necesito! –puso en el whatsapp.

 

Diez minutos más tarde, Mayte recogía a Ángel León (sígalo en Twitter: @chefdelmar), que recién salía de una grabación de Top Chef, en la que había pasado la mañana flagelando cocineros junto a Alberto Chicote y Susi Díaz con sus látigos de siete colas. El Chef del Mar (que llegado el momento se había tirado al Atlántico con chaquetilla para demostrarlo), capaz de transmutar pescados de fango en embutidos o de ser el rey de las barbacoas con unas cuantas pipas de aceituna, tenía claras sus prioridades.

 

Llevó a Mayte a una famosa pescadería donde, a falta del róbalo que buscaba Ángel, le hizo comprar un besugo por el cual, en un primer momento, pidieron como pago el alma inmortal de la directora de Sobremesa –aunque terminarían por arreglarse con su Visa Oro–, haciendo buenos los consejos que dicen aquello de comprar con anticipación en Navidades. 

 

Con los ingredientes en el maletero (la salicornia y el plancton los llevaba el propio Ángel León en el bolsillo de su abrigo en bolsas al vacío) y la receta escrita del puño y letra del chef en su bolso, Mayte se encaminó a cazar la carne, con la fortuna de que cuando entró en el restaurante homónimo de Sacha Hormaechea (Juan Hurtado de Mendoza, 11. 913 45 59 52), resultó que el cocinero –y hombre del Renacimiento a tiempo parcial– estaba fotografiando uno de sus platos. Como se conocían desde hacía años, no solo le pidió que envasara los distintos elementos de su receta por separado, sino que se quedó con una de las fotografías del plato para montarlo en casa más tarde.

 

Faltaba un colofón, un placer culpable: y Mayte, sin dudarlo, le mandó un email a Oriol Balaguer, voivoda de los chocolates, pope de golosos, matemático de los azúcares. Con la eficacia que le caracteriza, cinco minutos después Mayte tenía un microsite con la receta en la Red.
Mayte, satisfecha de su obra, con todas las recetas y productos en su poder, necesitada de un Red Bull para no desfallecer, llamó entonces a casa para dar instrucciones precisas para acomodar su despliegue culinario.

 

Mayte, el gato ha vuelto a liarla y no tenemos luz –dijo su marido–, así que he hecho reserva en un restaurante para esta noche. 

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