ASÍ ÉRAMOS
Vázquez Montalbán y el nacionalismo más suculento

Con motivo de nuestro número 60, el novelista y gourmand Manuel Vázquez Montalbán diseccionaba aquello de "la cocina catalana" por si fuera una realidad fehaciente o la suma de tradiciones y curiosidades foráneas. Javier Caballero
Manuel Vázquez Montalbán
En Sobremesa han estado las mejores plumas gourmet de cada época. Y marcó una época en nuestro formato papel un tal Manuel Vázquez Montalbán. Ejerció de bon vivant empedernido y voraz, exquisito escritor, que se transfiguró en el detective Pepe Carvalho para dar rienda suelta a sus instintos más hedonistas, alcobas incluidas y vinos caros y raros. Y en nuestro número de junio de 1989, cuando cumplíamos 60 meses en el quiosco, Montalbán se sacó de la chistera un reportaje que llevaba esta llamada de portada: “Cocina catalana en Barcelona: nacionalismo a la carta”. La pieza trae a colación un viejo debate, no exento de estelas (y esteladas) independentistas. Sin entrar en mayores barros políticos, muchas voces han discutido si realmente existe la cocina “española”, o como argumentaba el gran Santi Santamaría esa realidad totalizadora y aglutinante no es más que la suma de muchas culinarias regionales, trasunto de esta España nuestra multinacional y polifónica.
Socialistas y cremas de leche
Leemos esto como introducción a la pieza, analítica de lo más jugosa: “Nebrija acuñó una frase que nos ha hecho más daño que bien: 'Siempre fue la lengua compañera del Imperio'. Ahí queda eso. A ver qué hace un pueblo cuando para empezar se le sirve este antipasto. En cuanto a Ferrán Agulló, tampoco era manco. 'Cataluña es una nación porque tiene una historia y una lengua propias, un derecho y una cocina”. El novelista continúa su argumentario con la instrumentalización de la palabra lengua, “y una nación se afirma porque tiene una lengua, es evidente, y si no la utiliza solo para hablar sino también para degustar, mucho mejor (…) Cuando murió Franco, España se llenó de socialistas y de crema de leche, y en cuanto se orquestó el Estados de las Autonomías, la manera más cómoda e irrebatible de demostrar la razón de ser de algunas autonomías quiméricas fue editar un libro de recetas regionales”.
Barcelona, "expropiadora"
De lo que se infiere que las cocinas nacionales, en su aspecto totalizador, son una entelequia, una convención, una reducción espesa condicionada por los topicazos, donde muchas metrópolis como París, Madrid o Barcelona no han hecho sino un ejercicio de “expropiación”. “España no tiene una imagen gastronómica internacional propia que vaya más allá de la tortilla de patata y la paella, y esperemos a ver el resultado de la operación almodovariana de promoción internacional del gazpacho mediante Mujeres al borde de un ataque de nervios”, agregaba el literato, aludiendo a la secuencia mítica (y narcótica) de la película del manchego universal.
En el caso de Barcelona y dentro del contexto de finales de los 80, su cocina amalgama mediterráneo, Ampurdán, zonas del Principado y de Tarragona, marcados rasgos de emigrantes que volvieron de Francia y Suiza y hasta influjos americanos, “que los nacionaliza como si fueran trabajadores de la industria textil: sea el chocolate, incorporado a platos de caza y de guisos marineros (langosta con pollo), o el tomate, que ha hecho del pan con tomate algo más que un club”, en guiño de Vázquez Montalbán a su querido FC Barcelona, al que se refería como “el auténtico ejército de Cataluña”.
De Confucio a Isabel Pantoja
El texto, tupido de ejemplos de restaurantes de antaño (Jaume de Provença, Camp Bells, Siete Puertas, Casa Isidro, Els Perols de l'Empordá, Roig Robi, Florián, La Garduña, Can Solé...), lamenta que durante el franquismo la cocina catalana fuera “menospreciada para acabar casi olvidada y solo presente en los guisos domésticos y en figones sin nombre y apellidos divulgados, aunque un restaurante, El Canari de la Garriga, conservara obstinadamente una carta tan catalana que parecía catalanista. Se instaló incluso un cierto sabor convencional de menosprecio a la cocina catalana: cualquier cosa con una picada de ajo, almendra y pan tostado”. En aquel tiempo, Cataluña salvaguardó la identidad de su cocina en platos que hoy despertaran la magdalena de Proust a muchos, como el bacalao con miel, el niu, el patacó, las codornices con judías, el atún con aceitunas, el rape al ajo quemado, la merluza con almendras, el fricandó con mojardones, el conejo con peras y nabos o el relleno con alioli de membrillo, las manos de cerdos con nabos...
Como colofón unas alhajas ensartadas por la prosa mágica y quirúgica del escritor: “¿Es cocina catalana solo la que responde a unas supuestas raíces casi antropológicas o es cocina catalana todo lo que se guisa y se come en Cataluña? Aguda y procelosa cuestión que obliga, una vez más, al recurso del justo término medio. Los países listos conservan lo bueno y asumen lo mejor foráneo para alcanzar lo superior (…) La historia de la cocina implica la educación deseducación continuada del sentido del gusto, el último que nos abandona, según decía Confucio, aunque no me hagan mucho caso, porque últimamente atribuyo frases a Confucio que son de Mao, e incluso frases de Carrillo que son de Isabel Pantoja”.