Así éramos

Paseo de la Castellana, 1986: sexo, corbatas y angulas

Lunes, 07 de Marzo de 2022

En Madrid, los 80 fueron esos años excesivos donde el dinero corría sin decoro y el goce culinario se medía al peso en las marisquerías de Orense y Castellana. Lo escribió el gran Rafael Chirbes. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Archivo

Hubo un tiempo en el que el extinto neón del Banco Zaragozano era faro en medio de la infinita noche madrileña. Hubo un tiempo en que Azca iba a ser un remedo palpitante de Manhattan (con sus sueños de mentira y sus rascacielos) y La Castellana, los nuevos Campos Elíseos donde desfilar con bolsas de El Corte Inglés.

 

[Img #20321]Acontecían los 80 de una Movida de cardados y tachuelas, de hombreras y laca horadando el cráter de ozono, mujeres que se ganaban la vida a deshoras en Capitán Haya y corbatas y chaquetas aflojando el cincho en marisquerías donde dejarse riñones, ojos y fidelidad conyugal. Ese fresco, foto fija de un tiempo que aún nos persigue, lo pintó primorosamente la máquina de escribir de Rafael Chirbes en noviembre del 86. El ilustre novelista, a la sazón director de Sobremesa en papel en aquellos años, sacó el compás y el bisturí para diseccionar el paisaje, el paisanaje y la culinaria, trufada con ese color entre pesimista y socarrón que esparcía el escritor levantino en cada párrafo. Castellana y aledaños: Costa Oeste. También hay algo en este paseo marítimo (imagen robada al gran Andrés Montes) de salvaje Far West trufado de copas Cardhu con hielo, meretrices, limpiabotas de 14 años, directivos y comerciales que acuden a comerse Madrid. Una generación en vías de extinción, como la recua de restaurantes que frecuentaba... “En efecto, el cuadrilátero irregular que cierran el Paseo de la Castellana y la Plaza de Castilla, Bravo Murillo y Raimundo Fernández Villaverde, Madrid se convierte en una gigantesca marisquería, tal vez la mayor de la península, incluidas las autonomías más abiertamente batidas por el mar. Cada restaurante de la zona proclama su agilidad sobre la mesa millares de crustáceos nacidos en los cuatro puntos cardinales del país y trasladados por tierra, mar y aire. Por si fuera poco, decenas de restaurantes exhiben vivero propio y dejan a bogavantes, langostas y bueyes de mar el papel de seducir a los clientes con sus evoluciones subacuáticas en recipientes transparentes. La lista de restaurantes especializados en marisco y pescados resultaría poco menos que interminable. Vayan algunos nombres –a modo de ejemplo– de los considerados más lujosos y que los viajeros han tenido ocasión de visitar: O'Pazo, Combarro, Serramar, Airiños do Mar, La Dorada, Itaxso, El Bogavante... Hay pescados vascos y gallegos, mariscos del norte y del sur, servidos al peso y servidos como una joya en su joyero. Hay, sobre todo, mariscos cobrados a precio de joyas. En esta zona, la mariscada es casi un proyecto de vida”, escribía Chirbes.

 

En O'Pazo, un vivero de tantas cosas que lleva abierto desde 1969, se concitaba lo más granado de nuestras finanzas y del papel cuché (en aquella época, enamorados el uno del otro). Los varones en traje de faena, es decir, chaqueta y corbata, donde el precio a pagar resulta secundario, cuando no superfluo o de mal gusto. La perlas de Chirbes son antológicas: “en este barrio no solo se practica el sexo de empresa, sino que ha encontrado su más refinada culminación la comida de empresa”. Y ante los camaradas, cuando había que aflojar la dolorosa, se valoraba más el establecimiento más caro, donde el dinero en efectivo “tiende a ser un valor desconocido” (…) los restauradores se han encargado en muchos casos de inventar combinaciones que permiten de una manera en apariencia justificada el precio al alza de ciertos platos; cumple ese papel, sobre todo, la angula, que es capaz de aparecer sobre la mesa mezclada con los más sorprendentes elementos y en las situaciones más estrambóticas. Digamos que el éxito de la comida puede resumirse en dos frases intercambiables: 'nos han invitado a un menú de 6000 pesetas por barba'; o bien 'hemos comido medio kilo de langostinos por cabeza'”. Al margen del pescado y el marisco, la zona era un hervidero de restaurantes con ínfulas norteñas, desde los asadores vascos de Infanta Mercedes a los asturianos adocenados y vocingleros o el Walllis que se acodaba en ese Edificio Windsor que ardió fantasmalmente como una tea nocturna. Algunos de aquellos lugares, los menos, sobreviven con cierta clientela fija transgeneracional, incluso aún dan el servicio camareros de aquellos tiempos hoy al borde la jubilación.

 

[Img #20322]Chirbes salva de esta quema superlativa al ya desaparecido restaurante Señorío de Bertiz, donde una plantilla fichada del mismísimo Zalacain daba el callo en una cocina excepcional, sin hipérboles marinas ni fanfarrones dando voces a carrillos llenos con la camisa llena de lamparones. Eso sí, Señorió era carísimo y con una decoración “fané” “con el pretencioso escudo flotando, como una amenaza sobre los comensales”.  Tan caro fue que llegó la crisis y tuvo que contener la sangría de clientes, como pasó con sus compañeros de acuario con langostas. Lo contaba Ana Marcos en El País en noviembre del 93. “El Señorío de Bertiz sí ha optado por renovar su carta y poder disminuir su precio medio hasta unas 5500 pesetas, a la vez que han preferido descender su categoría hasta dos tenedores con el fin de cobrar un IVA inferior (del 15% al 6%). Además, por la noche ofrecen la alternativa de pedir medias raciones en todos los primeros platos. 'El importe total por cubierto se ha reducido en un 20%', afirma Simón Bravo, uno de los propietarios del Señorío de Bertiz. 'La aceptación está siendo total y esperamos que siga así'". Una pena. No aguantó las tarascadas feroces de la crisis post Juegos Olímpicos y Expo. Echó el cierre. Como lo hizo La Dorada –calle Orense– de Félix Cabeza, un magnate del pescaíto que se paseaba del brazo de la miss Juncal Rivero y que dio de cenar a los Reyes eméritos, antes de fantasear con un imperio de boquerones en París y Londres. Todo se le derrumbó vaya a usted a saber por qué alambicadas o meridianas razones. Pero Cabeza pudo volver a abrir su Dorada siguiendo el rastro del dinero. De la Castellana se mudó a Pozuelo de Alarcón. Hoy la calle Orense es un laberinto de discotecas latinas, pizzerías, despachos de notarios y bares con menú ejecutivo a 18 euros. Como broche, una colosal imagen de Chirbes que condensa el magma volcánico que emanaba del lado Oeste de Castellana. “Las chicas del amor consumían su ración de gambas con gabardina antes de lanzar su mensaje contra las esquinas”.

 

 

 

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