ASÍ ÉRAMOS

La Fiesta Nacional: entre tortillita de drama, borracheras y mantel fino

Jueves, 09 de Junio de 2022

Ahora que estamos en plena feria isidril, buceamos en el vínculo gastronómico taurino: de la frugalidad del diestro, al almuerzo multitudinario del apoderado o el gin tonic de puerta grande. Javier Vicente Caballero

Lo escuché en muchas ocasiones en mis laberínticos recorridos taurinos, ya fuera siguiendo a Ortega Cano y César Rincón en aquel duelo histórico, a Esplá o a El Juli, a Ponce, Perera, Talavante, Manzanares (me quedo con la magia del padre), Morante, Finito o al apóstol José Tomás. Lo oí de boca de sus apoderados en el hotel [Img #20681]Colón de Sevilla; en el Wellington de Madrid; en La Perla de Pamplona, en el Málaga Palacio de la Costa del Sol y en alguno de menos tronío por esos pueblos de España con banderitas en fiestas. "Al maestro prepárenle una tortillita francesa y una ensaladita a eso de la una. Nada más. Luego siesta y a vestirse". Con celeridad, me enteré de que esa frugalidad del menú atendía a una cuestión dramática. El torero debía tener poca condumio en sus adentros por dos cuestiones:

 

 a) maniobrar con presteza delante de la cara del toro sin que las tripas coartaran el escorzo ni nublaran la rapidez de reflejos.

 

b) sobre todo, facilitar una operación quirúrgica urgente a pie de plaza si sobrevenía el percance o el cornalón.

 

Porque los toros, la llamada Fiesta Nacional (con perdón de muchos que no creen o creemos en las nacionalidades más que las de cada casa como aquel anuncio de Ikea), ha tenido y aún mantiene innegables lazos con las cosas del yantar y del trasegar. Alamares y calamares. Besugos y entradas de reventa. Rondas y fondas. En tiempos de veganismo creciente, de bienestar animal y de innegable crisis de público que ha desnudado muchos tendidos, las corridas buscan su acomodo en este milenio de redes sociales y corrección política. Para algunos detractores y la mayoría de defensores, un acontecimiento anacrónico revestido de mística y de rituales telúricos, que se miga en la salsa de la gastronomía, los carpantas de patio de arrastre, la bota de vino urgente y el trago caro encorbatado. En la plaza de Almería a uno le podían ofrecer botella de champagne del bueno y cigalitas en mitad del cuarto toro mientras el toricantano de turno tomaba alternativa; en Pamplona era preceptivo ir colocado hasta la ceguera en medio de la música atronadora de las peñas aunque s[Img #20680]obre el albero se estuviera transigurando Manolete en el capote de Rafael de Paula. Durante años los mozos sanfermineros tiraban pan a los picadores, así, por sistema, y a Curro Romero le han llovido hielos de cubata, mendrugos y hasta botellas (vacías). Como bien recoge un artículo de nuestra revista de mayo de 1993, la merienda taurina componía un momento folclórico y cultural de primer nivel en plazas como la de Valencia y sobre todo en la referida Pamplona que enamoró a Hemingway. "Las meriendas de Pamplona constituyen otro alarde gastronómico y culinario. Allí las cazuelicas de pimientos del piquillo o las ollas de ajoarriero, que pueden ser con el bacalao tal cual o acompañadas de langosta; allí las magras con tomate o simplemente unos fileticos empanadicos, que empalagan menos y no ponen al comensal perdido de grasa. Naturalmente todo ello irá acompañado del buen beber, valen el champañico o los vinos de distintas procedencias y algunos aficionados mejor organizados llevan para rematar la manduca un termo con café, botella de coñac y puros", escribía Joaquín Vidal, a la sazón, legendario cronista taurino del diario El País entre 1976 y 2002.  

 

[Img #20682]Nos llevaría varios reportajes referir aquí la multitud de bares, tascas, tabernas e incluso restaurantes de alto copete que han consagrado sus muros y su interiorismo a la fiesta. Hasta hace dos días, el Bohío del gran Pepe Rodríguez mantenía motivos taurinos por una cuestión de ADN: el padre ejerció de excelente reportero de toros y fue de los primeros en retratar apoyados sobre el callejón a la duquesa de Alba a un bisoño Miguel Bosé y a lo más granado de la sociedad de los 50 y 60. "Toda plaza tiene cerca el aliciente de la restauración: alrededor de la mesa se negocia, celebra, cavila o gorronea alrededor de una buena mesa, porque la abundancia y la generosidad forman parte de la grandeza de la fiesta", añadía Vidal. No le faltaba razón. Y los bares de los hoteles han sido testigos de las más grandes intrigas taurinas que el Cossío pudiera compilar jamás... "Hay restaurantes predilectos de los taurinos en corporación, y siempre son de buen comer, porque la gente del toro tiene un excelente paladar y sabe lo que se pesca. En Valencia ya han descubierto los ricos arroces de Casa Roberto (aún abierto) o El Plat, la magnífica cocina vasca del Eguzki o el restaurante en continua mejora del Meliá, que es el hotel de los toreros, mientras que los banderilleros y picadores están abonados al Palace Fesol (aún en manos de la misma saga que lo abrió hace más de una centuria, doy fe). En Bilbao el hotel taurino por excelencia es el Ercilla, con su Taberna del Toro, que muchos alternan con el Farketa (...) La Dorada, el Burladero Donald, Río Grande y La Isla se llenan de taurinos en Sevilla durante la Feria de Abril", enumeraba el crítico sobre lugares de mantel fino, contratos, charlas, mitos, predilecciones, quedadas y espantadas. En Madrid, desde hace cuatro décadas y en interiorismo mutante, a los alrededores de Las Ventas se han arremolinado un buen número de tascas que imantan al turista despistado y al consumidor de cañas y bravas sin muchas pretensiones, al que toma el gin tonic del después y a los que apuran el Metro de vuelta. Y más de un incauto ya se halle en Córdoba, Brihuega o Salamanca cree haber degustado –en bares aledaños que tienen nombres del estilo Quinto Toro, Los Timbaleros o Suerte Maestra– rabo de toro de lidia, del astado que acaba de ser estoqueado en la plaza por Roca Rey. Sin embargo no es de toro, sino de la vaca Lola, que como dice la naif canción "tiene cabeza y tiene cola". 

 

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