Sabor a mar
Vinos junto al mar, la sugerente influencia del salitre

Quizá suene a poesía, pero los vinos de viñas que ven el mar parecen retener algo de la brisa que las baña. Algunas están tan cerca de las olas que captan matices mágicos de esos paisajes. ¿o es sugestión? Revisamos algunos de esos viñedos que saben a salitre. Luis Vida. Imágenes: Arcadio Shelk
En las riberas mediterráneas, entre pinares y matorrales que llegan hasta las arenas, algunas terrazas de viñas que puede que lleven cientos o miles de años ahí se asoman al mar azul. Esos veranos de sol y playa que adoran los turistas permiten madurar a tope los racimos, así que todo sugiere suavidad y dulzor en los sabores florales y melosos de unos moscateles y unas malvasías que ya cautivaron a los antiguos griegos y romanos y que llevan el nombre de los puertos desde los que se comerciaban: Málaga, Samos, Alicante, Frontignan…
Sus antepasados quizá viajaron con los primeros navegantes fenicios, hace miles de años, de Oriente a Occidente a lo largo de las riberas mediterráneas. Entre sus primeras colonias estuvieron las islas de Ibiza y Formentera, en las Baleares. Hoy quedan muy pocos viñedos, y menos en la costa donde compiten con los hoteles y apartamentos, pero aún hay románticos: en Ibiza, Can Rich cultiva sus viñas de malvasía y moscatel junto a las playas del Parque Natural de Ses Salines y madura estos blancos en ánfora, siguiendo esa tendencia actual que enlaza con el mundo antiguo, aunque hoy se lleven más las versiones secas que las tradicionales dulces. Y en la diminuta y salvaje Formentera, siempre entre el mar y el viento, Cap de Barbaria y Terramoll cultivan sus viñas viejas de monastrell y fogoneu en pie franco, porque la filoxera nunca llegó a estos terruños pedregosos y arenosos. Cuando uno se lleva estos vinos a la boca, no puede dejar de sentir la sugestión del lugar: tierra, hierbas de garriga y pino, con una punta salada que refresca la madurez que pone el sol.
Las malvasías perdidas de la Tramuntana
En Mallorca fueron míticas las malvasías de las laderas aterrazadas frente al Mediterráneo en Banyalbufar, un pueblo de precioso nombre árabe que significa “viñedo junto al mar”. Se perdieron en el siglo XIX, pero hoy están volviendo gracias a las iniciativas de la cooperativa -con su marca Cornet- como de bodegas particulares como Son Vives o Can Picó. Y la tendencia ha llegado hasta la vecina Menorca, cuyo viñedo desapareció por completo, pero donde revive de la mano de Vinya Sa Cudia y otros viñadores en entornos tan puros como el Parque Natural de s’Albufera d’es Grau, junto a los acantilados de pizarra negra de Favaritx.
Y decir malvasía, es decir Sitges, la coqueta villa costera vecina de Barcelona en la comarca del Garraf, un macizo blanco de roca caliza edificado bajo el mar con fósiles de moluscos y crustáceos que se adentra en el azul del Mediterráneo. La ciudad unió su nombre al de la variedad y su histórico hospital de Sant Joan conservó durante décadas en su viñedo urbano, a pocos metros de las playas, la última hectárea de malvasía. Hoy alberga, además, su Centro de Interpretación y las viñas se han multiplicado y extendido a otras fincas. Los originales vinos de licor dulces o semidulces coexisten con las versiones secas, como el Sasserra, de la bodega Vega De Ribes, o el Tardatio, de Jordi Raventós, que se atreve con la mutación rosada de esta uva. “La malvasía tiene un gran potencial para captar el espíritu del Mediterráneo. Se cultiva siempre en la costa, en cotas bajas y en suelos que han sido fondos marinos y que aportan al vino salinidad. Es una variedad sensible y difícil y, aun así, por el comercio y la expansión que ha tenido, la puedes encontrar en todas las costas mediterráneas: Croacia, Grecia, España… en Sitges se cuenta que vino de Cerdeña. Pocas variedades hay que sean tan antiguas y estén tan extendidas”.
Los viñedos del salitre
Las salinas son un hábitat mediterráneo improbable para la viña que parece atraer el interés de viticultores arriesgados. Rodríguez de Vera invoca en su proyecto Sopla Levante al viento marino y recupera variedades casi perdidas –esclafacherre, parrell, valensí, forcallat– planteadas en pie franco a pie de playa en el Parque Natural de La Mata, en el entorno de Torrevieja, Alicante. “Las condiciones de climatología y salinidad extremas aportan una personalidad increíble a los vinos”. Tres cuartas partes del viñedo, hoy en peligro de desaparición, son viñas viejas de moscatel que están en una pequeña manga de tierra entre el mar y una laguna salada. Andrés Carull es el director técnico de la bodega Casa Balaguer y, en sus viajes ha visto moscateles cerca de la playa. “Pero esto es algo único porque aquí están en el mismo mar, y en pie franco porque solo la vitis vinifera puede soportar tanta salinidad en el suelo. Tanto las plantas como la uva reciben toda esta influencia marina desde que brotan y el yodo y el salitre se adhieren a la superficie de las bayas. Trabajamos con vinos brisados con las pieles para captarla”. No es extraño que uno de sus vinos se llame Salino.
Moscatel y salina se unen también en Chiclana, Cádiz, más allá de las columnas de Hércules, donde se encuentran el Atlántico y el Mediterráneo, en un terruño llano de marismas al que también llevaron las vides los fenicios y que se debe al océano y a sus vientos de levante y poniente. La villa no tiene la fama de sus vecinas Sanlúcar de Barrameda o el Puerto de Santa María, pues quedó fuera de la Zona de Crianza del Jerez, pero hoy está en el punto de mira por la originalidad y pureza de sus vinos. Allí el Centro de Interpretación del Vino y la Sal ofrece visitas y catas guiadas a las salinas y a las bodegas, entre las que destaca por su empuje y visión la de Primitivo Collantes, uno de los jóvenes protagonistas de ese nuevo jerez sin fortificación ni soleras que da protagonismo al paisaje y al suelo calizo, y en el que la proximidad al océano juega ese rol de frescor que en otras tierras supone la altitud. “Los blancos de uva palomino son aquí más fluidos y tienen más acidez y menos concentración y grado alcohólico. Podemos estar hablando de casi 1°-1'5° menos que en Jerez, y eso que la vendimia en Chiclana empieza 20 días después que las del interior. La costa es la costa, y Chiclana es costa pura y dura: temperatura más benigna, menos sol, menos concentración y, por ende, más frescura”.
Viñedos de un tiempo de navegantes
Al tiempo que los navegantes mediterráneos sembraban sus viñas por las costas hasta Cádiz, los habitantes de las costas gallego-portuguesas domesticaron y aclimataron sus variedades de uva silvestres al bravío clima atlántico. Nunca han perdido un acento salvaje porque éste es otro paisaje: lluvioso, verde, indómito. Los blancos más reputados nacen en las Rías Baixas, pero podemos encontrarlos en otros puntos de una costa tortuosa, desafiando a las tormentas. Nombres como Albamar, Sal o Salicornia nos hablan de albariños que suenan y saben a trago de ola. Los tintos fresquísimos (y muy escasos) son el extremo del “atlanticismo” hoy de moda, porque saben a bayas salvajes y a bosque de eucaliptos y son verticales, vegetales y afilados.
La caíño tinto es una de estas antiguas variedades primordiales que está a sus anchas en la península del Morrazo, una franja de tierra que se adentra como un barco en el océano entre las rías de Vigo y Pontevedra. Es el entorno más radical que se puede imaginar para unas viñas centenarias, plantadas en pie franco, que allí dicen de tinta femia (“tinta femenina”, en gallego) y que hunden sus raíces en la arena de la playa. Los tintos fragantes y ligeros, que el viñador Antonio Portela y otros microcosecheros locales luchan por dignificar, son puras esencias oceánicas que celebran con una fiesta cada verano. “Con 10 grados de alcohol y 10 gramos de acidez, tiene un equilibrio perfecto”, bromea ante una copa de su Namorado, un tinto que eriza la piel de acidez, yodo y sal.
Siguiendo la costa hasta el Cantábrico, Bakio –en Vizcaya– es otro enclave mágico que atesora uvas antiguas: nada menos que la hondarribi beltza, progenitora de la familia de las cabernets, tiene en esta villa su terruño favorito. Los tintos tánicos, afilados, como los de Doniene o Gorka Izaguirre, tienen ese aire vegetal de laurel y pimiento que nos suena a sus descendientes bordeleses. Las viñas emparradas junto a los caseríos jalonan las laderas de las colinas que se asoman al mar, en un paisaje que evocamos también en la vecina Guipúzcoa, entre Zarauz y Getaria, villas marineras célebres por sus chacolíes blancos cítricos, herbáceos y chispeantes que nunca pierden la sugestión del océano.
Vinos con nombre de mar
Más allá de nuestras fronteras, Colares, una villa marinera junto a Sintra y Lisboa, podría ser el modelo más puro de gran vino oceánico. Las escasas 15 hectáreas de viñas prefiloxéricas de la variedad ramisco vegetan rastreras en la playa, protegidas del viento por empalizadas de cañas, y producen unos tintos de acidez y taninos tan titánicos que pueden requerir décadas de guarda para estar a punto. Otros viñedos, como los de monastrell –en Francia llamada mourvèdre– de la villa marinera de Bandol, los blancos del puerto de Cassis en Provenza o los de muscadet en la desembocadura del Loira, en el Atlántico, se asocian fuertemente con el espíritu de sus paisajes y con los productos del mar.