Las manos de El Bohío (Illescas)

Pepe Rodríguez Rey, el juez de los sabores auténticos

Martes, 29 de Octubre de 2013

Ha alcanzado la fama que merecía capitaneando a los jurados de MasterChef, pero sus verdaderos méritos los ha hecho en la cocina, como un innovador discreto capaz de trasladar al futuro los mejores sabores del pasado. Saúl Cepeda

Pepe Rodríguez Rey (Madrid, 1968) es un gran tipo.
Nos lo dijo su madre en un reportaje que hicimos con ambos en el número 313 de esta revista (concretamente, nos hizo saber que su hijo era “bueno, trabajador y nada golfo”). Claro, pensará usted, ¿qué va a decir una madre? Pero, vaya, resulta que, en su juventud, con apenas veinte años, puso en marcha una asociación para ayudar a excluidos sociales, que ya es más de lo que muchos podemos decir. Incluso la televisión ha tenido que rendirse ante su integridad, carácter sensible y sencillez, después de haber tratado de convertirlo, sin éxito, en un severo jurado de la pequeña pantalla, duro y afilado, como el acero inoxidable de los cuchillos que le hacían lanzar en los anuncios del talent show de Televisión Española MasterChef, un programa que ha convertido a este cocinero, de la forma más mcluhaniana (“el medio es el mensaje”), en un fenómeno de masas. Una situación que no queda libre de paradojas, pues tan cierto es que su calidad culinaria estaba y está por encima de toda duda –ya en nuestro número 300 afirmábamos, sin medias tintas, que era (y sigue siendo, además de mucho más famoso) uno de los treinta chefs más relevantes de la gastronomía española contemporánea- como que su carrera ha estado repleta de dificultades. Antes del programa y contra la fuerza de sus méritos coquinarios, le resultaba complicado conseguir que una adecuada masa crítica de clientes peregrinara con regularidad al restaurante El Bohío, en la localidad castellanomanchega de Illescas, el establecimiento que Pepe regenta junto a su hermano Diego; a pesar, incluso, de un repetido eslogan que dice “el mejor restaurante de Madrid está en Toledo”.

 

Orígenes
Como lo suyo no eran los estudios, Pepe Rodríguez Rey empezó en la hostelería por obligación; y, en cierto sentido, eso evitó que se asilvestrara en exceso. Sin demasiadas ganas, se vio atendiendo mesas en el negocio de la familia, el que habían puesto en marcha sus padres para salvar una mala racha profesional y que bautizaron como El Bohío (un tipo de humilde choza caribeña), nombre adoptado del local vecino de los tíos de Teresa Rey (su madre, que tampoco tenía, al principio, mucho interés en los restaurantes), una referencia nostálgica a Cuba, donde ella había nacido. El primer contacto del futuro chef con el absorbente oficio de dar de comer a otras personas fue en la sala, junto a su hermano mayor Diego, ejerciendo de camarero y a cargo de las compras. “Entonces empecé a sentir que tenía la posibilidad de cambiar algo allí”, dice, “y me fui acercando, poco a poco, sin darme cuenta, a los fogones”. Por problemas de salud, su madre deja la cocina y Pepe se pone a los mandos –turnándose con su hermano– y comienza a aprender, porque, de hecho, no sabía absolutamente nada de aquel mundo. En un primer momento prepara perdices escabechadas, sopas de ajo, corderos, callos o solomillos a la plancha; las pocas cosas que va absorbiendo de su madre. Pero, de alguna manera, advierte que debe crecer, que hay un universo más allá de esas recetas tradicionales. Trabaja sin descanso, cotidianamente, con mucha ilusión y un buen día, “como a los tres años de estar en la cocina, empiezo a sentir míos los platos”. Su madre, en su momento, ya explicó a Sobremesa que Pepe dedicaba todo su tiempo libre a la gastronomía, trabajando desde el amanecer hasta la madrugada, y aprovechaba incluso sus vacaciones para trajinar por las cocinas de chefs consagrados como Jean Luc Figueras, Ferran Adrià o Martín Berasategui, de quien dice que “es el tío más duro del mundo entero... aunque a mí nadie me obligó a ir allí. Lo hice porque quise y aprendí mucho”. Hoy ambos cocineros son grandes amigos y se alaban mutuamente.

 

Absorbió así técnicas ajenas y las asimiló a su propia idiosincrasia de sabores tradicionales e ingredientes autóctonos. “Cuando entras en contacto laboral con estos cocineros tan importantes que tienen un discurso muy sólido y modernizado, resulta que empiezas a renegar de tu madre con tanta novedad a tu alrededor, pero claro, cuando vuelves a casa y te pones a trabajar en lo tuyo, te preguntas: ¿dónde están mis cimientos?, y te tienes que poner a reconstruir otra vez tu pasado”.

 

Manchego de verdad

La cocina de Pepe Rodríguez Rey es muy honesta, elaborada a su imagen y semejanza, enraizada en su región, repleta de referencias que, a veces, parecen un relato de ciencia ficción ante los ojos y en la boca vienen a recordarnos que, los hayamos probado o no, existen sabores que son de siempre y para siempre, subyacentes en la más atávica memoria genética del gusto. “La cocina para mí”, explica, “es tomar lo que has vivido, lo que has comido, lo que has mamado... y presentarlo de forma actual (...) Me encantan todas las cocinas, pero intento desmarcarme lo más posible  de las modas... No tener que estar, por ejemplo, echándole ponzu a todo ingrediente que me pasa por delante y buscar ese huequito, muy personal, que creo que tienen los sabores de La Mancha y su cocina, que es tremendamente sabrosa, pero que se puede aligerar y actualizar”.

 

Mientras hablamos, un amigo y cliente de la casa entra en el restaurante y charla con Pepe un instante. Se refieren a él como “el cigala”. Luego el chef nos cuenta: “yo llevo veintitantos años ya en la cocina y él viene a nuestra casa desde hace más tiempo, y se comía siempre unas cigalas inmensas en la barra... Sigue viniendo de vez en cuando y ahora le encantan también nuestros menús degustación”.

 

 Desde el punto de vista de Pepe Rodríguez Rey, hay demasiados restaurantes en el mundo que saben a lo mismo y, precisamente por eso, plantea entre sus objetivos encontrarse cada día en un círculo culinario más pequeño, más personal, un lugar en el que ser único.
Y lo consigue. “Esto”, dice refiriéndose a su restaurante, “no lo encuentras en París o en Nueva York”.

 

Fama
Diego Rodríguez Rey, 50% del negocio familiar y director de sala del restaurante
que reivindica con hechos el mejor servicio, dice, no exento de asombro, que “antes de MasterChef estábamos viendo qué podíamos vender para pagar las extras de Navidad y sin pasarle la renta del local a nuestra madre (ella es la propietaria) y después del programa, gente toma un avión desde Venezuela solo para comer aquí. Son días y días en los que no paras de responder al teléfono de las reservas que hacen (...) Llevas toda la vida dejándote los cuernos, sin parar de trabajar, intentando hacer todo lo mejor posible y te llega el éxito de la forma más insospechada”. Resulta de lo más curioso, asimismo, que la cara más extrovertida del restaurante es y siempre fue Diego, porque a Pepe le costaba un poco exponerse a la audiencia. “Aunque”, apostilla Diego, “mi hermano está encantado ahora con todo esto de la tele”. Los caminos de la comida son misteriosos e inescrutables.

 

Más que un programa
Quizás, con los tiempos que corren en el país –y en buena parte del mundo–, los programas de cocina como MasterChef no hayan podido ser más oportunos. Se trata de espacios televisivos que, aunque hablan de cocina, en realidad tratan de personas, de actitudes ante la vida, de valores tamizados, simplificados y distribuidos como solo la pequeña pantalla sabe hacerlo. “Yo veo poco o nada la televisión”, dice Pepe, “...y no te voy a decir que me metí en esto para cambiar la cultura del país, sino por lo bien que pagaban. Pero después de ver lo que iba sucediendo en el programa, defiendo, y mucho, el formato, porque sí es verdad que cuando hablas con espectadores por la calle, te das cuenta de que estás transmitiendo algo con lo que haces y que, en su mayor parte, son cosas positivas sobre la ganas de colaborar, la superación, hacer frente a los desafíos o el éxito a través del trabajo bien hecho”.

 

Sorprendió mucho a la gente del sector el talante serio del que hizo gala Pepe Rodríguez Rey en los primeros episodios del programa, aparentemente tan impasible ante el sufrimiento ajeno como un torturador de la Stasi. Sin embargo, a medida que MasterChef avanzaba, pudo verse una evolución emocional del cocinero. Él lo explica diciendo que “al principio no sabíamos qué hacer y como nos habían dicho que los jurados debían aportar seriedad al programa, yo creo que lo forzábamos un poco, pero a medida que evolucionamos empezó a aflorar nuestra auténtica personalidad que, al fin y al cabo, es lo que en realidad querían la productora y la cadena: que fuésemos nosotros mismos (...) Quien haya visto todos los programas tiene que haberme pillado contento, cabreado, emocionado, echando broncas, elogiando...”.

 

En lo gastronómico, el éxito del programa ha conseguido que el restaurante El Bohío se haya convertido en una referencia viral para comer y cenar entre personas a las que jamás se les habría ocurrido consumir ese tipo de menús en otras circunstancias. “Intento separar la televisión de mi cocina en lo más esencial: yo sigo cocinando con la misma intensidad de antes, pero ahora mis platos le han llegado al gran público y tengo la oportunidad de que muchas personas los prueben, ya sea porque realmente les interesa conocer cosas nuevas o porque se quieren sacar una foto conmigo, pero lo importante es que se trata de gente de lo más normal, que no tiene experiencia en cocina de este tipo, pero sí mucha curiosidad y ninguno de los esnobismos que hay entre los que se creen que lo han probado todo. Si un sábado damos sesenta comidas, el 95% son menús degustación y, por lo que voy viendo, la mayoría de la gente que viene por primera vez sale muy satisfecha... y eso es lo importante”.

 

La televisión, obviamente, populariza la profesión y a sus actores con más potencia que ningún otro medio de masas, porque mientras la mayor parte de la gente del país no reconocería a Andoni Luis Aduriz o a Joan Roca por la calle –y su valía culinaria también es obvia–, Pepe Rodríguez Rey es abordado continuamente por los viandantes, que le solicitan autógrafos y se retratan con él.

 

Prensa
Pepe nos cuenta una anécdota de lo más verosímil.

 

“Resulta que quisimos hacer un programa con críticos gastronómicos en MasterChef, evaluando los platos de los concursantes y llamamos a unos cuantos. Para sorpresa de la productora, solo uno aceptó sin más y el resto dijeron poco menos que no estaban dispuestos a involucrarse en algo así, que era una farsa. Claro, la audiencia todavía estaba floja entonces, pero cuando empezó a subir y a convertirse en el programa más visto de su franja, los críticos que nos había dicho que no querían saber nada de nosotros me empezaron a pedir delantales del programa firmados y que contara con ellos para lo que quisiera”. Y cierto es que en el sector han sido muchos los periodistas que, después de los malos momentos que había pasado el restaurante El Bohío durante la crisis económica, han reprochado el repentino éxito del establecimiento a partir de la exposición televisiva de su chef, cuando el valor gastronómico de la casa estaba más que probado. “A veces parece que hay gente que vería mejor que me arruinara. Gano dinero trabajando de forma honrada para mantener a mi familia: no sé cuál es el problema”, dice extrañado.

 

Pero claro, como bien señalaba Borges, “el tema de la envidia es muy español. Los españoles... para decir que algo es bueno dicen: es envidiable”.

 

No obstante, para Pepe Rodríguez Rey la prensa es muy importante y procura ser atento en extremo con ella. “Lo difícil no es pintar el cuadro, sino venderlo... y para eso os necesito a vosotros en las revistas, en Internet, en la televisión, en la radio... Para que contéis lo que hago. Cuando fui a hacer un curso de cocina con Ferran hace la tira de años, él decía ‘yo soy lo que queráis que sea’ y esa verdad es así para todos nosotros”.

 

A partir de su celebridad, muchos se sorprenden de que sea él quien conteste a las llamadas que le hacen y que lleve, en parte, su propia agenda, pero parte de su éxito reside en una forma de ser cercana, en la que es muy capaz de reírse de sí mismo cuando la situación lo requiere.

 

“A la gente hay que acercarle la cocina y debemos hacerlo con naturalidad y humildad: tienen que dejar de pensar que los cocineros de cierto tipo somos unos tipos con gafas de pasta rosa que nos pasamos el día en los laboratorios y mirando a la gente por encima del hombro. Por eso huyo de todas esas etiquetas de tanta gastrotontería... Cuando me dicen eso que está tan de moda de ‘está volviendo la cocina de sabor’, yo les pregunto ‘¿Es que se había ido?”.

 

“Claro”, señala, “lo que sí se había ido era el mercado”. 

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