Clasicismo renovado
Ruth Rodríguez, talento femenino que perfila los vinos de Bodegas Campillo
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Responde a la perfección al perfil más buscado hoy por los grupos bodegueros: es joven, mujer y muy viajada. Tiene una comunicación fácil y directa, habla sin tapujos y se nota que es una chica de mundo, que ha trabajado en las viñas de su tierra natal riojana, pero también en las de sus antípodas. Luis Vida. Imágenes: Aurora Blanco
Cuando terminó los estudios de Ingeniería Agrícola y los de Enología, Ruth Rodríguez recibió una beca de la Consejería de Agricultura que aprovechó para salir del nido y partir a su primera vendimia en Chile. “Mi abuelo era gallego y vino cuando la guerra. Se trajo unas cepas de allí que tenemos aún en una finquita y seguimos haciendo vino con ellas. Fue quien me metió el gusanillo. ¡En La Rioja vives el vino desde el principio y más si encima lo tienes en casa! Por desgracia, falleció el mismo día que partí”.
¿Qué te has traído de tus años de trabajo en el Nuevo Mundo?
En el hemisferio sur las vendimias van en fechas contrarias a las de aquí y, entonces, te da tiempo a hacer dos cosechas en distintos sitios. Así pude coger experiencia, ya que en septiembre de ese mismo año me fui a Sicilia, en Italia, y en el primer semestre del siguiente a Nueva Zelanda, donde estuve otros dos. Son países en los que puedes hacer muchas cosas –algunas aquí no se permiten– porque tienen la mente muy abierta. Fue la etapa más emocionante que he vivido y me vino muy bien para aprender y para quitarme el miedo de debutar.
En España también te has movido bastante…
Estaba llena de ilusión, así que el mismo año que volví de Nueva Zelanda hice la vendimia en Marqués de Cáceres y, sin terminar, me salió una oferta en Elías Mora y me marché a Toro, donde estuve tres años en los que me enamoré de esa tierra y de sus vinos. Después, estuve con el grupo Artevino haciendo otras dos cosechas en Vetus y también en la Finca Villacreces, en Ribera del Duero. Pero andaba ya con ganas de volver a casa y a finales de 2008 me incorporé a Izadi donde estuve hasta 2020, cuando llegué a Campillo.
Digamos que has trabajado en los distintos mundos de la tempranillo y, al final, has vuelto al de Rioja ¿Qué diferencias ves entre ellos?
¡Aquellos vinos del Duero tenían estructura! La tinta de Toro, que es una tempranillo adaptada a esa zona tan árida, tiene una potencia que luego cuesta limar. Hay que trabajar mucho los vinos, que a lo mejor no son tanto para el consumidor general como para los enólogos que disfrutamos mucho elaborándolos. En la Ribera del Duero, el vino conserva esa fuerza, sin embargo, es más amable y tiene algo más de acidez. Y, en Rioja, la tempranillo, trabajada de una manera similar, consigue potencia pero, a la vez, tiene una elegancia superior, quizá por el clima, que es algo más lluvioso. He conocido diferentes versiones de esta uva trabajando en distintas denominaciones de origen y me quedo con este perfil. En los tintos más premium de Campillo busco fuerza, pero también esa finura que tienen los grandes reservas, y para eso hay que conocer bien la variedad y la tierra.
Hablemos entonces de Campillo. ¿Cómo es hoy aquel château riojano de principios de los años 90?
El sueño de su fundador, don Julio Faustino Martínez, era hacer una bodega al estilo bordelés. La verdad es que la finca impresiona con la grandeza de sus 50 hectáreas de viñedo y con la Sierra de Cantabria detrás, integrada en el paisaje. Su mismo nombre viene de la Viña Campillo, que fue la primera que consiguió y a la que quiso dar valor bautizando así a la bodega que creó en medio de las cepas y que ha cumplido ya 30 años, pero que parece hecha antes de ayer. Ahora está al mando la cuarta generación de la familia y, dentro del grupo, es la niña mimada donde se elaboran los vinos más premium. La idea de don Julio era hacer una bodega cercana a la gente, donde estuvieran muy mezclados el arte, la arquitectura y el vino y con vocación de enseñanza: es tan bonita que invita a mostrarla. Hay una unión plena entre el enoturismo y la enología, se hacen muchas visitas como, por ejemplo “Campillo Terroir”, en la que se recorre el viñedo. En vendimia, metemos a la gente en la bodega para que caten de los depósitos donde estamos elaborando. Así los visitantes se llevan la sensación de aprender a hacer el vino.
La tendencia en Rioja ha sido equilibrar los vinos combinando las distintas subzonas. ¿Qué aporta el trabajar con parcelas en propiedad?
El vino se hace en el campo y una de las cosas que me hicieron venir a Campillo fue el viñedo propio, que para mí es clave. Te hace diferente porque estás encima de la viña y haces lo que sea necesario para sacar los vinos que quieres. Si trabajas con uva de las tres subzonas de la Denominación consigues vinos más homogéneos, pero elaborar unas parcelas en concreto te da personalidad, y hace que puedas hacer un vino diferente del resto con el plus de decir “esto es de aquí”, aunque también estás más expuesto a que un año te pille una helada o la piedra. La zona de Laguardia es una maravilla y para mí es un privilegio estar trabajando aquí.
¿Qué es lo que hace tan únicas estas viñas en la Rioja Alavesa?
Hay tres cosas muy importantes: la Sonsierra, a cuya ladera estamos pegados, que frena las posibles heladas y crea un microclima perfecto para la viña, no tan frío y continental como correspondería a la zona, sino más mediterráneo. Es una imagen típica ver las nubes ahí paradas; luego, tenemos el río Ebro, que te marca la “frontera” y que aporta humedad a las viñas de secano; y otro dato clave son los suelos pobres y arcilloso-calcáreos, con mucha presencia de cantos. Nosotros tenemos casi todo el viñedo en lo que decimos “El Monte”, que le da al tempranillo una mineralidad diferente y un perfil de fruta negra con un poco más de acidez. Son viñas que parecen plantadas con una mirada visionaria entre esos 600 y los 700 metros que, en tiempos de cambio climático, son claves a la hora de la maduración. Es una zona privilegiada: en los últimos años hay desequilibrio en muchas vendimias, porque se coge la uva con grado pero poca madurez de la piel. Aquí se cosecha con mucho más equilibrio.
¿Cómo enfocáis desde Campillo esa tendencia del “terruñismo” que estamos viviendo?
Campillo es una bodega pensada para hacer crianzas, reservas, grandes reservas… Lo que es el clasicismo riojano. La idea es seguir conservando lo que tenemos desde el principio pero, además, hacer cosas nuevas que nos ayuden a estar presentes en más sitios, así que desde hace varios años se incorporaron nuevos vinos que tienen otra estructura y son más modernos. Estamos en una zona privilegiada donde las parcelas son importantes y hay que darle valor a estos terruños. Hasta tenemos un Viñedo Singular registrado –el Raro– y el Campillo 57, que procede de una selección especial de fincas. Hay muchas ganas de innovación, de seguir haciendo cosas y seguimos creciendo y evolucionando en técnicas y en sostenibilidad. Campillo es la unión entre campo y bodega, entre tradición y modernidad.