Gran blanco gallego
Emilio Rojo, ribeiro de alma y respiración
Etiquetada en...

El productor gallego acudió a Madrid pertrechado con un embutido a base de lamprea para dirigir, a su manera, ilustrada y romántica, una cata vertical de diez de sus añadas, mostrando la evolución de un ribeiro que ya es de culto entre los blancos españoles. Raquel Pardo
“No había bebido tanto vino mío en la vida”, comentó Emilio Rojo el pasado lunes durante la cata vertical que dirigió, a su manera, en Madrid junto al distribuidor Quim Vila. Y el motivo, explicó, es que su vino no era para bebérselo él junto a su querida esposa, Julia González, fallecida en 2019, sino para venderlo. Y razón no le falta, porque su vino se vende todo a las pocas semanas de salir al mercado. Por eso fue un privilegio contar, para los profesionales congregados en la Casa de Galicia de Madrid, con nada menos que 14 añadas de este unicornio líquido. Algunas de las botellas, de hecho, son prácticamente imposibles de encontrar y para la ocasión fueron cedidas por los consultores vinícolas Alejandro y Luis Paadín porque ni el propio Rojo tenía stock en la bodega: “Queremos que la cata de Emilio sea el principio de otros encuentros que repetiremos para mostrar la longevidad del vino gallego”, un empeño que, con vinos como los que desfilaron por las mesas mientras Rojo hablaba de momentos épicos de su trayectoria como productor y recordaba emocionado a Julia, su “capitán”, como suele llamarla, tiene mucho camino andado.
Emilio Rojo fue adquirida en 2019 al productor gallego y su mujer por el grupo bodeguero Alma Carraovejas (junto con la vecina Viña Mein) para dar continuidad a un proyecto donde la personalidad del matrimonio y su vinculación con el origen marcan la nota dominante. Él, ingeniero de telecomunicaciones culto y con un punto excéntrico (que aquí podría ser sinónimo de genial); ella, instrumentista quirúrgica, pusieron en marcha un sueño que se truncó con la prematura muerte de Julia, a los 58 años, al poco tiempo de firmar la venta de la bodega. Entre medias, su historia de amor mutuo y entrega a la viña, reconstruyendo bancales de su viñedo en Leiro, en el valle de Avia, y cuidando la parcela como un jardín mimado hasta el extremo, que llevó al éxito a esta etiqueta, una de las más buscadas entre los consumidores, gracias a la magistral interpretación del territorio de la pareja que, en el fondo, buscaba no tener que tocar mucho el resultado de la vendimia y dejar hablar al vino. Como reza en el cuaderno de cata, “Una parcela como esta no permite que cualquiera pueda encontrar su equilibrio. Había que saber respirar para reconocer cada una de las cepas entre las luces y el agua” y eso es a lo que Julia y Emilio dedicaron su tiempo y su esfuerzo. Por eso, el director de Alma Carraovejas, Pedro Ruiz Aragoneses, agradeció su generosidad a Rojo por seguir vinculado al proyecto y asegurarse de los vinos, cuya elaboración recae ahora en manos de la enóloga gallega Laura Montero (para Rojo, una mujer "quirúrgica y precisa"), siga preservando el mismo espíritu y continuando con ese legado: “Hoy es un día muy especial en el que Julia estará con nosotros”, comentó Ruiz. Montero añadía que “la parcela de Emilio es difícil, él la tenía muy mimada y requiere mucho trabajo” y reconocía que “es lo que es, tan especial, gracias a él”; de hecho, las añadas 20, 21 y 22 se ha empezado a trabajar en ecológico, un paso que, junto a una mayor crianza sobre lías de los vinos, era un deseo por cumplir del productor nacido en Ourense, que confesó “estar vivo desde hace un par de meses” porque “hay temporadas en que estoy muerto” y su actividad, comentó, desciende, envuelta en una profunda melancolía, y que son momentos que aprovecha para reflexionar y tener ideas.
Rojo se acompañó del distribuidor Quim Vila, en parte, artífice, o colaborador, a la hora de construir el mito del ribeiro Emilio Rojo, y dialogaron sobre aquella primera botella que ya sacó el productor a 500 pesetas, un precio nada modesto para un vino a finales de los 80, y ribeiro, nada menos. Recordaron la alegría cuando Vila comentó al gallego que a ese vino había que subirle el precio y cómo Julia se empeñaba en tomarlo de vez en cuando en lugar de “tanto champagne”. Hoy, además de ser difícil de encontrar, la botella supera los 50 euros en cualquier tienda de vinos.
Sobre la mesa, cada una de las añadas mostró un vino con marcada identidad, silvestre, mineral; con notas, según las botellas, de pedernal y hasta de pólvora, de hierbas frescas, de frutas blancas, de cítricos que van desde el pomelo a la mandarina, de flor de azahar, pero sobre todo, un vino con longevidad, cuyos matices crecen exponencialmente con cuatro, cinco y seis años de botella, al menos. Una demostración de que, como adelantaba Paadín, los blancos de Galicia no tienen por qué tomarse en el año, y que la espera se ve recompensada.
Ribeiro, una historia secular y el camino hacia el reconocimiento
La cata contó con una introducción de lujo a cargo del divulgador Juancho Asenjo, que dio una clase magistral sobre la historia del Ribeiro, muy ligada al monasterio de San Clodio y a la orden benedictina. El vino ya se exportaba en el siglo XIV desde Pontevedra y Tui con destino a Francia, Portugal e Inglaterra y eran su madurez y su ph bajo lo que permitían esos traslados sin que el vino sufriera mucho. En el siglo XV ya eran conocidos por su calidad los vinos de Ribadavia ligados a los monasterios y, comenta Asenjo, llegaba a venderse hasta dos veces y media más caro que el vino de Burdeos. Más adelante, el ribeiro paso de ser un vino de monasterios a vino de comerciantes y seguía siendo caro y, en su mayor parte, blanco, aunque también se elaboraba tinto. En el siglo XVIII se suceden varias crisis y caen los precios, hay varias cosechas mu y mañas y tras la desamortización de Mendizábal, la burguesía se erige en propietaria de tierras, y con la de Madoz, en 1855, los campesinos empezaron a ser propietarios y nace el minifundismo característico del viñedo gallego. La segunda mitad del siglo XIX fue nefasta por la llegada del oídio al viñedo gallego, que lo devastó y provocó que muchos campesinos abandonaran el campo por no poder pagar los tratamientos con azufre. Al oídio se le sumaron la filoxera y el mildiu, provocando una nueva crisis que derivó en buscar variedades más productivas que las locales, y se empieza a sustituir treixadura, godello o torrontés por otras como la palomino o la garnacha.
Ya en el siglo XX nacen las cooperativas y en los años 60 y 70 hay éxito comercial que dispara el afán de producción y el fraude, al tiempo en que se consume el ribeiro en taza en las tabernas y esta costumbre se llega a popularizar. Se abandonan zonas de calidad, situadas en bancales, por otras más productivas en lugares más bajos. Pero tras esta época se atisba la recuperación y van naciendo bodegas como Vilerma, o Coto de Gomariz, y entran nuevos bodegueros, inversiones, se apuesta de nuevo por las uvas locales y crecen los proyectos con dimensión humana como el de Emilio Rojo, que conviven con vinos de corte industrial.










