Estreno gastro
Crítica "El Menú": cuando el (infausto) cliente debe morir

Un cruel latigazo a la escena y el trasfondo de la alta gastronomía propina el filme "El Menú", donde el chef Ralph Fiennes pulveriza la infraestructura culinaria y prende la parrilla cruel de la sátira. Vaya a verla. Seguro que se reconoce entre la clientela... Javier Vicente Caballero
En alta cocina, el perfeccionista proceso creativo, el éxtasis, la presunción y la impostura –como algunas digestiones– generan monstruos. Y hoy la gastronomía cumbre se ha convertido en una perfomance insaciable de piruetas rocambolescas, postureo, dinerales y rankings, reseñas, egos y show, donde lo sublime y lo más miserable a veces se esferifican y razonan debajo de una pátina de storytelling ridículo y/o genial. Con una indisimulada factura teatral relamidamente claustrofóbica, el director Mark Mylod (responsable de capítulos de la descarnada Shameless y de Juego de Tronos) abre la nevera de nuestros infiernos en esta sátira excesiva y emplatada con mala uva llamada The Menu. A los que nos dedicamos al hecho culinario nos resulta un espejo deformante donde mirar y mirarnos, como si Valle-Inclán hubiera reservado mesa en postinero restaurante del Callejón del Gato y se carcajeara de nuestras bajezas y desvergüenzas desde la barra. Tamaño esperpento hemoglobínico, bastante real pese a lo hiperbólico, se traslada a una isla imaginaria donde un idolatrado mesías de los fogones orquesta un menú inolvidable y de punto final a 1250 dólares de vellón. Allí el chef Ralph Fiennes parece haberse comido toditos los aforismos de Hannibal Lecter para fustigar los males de esta sociedad a la deriva, hedonista y repugnante. A la invocación del restaurante Hawthorne acuden en barco 10 comensales, que cómo no, representan un bestiario coral del cliente que frecuenta templos tan aspiracionales como clasistas.
Lo que arranca como una inmaculada metáfora sobre nuestro achacoso planeta (la isla como puro bioma deshabitado, el restaurante como refugio y custodio de los pocos recursos que nos quedan, ¿trasunto del noruego Under bajo el mar de Lindesnes?) deviene en relato de terror postmoderno y trampantojo de culpas que hubiera sido un maravilloso capítulo de Black Mirror. Jura el guionista Smith Tracy que se le ocurrió la idea del filme durante su luna de miel en Bergen, Noruega, cuando embarcó para acudir a Cornelius Sjømatrestaurant, en Bjørøyhamn, y fantaseó que allí quedaban atrapados hasta que dieran cuenta de la última miga del festín. Tal premisa, estimulante, da pie los creadores del filme a un libreto que vertebra un pastiche desigual con momentos sublimes. Porque este El Menú a veces recuerda para mal la retorcida mente de Jigsaw y le enfunda chaquetilla; otras nos evoca aquel disparate noventero de Absolom y por momentos pareciera el esqueje mistificado y corregido de El Juego del Calamar.
Como salvedad ante alguna astracanada, se rectifican cauces y desplomes narrativos gracias al reparto. Se agradece el trazo grueso y el tono pulp, los derroteros gore y la incorrección del bien dibujado elenco en esta última cena que recoge el mantel y las migajas de La Grand Bouffe. Aunque estereotipados, son reconocibles y genuinos los perfiles, como el de la irritante crítica gastronómica arruinafamilias que solo busca palabros esnobistas para calificar platos y alimentar su yo, siempre secundada por un lameculos a rebufo de su analítica; el matrimonio maduro y aburridísimo cuyo marido no tiene ni idea de palatabilidad y esconde feísimos secretos bajo la mesa; el amoral trío de cuarentones adúlteros y mangantes con ganas de farra y faldas; la vieja estrella del cine (ajado John Leguizamo que se autoparodia) en busca de inspiración para un nuevo papel; el enterao follower foodie que no dudaría en ser el felpudo de su venerado chef y la escort que le acompaña como mera lámpara (brillante Anya Taylor-Joy) pero que muta en desafío intelectual, brilla como intérprete y agiliza el guion. Por no mentar a la mamá del cocinero, magnífica borracha crónica, que resucita los demonios de este Norman Bates que fue parrillero antes que apóstol y perdió la felicidad y la familia por el camino del éxito.
Levitando sobre este fondo, un Ralph Fiennes al que se le bautiza como Julian Slowik (por aquello de la lentitud como ingrediente, notas escandinavas estilo NOMA en medio de un bosque de pavor) y que ejerce de castigador, demiurgo, sumo pontífice y Belcebú ígneo que nos hostia en cada pase con una palmada. Un hombre que "opera en los límites de Dios", como define uno de los protagonistas y que ha dispuesto un aquelarre fine dining para expiar un sinfín de pecados capitales comunales al gremio y a sus acólitos. Hay soberbia, hay ignorancia, hay presunción, hay pereza, hay lujuria, hay necrosis entre tanta belleza a baja temperatura...
Sin llegar a revolver del todo nuestra propias tripas cinéfilas, pero con escenas brillantísimas (el inversor caído, la inmolación del sous chef, la falla final con fast food al fondo y esas ardientes nubes gominolosas como atuendos) El Menú sacude nuestra zona de confort para que cuestionemos las cocinas top, las agencias del ramo y los business angels que alientan este fuego/juego vanidoso que no cesa. Se pincelan temas como la conciliación, el sectarismo (todos ciegos davidianos en el colofón del filme), la fascinación pazguata hacia alguien que se cree un medium entre la naturaleza y el comensal, el hecho escénico de alimentarnos, la barata metafísica en cada pase... No hay duda. Somos cómplices, clientela aborregada, en esta función desbarrada donde a veces el emperador va en porretas mientras apartamos la cara a la verdad a cambio de bebernos Borgoña y comernos a Cristo por los pies, siendo complacientes con el sistema gastro y subiendo narcisismo a Instagram. Al final, como moralina que requería de más finura, solo la sinceridad, la emoción recuperada y el cariño hacia el hecho de cocinar, comer y deleitarnos sin payasadas nos hará libres, y no conseguiremos un carajo a través de la puñetera obsesión presuntuosa que nos tiene empachados.