Nueva ola de cocineros en Ecuador

Cocina quiteña, el clan del equinoccio

Jueves, 02 de Febrero de 2023

Tras un patrimonio monumental apabullante, la capital ecuatoriana esconde y condensa lo mejor de la alacena del país. Y se interpreta a través de una nueva hornada de chefs que prestigian el producto y emplatan el mensaje, al tiempo que prometen colocar esta cocina mestiza donde merece. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Arcadio Shelk

El caprichoso y cósmico movimiento terráqueo bendijo estas latitudes y fue moldeando la identidad de sus gentes. En su órbita periódica, estas tierras siempre reciben los vivificantes rayos solares a igual distancia, un equilibrio ponderado en el que días y noches baten eterno duelo temporal que queda siempre en tablas y en el que la estacionalidad se difumina. Es Ecuador, pues, lugar de virtud y mesura meteorológica, de temperaturas gentiles y suelos agradecidos, con un corolario de ecosistemas que desembocan en despensa fértil, generosa en sabores y texturas. Confluye como gran escaparate esta alacena de mar, sierra y bosque en su capital, Quito, que además custodia esa línea imaginaria que desgaja la Tierra en dos hemisferios en un monumento rimbombante y genuinamente cierto: La Mitad del Mundo. Y ahora, tras probaturas y ensayos, al fin el equinoccio atisba hoja de ruta, estrategia, culinario plan. También un estupendo clan que sustenta este tinglado. El que conforma una hornada generacional de cocineros formidables, que se han conjurado y conjuntando, y que se abren paso con raíz y verdad, técnica, viaje y callejeo, descaro y seriedad.

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Quizá opacada por el fulgor de las cocinas peruana y mexicana abajo y arriba, Ecuador ha carecido de históricas señas gastronómicas, pero ya busca reflejo a través de esos novedosos chefs y de la raigambre antropológica. “Aún no sabemos qué somos, lo que realmente tenemos y cómo proyectarlo, pero estamos en el camino para descubrirlo. Tal vez no podamos enumerar emblemas que nos cobijen a nivel gastronómico como sí pueden hacer otros países”, nos comenta la saga Sánchez, a cargo del restaurante San Ignacio. Acodado en el centro histórico de Quito, en el meollo de un conmovedor Patrimonio de la Humanidad (áurea Iglesia de San Ignacio, espléndida y adoquinada Plaza de San Francisco), el veterano establecimiento –con cava por comedor– resulta un buen punto de partida para ir paladeando y conociendo la particular idiosincrasia de estos fogones lejanos. De entrada, un sanduche de pernil adobado y horneado, con chillangua (un perejil ancestral y tropical), y sobre todos unos ceviches que en nada tienen que sonrojarse ante los vecinos peruanos; el costeño, de fondo rojo con camarón, almeja o calamar; el serrano con chocho (fréjol) y palmito. Anteceden al locro quiteño, el más celebre y serrano, con queso y tres tipos de papas: chola, chaucha y blanca. Estupenda esta sopa cremosa que sabe a fraternidad. En un año no se podrían tomar las más de 300 caldos que forman el vademecum reparador para los habitantes de una ciudad a casi 3000 metros de altura y que afrontan caminatas con desnivel en su rutina. La de Pascua se llama fanesca, con surtido de legumbres, arroz, calabaza (cidra cayote), bacalao salado y leche que se va evaporando. Y el encebollado –atún blanco o albacora, yuca, tomate, cebolla, pimiento– resucita cualquier cuerpo que venga de rumba y sufra los daños colaterales del chuchaqui (resacón).

 

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Como protagonista de muchos almuerzos en San Ignacio y alrededores sobresale el “seco de chivo”. Se trata de un guiso con carne de chivo o cabrito cocinado a fuego lento en una salsa de ajo, comino, achiote, pimientos, cerveza pilsen... y en una etimología con chascarrillo. Seco no significa deshidratado, sino que deriva de second, porque era el segundo plato que consumían los ingleses a principios de siglo cuando vinieron a dar el callo en las petroleras de Santa Elena, en el Pacífico. Para culminar, mousse de maracuyá con chocolate de Ambato. Esta localidad es célebre por sus chorizos y por su formidable cacao. “El chocolate es relativamente nuevo en Ecuador y eso que el cacao fue domesticado aquí hace 5500 años. Llegó de Ecuador a México por la costa. Aquí contamos con cacao aromático fino, que es el mejor (solo el 3% del cacao mundial lo es... y Ecuador concentra el 70%), comentan desde Yumbos, una tienda especializada y que está llevando a cabo una estupenda labor pedagógica. Trabajan con comunidades en Esmeraldas y Napo y han encontrado mercado y clientela, sobre todo foránea. No obstante, esta exitosa y golosa senda la abrió Pacari, otro sello de comercio justo, orgánico y que ha dignificado las condiciones y los precios para muchas familias que lo cultivan. Hoy la marca y el mensaje están presente en tiendas gourmet de todo el planeta. Detrás del éxito se halla un sonriente y locuaz Santiago Peralta, “el chocolatero moral” como lo definió The New York Times y que afirma sin tapujos que el chocolate “es lo más sexy”. Pacari cuenta con varias tiendas en la capital quiteña, y una flagship store con terraza y panorámica, para catar y solazarse bajo el cielo plomizo y de cúmulonimbos que lame los cerros.

 

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Como una Roma mestiza y bellamente caótica, Quito se divide en lomas. Se sutura esta cicatriz geológica y geográfica entre quebradas de norte a sur, en cerros en cruz y siempre bajo la amenaza del bramido de los volcanes Antisana, Cayambe y Guagua Pichincha. En sus calles, palpita una muchedumbre que puede almorzar en mercados como el Central o el de Iñaquito por apenas dos dólares (recordemos que el cambio del sucre al dólar se produjo en 2000 tras una inflación galopante). En sus puestos y bajo techo se despachan estupendas guatas (arroz huevo duro, aguacate, panza de vaca), tigrillos (plátano maduro, huevo, queso), papas con librillo (callos), caldo de patas de res (dosis brutal de colágeno), así como hornados (cerdo asado cuya carne se mecha), fritadas (la misma vianda, pero frita en dados) y chicharrones. En estos jardines porcinos nadie puede batir en popularidad y desenfado al restaurante Cosas Finas de la Florida, algo alejado del centro, muy cerca del viejo aeropuerto, y gestionado por la saga Villalazo. Como escolta líquida, jugos de naranjilla, guanábana mora, alfalfa, frutilla, tomate de árbol (típico de Quito), borojó, mangos de chupar...

 

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Frente a esta franca cocina suburbial de huecas (street food a pie de calle en locales angostos en los que te sirven en la puerta), asoma una generación que dignifica todo este legado y eleva con método y sentido la culinaria quiteña a un escalón desconocido. Viene provista esta recua de viajes y bitácoras en su recetario. Como Luis Maldonado, al frente de Tributo, en el barrio de La Floresta. “Bautizamos así al restaurante porque es un homenaje a la tierra andina. Aprendí carnicería con gente de Galicia emigrada. Trabajamos vaca vieja de raza holstein, que se ha adaptado a los Andes perfectamente, pero que de conformación no es muy grande. Maduramos su carne entre 65 y 190 días persiguiendo el mejor umami. La grasa la maduro más tiempo para saltear unos langostinos, por ejemplo. En carta, chistorra y ricotta, porchetas de cuy (la cobaya vernácula), cecinas sobre nigiris, calamares rellenos de morcilla y salsa de ostión, un soberbio tuétano con neapia y limón mandarina de la Amazonía que le confiere acidez y rebaja el pesar; mollejas con papa sucia... Cualquier parrilla vasca estaría orgullosa de este feligrés de Prometeo que nació en Valencia (Venezuela) pero que ha encontrado su lugar ígneo bajo el equinoccio. No muy lejos de Tributo levanta el cierre Quitu, Identidad Culinaria. Quizá el más interesante y experimentador de todos los locales quiteños. Lo gestiona con mano firme Juan Sebastián Pérez, quien podría ser uno de los líderes de esta quinta con ganas de hacer ruido, de salir de gira, de aventar tanto talento. Se abre boca con empanadas de mejido (queso, azúcar, huevos, nuez moscada, pasas, plátano machacado o en puré), antes de que nos sorprendamos con la maduración y la lactofermentación de 92 horas y el cajón a oscuras donde mejora y activa otros sabores la papa nativa tushpa. El carpaccio de mashuas, de la familia de los rábanos, con mango picante purifica antes de un memorable dorado de Galápagos a la parrilla y acabado en horno de leña con consomé de jugos de pescado. Simplemente sublime. O un cochinillo excelente, con fréjoles napados con el colágeno del animal.

 

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Otro colega que descolla se llama Alejandro Chamorro. Un treintañero que ha colocado su Nuema en el puesto 28 de los 50 Best de Latinoamérica. Lo ha logrado gracias a platos de vanguardia como Robalo y pasta y caldo de guaba con caldo de ceviche; ceviche con maíz criollo con camarón y su fondo de verduras encurtidas (algas, cebollas) con base de sopa marinera ecuatoriana; una coliflor acompañada de nips de cacao; un paiche, pescado de río amazónico, perfecto de punto y suavidad, que recuerda el fondo de nuestros históricos cangrejos de río... O un lechón con chicha (fermento de maíz). Entre sus ingredientes más recurrentes, el compromiso: “La gastronomía puede liderar un cambio social. Los chefs solo somos mensajeros. Consumamos más cosas que tengan que ver con identidad”, comenta el chef, secundado siempre en lo personal y lo profesional por la también cocinera Pía Salazar. Nuema estuvo alojado hasta hace un año en el magnífico hotel boutique Illa, en pleno centro. Hoy ha sido sustituido por Inés, donde ejerce Juan Carlos Donoso, con un pasado en el Basque y junto al séquito de Arzak. “Quiero hacer una cocina que tribute a mi abuela y a mi tiempo en el País Vasco. Por eso tengo un bar de tapas en Río Bamba que se llama Amona. Era la manera de juntar ambos conceptos”, explica el chef, que nos ofrece croquetas de alpaca, machuas (tubérculos de los Andes) y un mayúsculo meloso de pato con hoja de tonga.

 

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De melosidad anda sobrado Quique Sempere. Es una celebridad en el sector, con legión de seguidores, eco televisivo y una cocina sabrosa y amable. La ejecuta en su restaurante Aura y la define como “una cocina sencilla, rica, con respeto a técnicas y sabores tradicionales. Quiero que también uno viaje con el sabor. Por ejemplo, con un pan de yuca que sabe a vacaciones”, refiere el chef. Entre sus fortalezas, rollos de primavera rellenos de cuy confitado en ajo negro y quinua, tartar de atún en ceviche, seco de chivo, codillo de cerdo, patojo (magret de pato con puré de ocas), arroces caldosos y secos –uno de ellos de pulpo– y empanadas de morocho que hablan de un hedonismo con raíz. En la barra, en “su quiosquito”, como le gusta decir a Sempere, profusión de miskes. Este es un destilado propio de Ecuador de unos 40 grados, y podría ser la nueva bandera mixológica de la nación. “Ser miskero era un insulto, siendo una tradición denostada, relegada, pero muy de adentro de nosotros, ancestral, con mucha importancia botánica, social y cultural. Ahora es un orgullo recuperar este oficio, que lo han llevado a cabo mujeres muy mayores, y esta bebida”, explica Diego Mora. “Por el sol, por la tierra, por todos nosotros, ¡Miske!", y brinda con este destilado arrancado al corazón del tzawar o agave andino. A pocos kilómetros, la comunidad Yunguilla apuesta por un turismo sostenible y economía circular. Moran en el Bosque Nublado, hábitat del oso de anteojos, de pumas, de gallos de la peña, de tucanes de la sierra. Allí hacen mermeladas, quesos frescos y prensados, así como artesanías. En días feriados, habilitan un restaurante mirador donde degustar truchas, costillas, caldos de gallina…

 

De vuelta al ventrículo populoso de Quito resuenan extramuros de sus 33 iglesias un sinfín de pasillos y albas, géneros de folclore ecuatoriano. Dos viejos guitarristas interpretan Llora mi guitarra, un sentido lamento de la ausencia amorosa. A esta cocina ecuatoriana y su crisol quiteño solo le falta hallar la partitura, el pentagrama. Tienen relato y libreto, esencia y materia. Florece una culinaria diversa, sabrosa, razonada, de dentro y de fuera. En la latitud 0 la luz se precipita perpendicular para, con alto tallo, botón grande y larga vida, hacer brotar la rosa de Ecuador.  

 

 

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