Capital vinícola
Vinos de Madrid, tierra de viñas a los cuatro vientos
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Una DO ampara desde 1990 a mayoría del viñedo de la Comunidad, uniendo zonas geológica y climáticamente distintas que tienen sus propias variedades de uva y tradiciones agrícolas. Un serio problema a la hora de comunicar con un reverso luminoso: el nombre de Madrid– -una de las mayores Áreas metropolitanas de Europa– Abre puertas en los salones del vino de todo el planeta. Luis Vida. Imágenes: Aurora Blanco
Por los de fuera se mete mucho vino, estando abastada la Villa”, decía la ordenanza que en 1495 prohibía la venta en la capital de vinos de otras tierras. A principios del siglo XX los viñedos de moscatel daban fama al entonces pueblo y hoy barrio de Fuencarral, o a los campos que serían después Moratalaz. Y aún resisten majuelos cerca de Getafe, Pinto, Fuenlabrada o Parla –populosas ciudades del “cinturón” de la capital– a los que se puede llegar en metro o en el Cercanías. La decadencia llegó en tren a mediados del XIX con la competencia de Valdepeñas o Noblejas, por no hablar de la glamurosa Rioja. El declive no ha cesado desde entonces y apenas quedan 9000 hectáreas de viña de las 60 000 que había principios del XX. Solo en lo que llevamos de siglo, su extensión ha caído un 40%. Pero estamos en un punto de inflexión.
Al oeste, las cumbres de Gredos
La Sierra de Gredos, con sus 2400 metros de altitud, es el muro rocoso que separa Madrid de la Meseta norte. Su viñedo se divide entre tres comunidades. Cebreros en Castilla y León y Méntrida en Castilla-La Mancha son denominaciones plenas, mientras que San Martín de Valdeiglesias es una subzona de la DO Vinos de Madrid. Sus nueve villas amparadas producen una cuarta parte de los vinos de la Denominación, la que más se cotiza hoy en términos de precio e imagen. Ya era así en el Siglo de Oro, cuando se elaboraban allí los “vinos preciosos” que hicieron las delicias de la Corte de Felipe IV, unos blancos oxidativos de albillo real, una variedad muy temprana para blancos grasos de acidez ajustada que no hay que confundir con la albillo mayor del Duero.
Hoy la garnacha tinta es la estrella. 100 puntos Parker son un argumento de peso para cualquier región vinícola que quiera ser top y el crítico Luis Gutiérrez, responsable del Wine Advocate para España, se los dio en 2016 a un tinto del dúo Comando G. Fernando García y Daniel Jiménez Landi, amigos desde un máster de viticultura compartido en 2005 en la Universidad Politécnica de Madrid, habían elegido para su trabajo en común el nombre de la serie japonesa de dibujos animados que veían de niños. Su sueño fue crear en Gredos un modelo de vino alternativo a los muy concentrados y maderizados que se llevaban por entonces, y más semejante a los borgoñas y ródanos que les habían flipado cuando Fernando trabajaba de sumiller en la enoteca Lavinia. Antes, a finales de los años 90, las garnachas y albillos ecológicos de pioneros como Luis Saavedra, cuarta generación de viticultores en Cenicientos, habían abierto camino. Eran tiempos en los que las cooperativas comercializaban casi todo el vino de la zona, y el “zahorí de terruños” Telmo Rodríguez iniciaba sus andanzas en la vecina Cebreros con el proyecto Pegaso. Con él trabajaban Fernando García y Marc Isart, tercero de los miembros fundadores del Comando, que abandonó para trabajar en la refundación de Bernaveleba, una bodega histórica de San Martín que se sumó pronto al nuevo estilo. Porque los viñedos viejos en altitud, plantados en vaso en escarpadas laderas de granito y arena entre la vegetación del monte, dan a la garnacha un perfil netamente distinto del que puede tener en el Ebro y el Mediterráneo. Son tintos más pálidos, afilados y ligeros en peso, que no en grado, que encajan a la perfección en las nuevas tendencias hacia esa mayor fluidez y que han devuelto a la zona la fama perdida décadas atrás en los graneles. Ahora está en el punto de mira de los inversores y los viñadores llegados de otros países, como el piamontés Paolo Armando que, con su esposa Victoria Serrano y sus socios Curro Bareño y Jesús Olivares, lanzó en 2017 el primer vino de su “Ca di Mat” (casa de locos), uno de los proyectos que van más lejos en la búsqueda de la expresión delicada de unas tierras donde el viñedo estuvo a punto de extinguirse y que hoy se revalorizan.
Al este, las vegas de Arganda
La subzona Arganda alberga más de la mitad de los productores y del viñedo total de la DO. Las suaves laderas y vegas regadas por el Tajuña, el Jarama y el Henares parecen la antítesis del carácter agreste de Gredos. Tierras de cereal, viña y olivo, vecinas de la Alcarria y La Mancha, con las que comparten una climatología de grandes contrastes con muchas horas de sol y lluvias escasas. En sus inicios, fue la zona más prometedora, sus bodegas las más activas en el mercado y sus tintos, blancos y rosados de precio y perfil “democrático” los favoritos de tiendas, lineales de supermercado y barras castizas. Algunos pioneros hasta soñaron con crear un Somontano mesetario con espalderas de cabernet, merlot y syrah, pero la realidad agrícola y el mercado eran otros. La roca madre no es granito como en la sierra, sino margas de arcilla y caliza, y los tintos de tempranillo -que en la zona se dice tinto fino- son maduros, frutosos y continentales, algo rústicos. Los blancos de malvar –una de las variedades productivas y neutras del centro-sur, como la airén con la que se confunde– se elaboraron tradicionalmente “sobre madre” en tinajas de barro. El contacto con la piel de las uvas les dota de un extra de frutosidad y estructura, así que algunas bodegas, como Jesús Díaz e Hijos o Viña Bayona, apuestan por estos vinos de tinaja como hecho diferencial. “Permanecen macerando y fermentado con sus pieles durante un tiempo máximo de 6 meses. Solo se puede embotellar el “corazón” de la tinaja, un 50-60% del su volumen, sin trasiegos, evitando la parte superior para mantener algo del carbónico de la fermentación y la inferior, donde se encuentran los hollejos y las lías”. Aunque suena muy alternativo y moderno, muy a vino “naranja” y a Georgia, aún no se les ha dado esa vuelta de tuerca creativa que los lleve a los hashtag del “wineloverismo”. Pero puede haber futuro en la zona. El mismo Marc Isart ha saltado desde Gredos para un nuevo proyecto –Cinco Leguas, la medida antigua de la distancia de su bodega en Chinchón a Madrid– en busca de un ideal de rusticidad fina, atraído por el potencial de unos terruños arcillo-calizos muy pobres en fertilidad, pero que pueden albergar tesoros por descubrir.
Al sur, las arenas de Navalcarnero
La zona más pequeña de la D.O. corre peligro. Los majuelos en áreas de vega cercanas al río Guadarrama se cotizan más como tierras edificables, porque están a las puertas de las ciudades del cinturón sur: Móstoles, Fuenlabrada, Arroyomolinos… Las dos bodegas más potentes cerraron hace unos años, entre ellas Ricardo Benito, productores de los vinos con más ambiciones. Hoy quedan solo cinco, pero están llegando refuerzos con nuevos talentos como el joven dúo A Pie de Tierra, formando por David Villamiel, viñador de la vecina Méntrida, y Aitor Paul, de la cantera de sumilleres de Lavinia. “Hay poca lluvia, lo que nos permite trabajar sin productos químicos en la viña, pero tenemos un subsuelo rico en agua que escurre de la sierra. Los suelos son arenas de granito degradado que nos llegan de Gredos y, gracias a ellos y por la proximidad del río Alberche, tenemos bastante frescura a unos 550-600 m de altitud con una acidez salina clave para las garnachas”. De los viejos tiempos en los que los Navalcarnero eran “garnachos” de granel y taberna, opuestos a la finura montaraz de las nuevas elaboraciones, ha quedado como endemismo el cultivo -casi residual- de garnacha tintorera, que en la zona dicen "negral". Su personalidad distinta y original la podemos descubrir en el trabajo de bodegas como la familiar Muñoz Martín.
Al norte, El Molar
El clima serrano, la altitud y los suelos de pizarra, caliza y granito diferencian los aún escasos vinos de una subzona que se incorporó a la Denominación en 2019. Es otra sierra muy distinta a Gredos: la del norte, la “pobre”, la de los pueblos negros casi abandonados que están viviendo un cierto resurgir gracias a los urbanitas escapados del gran Madrid. El pintoresco barrio de bodegas-cueva de la villa de El Molar nos habla de una importante actividad vinícola en el pasado, que hoy es casi residual porque apenas quedan 600 has de viñedo. Carlos Reina, propietario de Tinta Castiza, única bodega hoy en activo dentro de la D.O., trabaja de forma eco y sostenible la garnacha, el tempranillo y el malvar de viñas de entre 40 y 75 años que elabora en depósitos de cemento, tinajas y barricas en el edificio que fue de la antigua cooperativa de El Molar. Otras bodegas de la zona se preparan para incorporarse a la Denominación. Toca reconstruir y reinterpretar. Como tantas otras cosas en las viñas de Madrid.