La luz del tiempo
Los brotes de las mimbreras junto al cauce que nace del trampal parecen anunciar la cercana primavera. También los del almendro rosa del lindero del camino que lleva a Picote. César Serrano
A estos leves anuncios se suman lejanos los cantos del cuco. La luz del sol se ofrece cálida y primaveral. Todo esto hace que Bernardo Acevedo Claraval se sienta un hombre feliz y que, a menudo, y cerrando los ojos a la luz del sol y de los libros, se abandone a sueños y utopías o a memorias de un pasado que nunca le parece lejano. Bernardo Claraval es un hombre del que se diría que nace la calma, el sosiego, un hombre que con sus cerca ya de 80 años habla del tiempo pasado en presente y no por añoranzas, sino por un deseo poderoso de sentir lo mejor de aquellos días, que, dice, “han sido ya muchos y siempre fértiles, pero no por un pensamiento cómodo sino por un pensamiento selectivo, porque las malas cosechas nunca pueden llenar cilla alguna de la memoria”. De esa memoria fértil, sus días recorriendo las ciudades de España, los pueblos, vendiendo la Gran enciclopedia del saber universal, y que gracias a ella, rememora, conoció amores infinitos que aún le estremecen cuando se sienta a la mesa. La mesa, su gran pasión, a la que acude como los enamorados acuden al encuentro de los besos. La hora de la mesa, dice, “es mucho más que la llamada al alimento, es el inicio de una experiencia cargada de ternura y amor, que comienza en los mercados buscando productos, y que después, desde la memoria de antiguos fogones, nos acarician el paladar como lo acarician los besos de la mujer amada; sí, cocinar es un acto de amor”. “Pero pienso que algo se nos está prostituyendo, que estamos sucumbiendo a ese acto de amor que consiste en olfatear, desear hasta el éxtasis algo a lo que se acudía en cualquier mercado de cualquier ciudad, a esos a los que acudía siempre antes de llamar a cualquier puerta para ofrecer mi Gran enciclopedia del saber universal, porque nunca me decepcionó esta técnica: sabiendo cómo come una ciudad, un barrio, se adivinan muchas otras cosas”. “Tengo una cierta desazón por lo que estamos haciendo con nuestros mercados, con nuestras antiguas plazas de abastos, creo que comienzan a ser lugares inhóspitos para el gozo de la buena mesa, y si no, vean, vean lo que ha pasado con La Boquería, con el de San Miguel, con el de la Ribera o con ese lento agonizar del de La Cebada”. Es en este momento cuando aparece Emiliana Mosqueira Lago, Emi, la mujer que le acompaña desde hace ya largos años y de la que se enamoró mientras le abría media docena de ostras en el ya pechado Mercado de la Piedra. En sus manos trae una botella de vermú gallego y una enorme sonrisa en la boca. “Pero no estén tristes, aún nos quedan sitios como Los Mostenses, llenos de vida y propuestas para los más alocados disfrutes, o ese otro espléndido lugar colmado de extraordinarias maravillas, ese, ese es su nombre –dice–, el Maravillas... Pero si me dejo llevar por la saudade les puedo llevar al de Ventas y sentir en él todos los océanos; también al de Cádiz... Y allí, alzándose sobre el ronqueo, sobre el ritual del despiece de un atún de almadraba, la voz honda y poderosa de La Perla de Cádiz”. “Sí, tal vez me pueda en ocasiones el pesimismo”, se le escucha murmurar, mientras que con maestría vierte sobre las copas un largo chorro de vermú: “¿Gildas o berberechos?”, nos pregunta con sonrisa socarrona.
Gildas
Ingredientes
6 guindillas en vinagre
6 anchoas en salazón
12 aceitunas verdes sin hueso
aceite de oliva virgen extra
Preparación
Escurrir las guindillas y cortar el rabito. Si son grandes, dividir en dos o doblar sobre sí mismas; si son pequeñas, dejar tal cual. Escurrir el aceite de la conserva de los filetes de anchoa. Con todos los ingredientes listos comenzar a montar cada uno de los pinchos. Empezar con una aceituna, continuar con la guindilla, tras la guindilla o piparra, es el momento de ensartar la anchoa doblada sobre sí misma; seguir con otra guindilla y como punto y final, una aceituna. Ya con los pinchos emplatados, regar con un generoso chorreón de un buen AOVE.
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