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De vez en cuando, cada año santo compostelano, bisiesto o conocido como el año del cometa, todo se desmadra en el restaurante y se produce el día horribilis. José Manuel Vilabella
Es inútil resistirse o querer evitarlo. El hecho se produce y nadie puede remediarlo. Al propietario, que hasta entonces tenía el pelo negro azabache, le salieron canas y más canas. El primer síntoma del desdichado día es que ocurre lo indeseado. Lo que tenía que servirse frío se calienta y lo caliente se enfría sin previo aviso. Al competente chef, al bueno de Mariano, un pertinaz constipado le hace que el moquillo se derrame en los platos de cuchara y que esta espantosa visión la contemplen todos los oficiales, pinches y marmitones y cunda el pánico en el submarino cocineril. “Nos hundimos sin remedio”, masculla el segundo de a bordo. A Joselito, el competente becario, se le derrama medio salero en la paella de don Pancracio, el banquero, y el arroz se convierte en un bodrio incomible. En la sala todo va de mal en peor. A Silvestre, el maître, con los nervios le sale un sarpullido en manos y cara que lo convierten en un ser monstruoso. El buen hombre, en un esfuerzo titánico y consciente de su deber, se niega a abandonar la sala. Su horrible aspecto hace que a la adolescente Pilarín Macarrón, de los Macarrones de Venta de Baños, le dé un vahído y que doña Consolación Pizcarra crea que ha llegado el fin del mundo y se postre de rodillas y grite como una demente que quiere comulgar y ser ungida con los santos óleos. El banquero, siempre caballeroso y educado, se encara con el monstruoso Silvestre y le dice, textualmente, que aquella paella es una mierda y con su bastón de madera de boj le propina dos fuertes bastonazos que le abren el cráneo con abundante derrame de sangre. El comisario de Policía que había pedido una sopa de ajo con su huevo y demás complementos se levanta de la mesa y pistola en mano se dirige al agresor, lo encañona, y en un pispás y en menos tiempo del que emplea un cura loco en santiguarse, le pone las esposas. El banquero, hombre de cabeza grande y poderosa, le da un cabezazo que derriba al comisario. La pistola, al caer al suelo, se dispara y la bala perdida le da en un ojo a la bella joven Jesusita Pisuerga, miss Cantábrico, que cae desmayada al suelo. La llegada simultánea de los bomberos y de dos coches de la Policía Municipal convierten el comedor en un caos. No llega a saberse en la posterior investigación qué bombero abrió la llave del agua pero alguien, un desconocido, lo hizo y la manguera con la fuerza del chorro se movía como una serpiente enloquecida poniendo perdidos a clientes y empleados. Miss Cantábrico ha sido recluida en un hospital psiquiátrico. Dos días después del día de autos el prestigioso restaurante abrió sus puertas y todo ha vuelto a la normalidad. Al propietario, señor Gómez, además de una blanca cabellera se le está cayendo el pelo a toda velocidad. Al maître, don Silvestre Cañonero, le han dado 36 puntos de sutura y está en vías de franca recuperación.
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