CATANDO, CATANDO, UNO, DOS…
La comunicación, esa valiosa y desprestigiada acción que agrupa, dispersa, emociona, enfada, clasifica, condiciona, compra, vende y amontona en los días de viento, está en su peor momento por falta de atención y de oído.
En toda cata existen dos personas o dos grupos, emisor y receptor, que intercambian datos que se propagan y opiniones que llegan a tomar dimensiones de perfil personal. El grave problema es que ni se escribe con rigor siempre, ni se lee con capacidad de asimilación, ni se escucha, con lo que el hilo de la comunicación se rompe y luego pasa lo que pasa.
Sir Cámara
Recuerdo cuando, en los finales de los años sesenta del siglo pasado, aún se bebía para olvidar, no recuerdo qué. A diario se consumían vinos a granel, que se servían en los bares bajo el nombre de “chato” o en bodegas de proximidad, donde también te vendían un litro de ese vino chatero para llevar a casa en la botella verde de plástico (una innovación estilista) que había comprado mamá para ese menester.
Ya en los comienzos de los años setenta, los fines de semana, no todos, salía el personal a picar algo a lugares un poquito diferentes en los que tenían unos vinos que animaban a leer el papel que traían pegado las botellas a modo de documentación, eso de la fiscalidad que llamamos etiqueta. En otros establecimientos servían unos caldos más modestos, campechanos, del pueblo de alguien cercano, para acompañar unos pinchos de morcilla, chorizos fritos o patatas fritas si el presupuesto no daba para mucho más.
Los que disponían de unos recursos un poco más elevados, al menos un fin de semana al mes, no todos, salían el sábado a cenar a la carta gulas con ojos y un animal de compañía con proporciones de chuletón, que recordaba las horas extra del currele que permitían aquello y que se acompañaba con un vino de La Rioja que se llamaba san Asensio.
A medida que avanzaban las innovaciones sociales del consumo, la gente dejó de beber los vinos blancos en copas de forma cónica de grueso cristal verde y tallo muy bajo y el tinto en el mismo recipiente pero de color rojo. La evolución nos llevó a utilizar otro formato para consumir el caldo de los dioses, los vasos bajos de chiquitos y, con el paso del tiempo, a beber etiquetas en vez de vinos; sobre todo los que usaban el mundo de la buena uva como un justificante para ocultar carencias personales.
Al tiempo, empezaron a proliferar las disertaciones sobre vinos, bodegas, gastronomía en general, descubrimientos de nuevos restaurantes… Y, así, sin darnos cuenta, estábamos ya en el nuevo milenio y con una copa esbelta y elegante oreando un vino con ágiles movimientos circulares, asomados a su interior y metiendo las narices después para ejercer como auténticos españoles: hablando de todo con dos datos pillados al vuelo. Y ahí se armó la mundial. Las catas estaban servidas. Ya habíamos aprendido a comernos los artículos cuando, de pronto, ampliamos nuestro léxico. Había vinos complejos en nariz con tostados, ahumados, mineral, fruta roja y, ¡agárrate!, notas de charcutería. Un comentario de cata, este que leí el otro día, y que me llevó a comprar ese vino, no es preciso decir cual, y sentir una frustración tremenda porque no encontré esos aportes charcuteros. Afortunadamente, en boca tenía su encanto.
El vino nunca deja indiferente y su mundo siempre aporta contenidos para el comentario desenfadado y la comunicación práctica y los placeres.
Pues eso. Disfruten hasta que el oído juegue su papel en las catas y un buen día, al descorchar una botella, oigan el clásico ¡aquí estoy yo! de un lomo embuchado estupendo para inspirar comentarios de cata diferentes.
SOBREMESA no comparte necesariamente las opiniones vertidas o firmadas por sus colaboradores.